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Affenlight, sentado ante su escritorio, sacó el pie del mocasín color borgoña y se frotó el puente de la planta, que le picaba, contra el talón del otro zapato. Tenía extendidas ante sí versiones rivales del presupuesto del año siguiente, junto con las propuestas oficiales de Estudiantes para un Westish Responsable y transcripciones de las conversaciones que había mantenido con asesores en medio ambiente, ecologistas y arquitectos, las personas que llevaban a cabo esa clase de transformaciones en universidades más ricas y perspicaces. Últimamente venía trabajando con tal denuedo que la señora McCallister había vuelto a saludarlo cantando.

Junto a él, en la alfombra, yacía Contango, con la regia cabeza apoyada sobre las blancas patas. Era un período de prueba, mientras Sandy Bremen estaba en Taos decorando su nueva casa.

Affenlight tenía sueño; los números se desdibujaban y bailaban ante sus ojos. Una taza de café lo espabilaría, pero ya eran las 16.37, las 17.37 en Carolina del Sur, donde estaba Owen, y la señora McCallister ya habría vaciado y lavado la cafetera antes de marcharse. Se vería obligado a prepararse otra. Quizá fuese mejor salir a pasear el perro, a ver si eso lo despejaba.

Se sacó algo pequeño y seco de un ángulo de un orificio nasal y lo lanzó hacia la papelera. Luego levantó el trasero, agarró los brazos de su silla antigua con tapizado de piel y la hizo girar noventa grados a la izquierda para quedar de cara a la ventana. Era una silla sólida y cómoda, como correspondía a un rector —había sostenido las nalgas de todos los rectores de Westish desde el mismísimo Arthur Hart Birk—, pero a veces Affenlight suspiraba por una butaca moderna y elegante, con ruedas y eje central, sobre la que poder girar. Una vez hubo acercado la gran silla a la ventana entreabierta, apoyó la frente en el cristal, frío a pesar del sol, y deslizó las uñas bien cortadas por la parte expuesta de la mosquitera, produciendo un chirriante sonido metálico. Hasta ese momento se le había escapado la palabra para describir lo que una silla debía hacer: rotar. En su día, Melville consideró Estados Unidos «asiento de la lamentación»; lo que Affenlight quería era un asiento de rotación.

Al otro lado de la ventana, un empleado del comedor con bata azul marino y gorra salió a fumar un pitillo rápido. Una chica que llevaba un pantalón corto azul marino con letras griegas en el trasero lanzaba un disco volador rosa y conseguía, con habilidad de experta, que realizara una trayectoria curva entre los árboles. Una bandada de gansos sobrevoló el patio. Habían instalado un andamio en la fachada lateral de Louvin Hall, que tenía goteras en el tejado. Una cuerda amarilla tendida entre estacas blancas protegía un rincón donde acababa de plantarse césped; el departamento de Infraestructuras se complacía en tratar de proporcionarle al lugar un aspecto idílico con vistas a la inauguración del nuevo curso, llegando al punto, a veces, de rociar de pintura verde las calvas del césped. Unas notas de piano flotaban como el humo, mezcladas con los suaves trinos de los pájaros. Un repartidor de pizzas salió de Louvin y cerró la cremallera de su bolsa aislante roja.

Affenlight se sentía expansivo, como si tras tomarse un whisky se dispusiera a servirse el segundo. Pella aún no sabía lo de la casa —él no quería desvelarle la sorpresa por e-mail, el único medio por el que se comunicaban—, pero las negociaciones con los Bremen avanzaban a pasos acelerados, y por fortuna Pella había decidido estudiar a jornada completa el siguiente semestre. La echaba de menos, más ahora que vivía a un kilómetro de distancia que cuando estaba a miles, pero tenía la impresión de que, al comprar él la casa y matricularse ella en Westish, habían renovado el compromiso que los unía. Su futuro como padre parecía ahora más sólido que en cualquier otro momento de los últimos diez años. Las cosas seguían adelante. Mike Schwartz no había aceptado la oferta de Jenkins, pero estaba en su derecho. Y en todo caso no era por Pella por lo que Affenlight había luchado de firme para conseguir el dinero con que financiar el empleo de Schwartz. Ni siquiera se debía a que éste les devolvería su sueldo multiplicado por veinte con el dinero recaudado directamente y la mejora en promoción que el éxito deportivo proporcionaría, aunque eso era incuestionablemente cierto.

