68

Henry estaba en la cocina de Pella, Noelle y Courtney lavando platos, bebiendo la primera taza de una cafetera recién preparada. Tomaba café desde que se había instalado allí. Era por hacer algo. Cuando acabó con los platos —sólo unos cuantos vasos y tazones; Pella comía en el trabajo, y Noelle y Courtney subsistían a base de vino tinto y Red Bull—, echó detergente con lejía en el fregadero y lo limpió con una esponja. Por la ventana, la luz vespertina se atenuaba poco a poco, pero aún se la veía más dorada que de color té. Ésa era la hora frágil del día en que Henry se sentía bien. La hora en que se levantaba de la cama e incluso, si percibía que Noelle y Courtney no estaban en casa, salía de la habitación de Pella.

Escurrió la esponja y la dejó en el fregadero, apoyada contra el lateral. Sólo quedaban unos minutos para que la luz se desvaneciera por completo. Si se hubiera activado más temprano —a las ocho de la mañana, por ejemplo, o incluso a las diez o a las doce—, ese día se habría sentido bien. Sería una buena idea levantarse temprano al día siguiente. «Mañana madrugaré», pensó, y sonrió para sí, porque el café le había sentado bien y porque el día anterior se había prometido lo mismo, y también el anterior y el anterior, de modo que se había convertido en una broma consigo mismo.

Arrancó los restos de jabón naranja coagulado del tapón de la botella de lavavajillas. Cuando Noelle y Courtney estaban en casa, o cuando creía que podían estar en casa, se quedaba en la habitación de Pella, pasando inadvertido, orinando en una botella de Gatorade. Ella no daba muestras de que le importase. No lo de la orina —eso no lo sabía—, sino su presencia en general. Parecía aceptarlo bien. Pensó en La Odisea, que había leído a medias en la clase de la profesora Eglantine. Ulises atrapado en la isla de Calipso, perdiendo el tiempo; pero él no era Ulises, no tenía una Itaca a la que volver, pese a que tenía una barba más oscura y poblada de lo que había previsto, una barba áspera y castaña que después de un mes o dos sería como las que se veían en las estatuas de Ulises, o que de hecho tenía aquella estatua de Melville que contemplaba el mar desde la esquina del Patio Pequeño.

Abrió la despensa por puro aburrimiento. Allí no había gran cosa. Aceite de oliva, sal y pimienta, barritas proteínicas de esas que tomaban las chicas en envoltorios de aluminio de tono pastel. Fideos de cabello de ángel de harina integral enriquecido con proteínas. Cuatro packs de Red Bull Light. Un bote de alubias negras. Antes había dos botes de alubias negras; los primeros días de su estancia allí, cuando aún estaba adaptándose a su escaso apetito, se había comido el otro. También se había comido una barra proteínica. En una ocasión incluso había intentado prepararse los fideos, tarea que le resultó aún más difícil, porque iba corriendo una y otra vez a la ventana del salón para asegurarse de que Courtney y Noelle no aparecían de pronto y lo sorprendían in fraganti. No puso suficiente agua a hervir; además, echó demasiados fideos; después los dejó cocer en exceso. El agua se evaporó en el cazo y la pasta quedó allí transformada en una masa deforme semejante a sesos de animal. Ahora prefería no comer. No porque no comer significase no birlar, no porque no comer significase no cocinar, sino porque sí.

«También debería dejar de beber café», se dijo. Al pensarlo, estuvo a punto de emplear el verbo «renunciar», pero éste inducía a engaño. Parecía tener un significado, un significado que no existía. Cuando uno renunciaba a algo, ¿por qué o por quién lo hacía? Renunciar a algo implicaba que el sacrificio de uno tenía sentido, y Henry sabía que eso no era así. Los días no se acumulaban y se convertían en algo mejor que días, por más buen uso que uno hiciera de ellos. No podía hacer uso de los días. Carecía de un plan. Había dejado de jugar al béisbol y de comer alubias y ahora dejaría de beber café. Así de simple.

Se abrió la puerta de la calle.

Henry se quedó inmóvil, escuchando los latidos de su corazón. En aquella casa él era una rata o una cucaracha: era el dueño cuando estaba solo, vagaba por las habitaciones como un dios-cucaracha, y luego, cuando entraba un ser humano, se escabullía en busca de un rincón seguro. Ahora estaba atrapado. Cogió un cazo que ya había lavado, echó jabón en la esponja y empezó a lavarlo otra vez. Aún era pronto para que volviera Pella, que hacía el turno de la cena, y en caso de ser ella, se alegraría sólo a medias. Siempre lo instaba a salir más durante el día, y él se limitaba a asentir. Nunca sabía qué decirle.

Siguió restregando el cazo limpio, fingiendo no oír los pasos en el salón por encima del ruido del agua, fingiendo no sentir el calor de los ojos de quien estaba en el umbral de la puerta.

—Henry.

Bien podía simular de manera convincente que no había oído a quien le hablaba en tono tan suave.

—Henry.

Bien podía simular, aunque de manera no tan convincente, que no había oído a quien le hablaba en tono no tan suave precisamente.

—¡Henry!

Se volvió, sin cerrar el grifo y con las manos enjabonadas. Pella tenía el cabello recogido y las orejas enrojecidas. Suspiró y dejó su cesto con ropa y el equipo de natación en el suelo de linóleo.

—Tenemos que hablar.

