72

Affenlight llamó a la puerta. Silencio. Sacó del bolsillo la llave hurtada y la introdujo en la cerradura.

Incluso antes de cruzar el umbral, lo asaltó un denso hedor, como el de un vestuario fétido. Retrocedió hacia el hueco de la escalera, inhaló una bocanada de aire limpio y entró en la habitación, sumida en la penumbra vespertina. Ni rastro de Henry. Levantó las persianas y abrió las ventanas. Desparramados por la mesa de Henry había varios recipientes cilíndricos de plástico semejantes a envases de yogur y margarina. Minúsculas moscas de la fruta zumbaban en torno a los que estaban destapados. Parecían llenos de distintas clases de sopa coagulada. Affenlight espantó las moscas, cogió dos recipientes y los llevó hacia el baño para vaciarlos en el inodoro.

Las luces del cuarto de baño estaban apagadas, pero allí en la bañera yacía Henry, desnudo, sumergido hasta el cuello en agua teñida de un desagradable color amarillento. Su diafragma subía y bajaba, causando un estremecimiento en el agua. Dormía.

Affenlight miró la sopa de los envases que sostenía. Fideos de pollo en el izquierdo, cubiertos por una delgada capa de grasa; crema de guisantes en el de la derecha. El cuerpo de Henry presentaba una palidez cadavérica, salvo por la desgreñada barba castaña y el vello pubiano del mismo color. Sus manos fláccidas estaban arrugadas como pasas; sus fluidos internos se habían filtrado al cuerpo más grande que constituía la bañera. Tensaba y distendía la mandíbula. Encogido en aquella bañera pequeña, con las mejillas hundidas y los músculos reblandecidos sumergidos en el agua estancada, parecía demasiado grande y a la vez demasiado pequeño para sí mismo; en todo caso, del tamaño equivocado.

Affenlight salió con sigilo del cuarto de baño, dejó los envases de sopa en la mesa y encendió un cigarrillo. El dolor había desaparecido momentáneamente, pero de pronto le sobrevino de nuevo, esta vez localizado en el pecho. Se sentó en el brazo de la butaca rosa para fumar y esperar a que se le pasara. Era intenso, pero no especialmente preocupante: había tenido esa misma sensación unas cuantas veces en los últimos tiempos después de grandes esfuerzos, tanto con Owen como en la cinta de andar, y sabía que se le pasaría. Cuando se sintió mejor, se planteó qué hacer con Henry.

Al parecer, no había ropa limpia en su cómoda, de modo que abrió la de Owen y sacó el calzoncillo más masculino que encontró. Hurgó un poco más hasta encontrar una camiseta blanca limpia y un pantalón de chándal. Cogió una toalla del estante del armario, envolvió la ropa con ella y, tras descalzarse para no hacer ruido, entró en el cuarto de baño y dejó el fardo en el suelo, junto a la bañera. A continuación, cerró la puerta del cuarto de baño y llamó con los nudillos.

—¿Henry? —dijo—. ¿Estás ahí?

Oyó un chapoteo al otro lado.

—Un momento —gimió el joven con tono débil y molesto a la vez.

La bañera se desaguó: sonó el borboteo del agua en las tuberías y una sonora succión final. Affenlight apagó el cigarrillo y lo arrojó por la ventana. Al cabo de un momento, Henry salió vestido con la ropa de Owen. Tenía una mirada hosca y poco comunicativa, como si se hallase atrapado tras un grueso cristal.

—Hola —saludó.

—Hola —contestó Affenlight con fingida alegría, sacada a saber de dónde—. Espero no haber interrumpido tu baño. Sólo quería informarte que… —¿Cómo decirlo? ¿Los Arponeros? ¿El equipo de béisbol? ¿Vosotros? ¿Nosotros? Ahora él mismo pertenecía aún menos a ese «nosotros» que Henry, aunque éste eso no lo sabía—. Hoy hemos ganado.

—Ya lo sé —dijo Henry con voz inexpresiva—. Owen ha telefoneado.

—Ah. ¿Has hablado con Owen?

—Ha dejado un mensaje.

—Ya —musitó Affenlight. Henry tenía un aspecto espantoso, demacrado, con las mejillas hundidas y grises por encima de la barba—. ¿Cuándo comiste por última vez?

Henry se paró a pensar.

—No lo sé.

—¿Y esa sopa?

Henry hizo un gesto de indiferencia.

—La ha traído Pella.

—Pero tú no te la comes.

—No.

El personal de Westish incluía un sinfín de psicoterapeutas profesionales, personas formadas en el arte de comunicarse con alumnos que padecían bulimia, anorexia, alcoholismo, depresión, angustia, drogadicción, instintos suicidas. Cabía suponer que el cauce adecuado sería poner a Henry en manos de uno de esos especialistas. Tenía que haber una línea directa de ayuda en el campus, alguien de guardia las veinticuatro horas del día en lo que ahora llamaban el ambulatorio. Una Persona Con Quien Hablar. Una persona imparcial: Affenlight había pasado con Henry quizá diez minutos en total, pero sus vidas estaban demasiado entrelazadas. Owen. Pella. Los padres de Henry. Saber todo eso saturaba la habitación y amenazaba con imposibilitar el diálogo.