Era porque veía que Schwartz sentía por Westish lo mismo que él. Si Affenlight tuviese que enumerar todo aquello que amaba, no incluiría Westish; le parecería una tontería, sería como decir que se quería a sí mismo. Se pasaba media vida con una sensación de frustración, ambivalencia y fastidio por aquel lugar. Pero cualquier cosa que ocurriera capaz de alterar el destino del Westish College, por pequeña que fuese, cualquier cosa que se hiciera o incluso se dijera sobre el Westish College, se la tomaba en serio, más incluso que si le ocurriese a él mismo. Lo protegería de todo peligro. Eso era agotador —lo obligaba a permanecer siempre atento—, pero a la vez tonificante. Conllevaba una prolongación del yo mucho más allá de sus confines habituales. Y Mike Schwartz también era así. Tal vez no se diese cuenta de ello ahora; al fin y al cabo, Affenlight había tardado treinta años en verlo, pero él también era así.

Contango dormía profundamente; en eso había quedado el paseo. Affenlight salió al pasillo y preparó una cafetera. Mientras bebía un sorbo del tazón humeante —MAMÁ NO ESTÁ CONTENTA—, decidió premiarse por una semana bien aprovechada, dejando de lado el presupuesto y trabajando en su alocución para la ceremonia de graduación. El final del curso académico se les echaba encima. Arrastró la silla a un lugar neutro —el escritorio a un lado, la ventana al otro— y abrió un cuaderno nuevo de papel pautado.

—Como decía Thoreau —musitó—, si no hay cebada, «podemos hacer licor dulce como la melaza a base de chirivía, corteza de nogal y calabaza».

La ceremonia de graduación solía representar una auténtica diversión para Affenlight. El orador invitado —por lo general un político, autor o empresario de perfil medio; nunca presentaban grandes nombres— pontificaba, contaba farragosas anécdotas y manifestaba ideas extrañas sobre los temores y deseos de los recién licenciados. En comparación —y no es que fuera un certamen—, Affenlight siempre quedaba mejor. Procuraba que sus alocuciones fueran breves y estuvieran repletas de chistes y bromas equívocos alusivos a Westish, ante los que los estudiantes, tras verse sometidos a aquellos pelmazos de oradores desde la primera ceremonia a la que asistían, reaccionaban con ruidosas carcajadas. Aquéllos eran sus comentarios jocosos, aquélla era su universidad, aquél era su rector, y nadie más podía entenderlo. Affenlight levantaba una mano con gesto sombrío, como si fuera a amonestarlos por sus risas, y eso les arrancaba risotadas aún más sonoras.

Desde sus tiempos de estudiante sabía que los profesores más temibles eran siempre quienes obtenían las mayores risas; la menor señal de ligereza, por forzada que fuese, bastaba para desatar espasmos de vertiginoso alivio entre los asistentes. ¡Fijaos, el profesor X también es humano! El propio Affenlight era ahora, y venía siéndolo desde hacía un par de décadas, el receptor de esas risas fáciles. Todo el mundo consideraba que tenía cierta nobleza: lo veían, con razón o sin ella, como el producto acabado de sesenta años de entrega al estudio. No era una mala posición, no mucho peor, quizá, que ser joven.

Al final de cualquier discurso, pasaba brevemente a un elevado tono oratorio. Dejaba caer algún latinajo, daba las gracias a profesores y padres, invocaba la constante búsqueda del entendimiento; le resultaba casi demasiado fácil evocar un sentimiento intenso, pero eso se debía a que pronunciaba con absoluta convicción hasta la última palabra. Los estudiantes se echaban a llorar; lo mismo les ocurriría a algunos padres.

Los estudiantes aún tenían sus errores ante sí, en el futuro; eran contingentes y, por lo tanto, gloriosos. Los suyos quedaban en el pasado. También podían ser gloriosos; al menos no los cambiaría por los de nadie. Lamentaba una única pérdida: los años que se le habían escapado de la vida de Pella, y la sarta de errores que condujeron a una pérdida como ésa era tan gruesa y nudosa que nunca había encontrado ninguno de los extremos, para seguirla en una y otra dirección y desentrañar las causas. Tal vez había sido un padre permisivo y tolerante en exceso, y obligado así a Pella a crecer demasiado deprisa. O quizá nunca había sido tan tolerante como para acomodarse a una chica del talento de su hija. O quizá él la había educado perfectamente, mientras que todos los demás padres del mundo habían cometido lamentables equivocaciones, con lo que Pella, precisamente por su perfecta educación, se había visto obligada a buscar su propio camino.

Esto último era un chiste, y Affenlight sonrió. Lo más probable era que la sarta de errores estuviese perfectamente enrollada y no fuera posible acceder a ninguno de sus extremos. En la vida de una persona no había porqués, y muy pocos cómos. A la postre, en la búsqueda de la sabiduría útil uno sólo podía volver a los conceptos más trillados, como la amabilidad, la tolerancia, la paciencia infinita. Salomón y Lincoln: «Esto también pasará». Por supuesto que sí. O Chéjov: «Nada pasa». Igual de cierto.

Desarrolló estos pensamientos en su cuaderno durante unos momentos; luego dejó el lápiz y se examinó las yemas de los dedos, en las que ahora tenía pequeñas medias lunas de mugre debido el contacto con la mosquitera. Las frases que había anotado eran un poco lúgubres, un poco ambiguas para una ceremonia de graduación, pero podía pulirlas hasta darles forma. El orador invitado, el político de perfil medio, pronunciaría la clásica exhortación de aliento, aconsejando a los estudiantes que utilizaran sus muchas aptitudes y ventajas en bien de todos. Affenlight se ceñiría al humor y la resignación.

El móvil emitió su cantarina melodía. Contango levantó la cabeza con actitud inquisitiva. Affenlight esperó unos segundos antes de contestar, para no delatar demasiada impaciencia.

—Lo hemos conseguido de nuevo —anunció Owen por encima del bullicio de un vestuario—. Ocho a siete.

—¡Caray! —Affenlight se dio una palmada en el muslo—. Increíble.

—Y no sabes ni la mitad. Tendrías que ver los equipos contra los que jugamos. En estas universidades debe de haber asignada una partida enorme para esteroides. Y sus hinchas ejecutan danzas coordinadas.

—Y sin embargo los Arponeros siguen llevándose el gato al agua.

—Bueno, al menos hoy sí. Sal se ha superado a sí mismo en los lanzamientos. Y Adam y Mike han hecho un home run cada uno. Esos dos juegan como posesos.

—Increíble —repitió Affenlight—. ¿Y tú?

—Yo puede que haya aportado un par de sencillos.

—¿Dos?

—Dos —confirmó Owen—. El entrenador me ha puesto tercero en el orden de bateo.

—Increíble —dijo Affenlight por tercera y, decidió, última vez.

A menudo sus conversaciones con Owen le despertaban una elocuencia extraordinaria; en otras ocasiones se quedaba boquiabierto como un estúpido.

—¿Vendrás mañana, pues? ¿Para la final del campeonato?

—Ya tengo reservado el vuelo. No quería decírtelo por si acaso eso era gafe. Sale al amanecer.

—Perfecto. Verás, Guert, nunca me he puesto nervioso antes de un partido. Nunca he entendido siquiera el concepto de nerviosismo antes de un partido. Es decir, ¿qué es lo peor que puede pasar? Puedes ganar o perder. Pero ahora pienso en mañana, la final del campeonato nacional, en directo por la ESPN, y es como… —Bajó la voz como para hacer una confesión vergonzosa—. Quiero ganar.

Affenlight sonrió. Era una alegría oír a Owen, hombre de un distanciamiento y una calma prodigiosos, hacer frente a un sentimiento intenso de cualquier clase.

—¿Has ido a ver a Henry? —preguntó Owen.

—Llamé a la puerta anoche. Y otra vez esta mañana temprano. Parece que nunca está.

—Sí está. Sencillamente no abre la puerta. Tendrás que entrar por sorpresa. ¿No pueden proporcionarte una llave los de Infraestructuras?

Affenlight se llevó la mano al bolsillo y acarició la llave que había pedido cuando Owen estaba en el hospital. La llevaba como un talismán.

—Creo que sí.

—Eres un encanto, Guert. No te importa, ¿verdad?

—Ni mucho menos.

Affenlight colgó. Al otro lado de la ventana, el Patio se hallaba en el intervalo de la tarde entre el final de las clases y la hora punta de la cena. El sol estaba por debajo de los árboles, la luz era de una suavidad cinematográfica. Nadie, que Affenlight supiera, hacía nada a esa hora del día, pese a que muchos de los estudiantes buscaban el rendimiento de manera compulsiva, y las cintas de andar del gimnasio, si no los cubículos de la biblioteca, probablemente estuviesen abarrotados. Las rosas amarillas de la señora McCallister retoñaban, sólo un poco, en el hueco estrecho junto a Scull Hall; sacó su agenda y tomó nota de que debía elogiar su belleza. Alguien llamó a la puerta.