Allí estaba el maldito anuario, todavía en la repisa de la chimenea. Affenlight cogió la pelota de béisbol que había al lado. Su blanca y tersa superficie se veía empañada por unas cuantas marcas de desgaste que le arañaron suavemente las yemas de los dedos. En medio de sus pensamientos confusos y dolidos, se le ocurrió de pronto que una pelota de béisbol era un objeto bellamente diseñado: parecía reclamar ser lanzada, y despertó en él el deseo de arrojarla con fuerza por la ventana hacia el otro lado del patio color gris paloma. Mientras la hacía rodar entre la palma de la mano y los dedos, tomó conciencia de que había hablado.

—Mañana coges un avión para Carolina del Sur.

Henry le dirigió una mirada mortecina.

—Ya te he comprado el billete —añadió Affenlight.

Henry se echó en la cama sin hacer y apoyó la cabeza en la almohada. Su cuerpo se contrajo sobre sí igual que una mano vieja y artrítica o un lirio al anochecer.

—No puedo —dijo—. Mañana tengo un examen final.

—Mañana es sábado. Sólo los estudiantes de primero tienen finales.

—Hoy —dijo Henry con hastío—. Tenía un final hoy.

—Ya lo harás más adelante. Con el resto del equipo.

Oscurecía. Affenlight seguía descalzo en la alfombra, pasándose la pelota de una mano a la otra.

—No puedes quedarte aquí eternamente —añadió con severidad—. La residencia tiene que quedar vacía el fin de semana que viene.

Henry se vino abajo y empezó a sollozar, tan ruidosamente que Affenlight tuvo que sentarse en la cama, a su lado, darle unas palmadas en el hombro y susurrar lo que esperaba que fuesen palabras consoladoras, palabras como «chist» y «oye» y «tranquilo». Henry se fue sosegando hasta emitir sólo un gimoteo y pareció a punto de volver a respirar acompasadamente, pero de pronto los sollozos fueron otra vez en aumento. Echó la cabeza hacia atrás y abrió mucho la boca, al borde de la histeria. Le entró hipo. Los mocos le burbujeaban en la nariz cuando sorbía el aire. Una pátina de sudor apareció en su nuca.

—Chist —susurró Affenlight, frotándole con la mano la espalda entre los omóplatos, en el sentido de las agujas del reloj—. Tranquilo. Tranquilo. —Sentía una corriente fresca en la habitación, sobre todo en la piel expuesta entre el dobladillo del pantalón y los calcetines.

—Lo siento —se disculpó Henry, enjugándose las lágrimas en cuanto remitieron los arranques de llanto.

—Ahora calla. Tómatelo con calma.

Affenlight fue a buscar papel higiénico para que se sonase la nariz. En la repisa de la ventana había un racimo de plátanos, una caja enorme de Krispies de arroz y la vajilla y los cubiertos correspondientes. Affenlight abrió la nevera y encontró una botella de un litro y medio de leche; sin duda era la manera de Owen de intentar aprovisionar a Henry en su ausencia. Affenlight echó cereales en un tazón, troceó un plátano con la cuchara, añadió leche. No llegó al punto de darle de comer en la boca, pero sí se sentó a su lado apoyándole una mano en el hombro, emitiendo susurros de aprobación a cada bocado que tragaba. Con la mano libre, encendió un cigarrillo, y encendió otro más cuando el primero se acabó. Henry hizo una mueca tras la primera cucharada, y cuando la comida le llegó al estómago, dio la impresión de que iba a vomitar, pero después de unos bocados el proceso fue más fluido. Casi se acabó el tazón y se tumbó, visiblemente somnoliento.

—Tienes que irte mañana temprano para coger el vuelo —insistió Affenlight—. Te pondré el despertador.

Henry asintió.

—Te llevaré en coche al aeropuerto. Quedamos al lado de la estatua a las seis en punto.

Henry bostezó y asintió de nuevo. No quedó claro si de verdad escuchaba o si Affenlight tendría que subir allí al día siguiente y sacarlo a rastras de la cama; lo mismo le daba lo uno que lo otro. Llevó el tazón de cereales y los envases de sopa coagulada al cuarto de baño, echó su contenido en el retrete, los enjuagó y los dejó a secar en la mesa de Owen. Al salir, apagó la luz.

—¿Rector Affenlight? —dijo Henry.

Affenlight se detuvo en la puerta.

—¿Sí?

—Buenas noches.

Affenlight sonrió.

—No olvides el uniforme.