Quizá había dejado la botella de Gatorade llena de orina debajo de la cama. Había procurado ser cuidadoso con eso, había intentado acordarse de vaciar las botellas en el váter y enjuagarlas a diario, pero parte de él, la parte más auténtica, no deseaba acordarse, quería conservar la orina para siempre, y tal vez había dejado que esa parte se impusiese. Era la única verdadera libertad de que disponía: despertarse a media mañana con la vejiga llena de agua y café y soltar un largo y transparente chorro en la botella, sin tener que salir del dormitorio y recorrer el pasillo temiendo que el baño estuviera ocupado o que alguien llamase a la puerta mientras él orinaba y se molestase porque aquél no era su cuarto de baño.

Era la libertad de un niño de tres años, sí, se daba cuenta. Como orinar en el lago aquellas tardes de agosto cuando Schwartz lo obligaba a trabajar como un perro y él se alejaba a nado y se volvía de espaldas para contemplar el parpadeo de las luces en la orilla de Westish. No le daba la gana enjuagar la botella de Gatorade, ¿vale? Quería una colección permanente con todos sus meados y su mierda, aunque tampoco cagaba, ahora que había dejado de comer.

—Claro —contestó. Las burbujas se escurrieron por el dorso de sus manos—. Hablemos.

—Bien. —Pella señaló la mesa de formica rodeada de tres sillas a juego—. Siéntate.

Henry lo hizo. Pella cogió un tazón del armario y se sirvió café. Se sentó a la mesa y rodeó el tazón con las manos. Tenía la cara más delgada que cuando Henry la conoció, más delgada pero más saludable. Pensó en pedirle que se casara con él. La idea se le ocurrió de pronto, a modo de posible opción, igual que a veces, cuando acercaba el rostro al de Owen, se preguntaba qué pasaría si se besaban.

—Henry, ¿qué haces aquí? Y no me digas que estás lavando los platos.

Él miró el fregadero, la esponja, el grifo que goteaba.

—Me gusta estar aquí.

—No, no te gusta —repuso Pella—. Pero ésa no es la cuestión. Ya hemos hablado de esto, ¿recuerdas? Estuvimos de acuerdo en que no podías pasarte el día entero aquí de brazos cruzados. Vas a conseguir que nos echen. Y entonces, ¿adónde iremos?

Henry asintió con la cabeza.

—¿Por qué contestas que sí? —Pella levantó la voz—. No es una pregunta que requiera un sí o un no.

Henry dejó de asentir. Ella fijó la mirada en su café.

—Lo siento —prosiguió—, lo que quería decirte era que hoy he hablado con Spirodocus, el jefe de cocina, y me ha dicho que estaría encantado si quisieras volver a trabajar allí. Ya sabes lo bien que le caes. Y ya sabes que en esta época del año, con eso del buen tiempo y los exámenes finales, todo el mundo deja el empleo.

Henry la miró.

—Ni siquiera ha sido idea mía. Lo ha planteado Spirodocus.

Él negó con la cabeza.

—No puedo.

—Sé que no quieres encontrarte con nadie. Pero eso podría evitarse. Estaríamos en el mismo turno. Yo me ocuparía del bufet de ensaladas y los surtidores de zumo y todo lo que hay fuera en el comedor. Tú podrías quedarte en la cocina y lavar los platos. Harías un poco de ejercicio. Ganarías un poco de dinero.

—No puedo —repitió Henry—. Todavía no.

—Vale. En ese caso te propongo otra cosa. Escúchame bien, ¿vale? —Metió la mano en el bolsillo de la sudadera y sacó su frasquito de pastillas azul celeste, quitó el tapón y se echó una en la mano.

Henry negó con la cabeza.

—Van bien —dijo Pella—. Quién mejor que yo para saberlo.

—Yo no quiero que me vayan bien.

—No hay nada que temer. No te… no te cambian la personalidad ni nada por estilo. Sigues siendo tú. Eres tú todavía más. —«Dios mío —pensó Pella—, debería salir en un anuncio».

—Algún efecto tendrán.

La cocina empezaba a oscurecerse. Pella se levantó, fue a buscar la cafetera, rellenó las tazas y volvió a sentarse.

Una pastilla era todo lo contrario de lo que él quería. Una pastilla era una respuesta que otros se habían esforzado por encontrar. Él no quería eso. Una pastilla era algo pequeño y potente. Él quería algo enorme y vacío. Había decidido no beber más café y de pronto, así sin más, el olor que despedía el tazón le provocó náuseas. Lo cubrió con una mano, dejando que el vapor se condensara en su palma.

—Di algo. —Pella apoyó la mejilla en la mano y lo miró—. Háblame.

Henry nunca había sido capaz de hablar de verdad con nadie. Para él las palabras representaban un problema, el problema. En cierto modo, las palabras estaban contaminadas o, mejor dicho, el contaminado era él, dañado, incompleto, porque no sabía cómo usar las palabras para decir nada mejor que «hola», «tengo hambre» o «yo no».

Todo lo que le había ocurrido alguna vez se encontraba atrapado en su interior. Todos los sentimientos que había sentido. Sólo en el campo de béisbol había sido capaz de expresarse. Fuera del campo, no existía otro medio aparte de las palabras, a menos que uno fuese artista o músico o mimo, lo que no era su caso. No era que se quisiese morir. No era eso. No era ésa la razón por la que no comía. Tampoco tenía nada que ver con la perfección.

¿Qué podía decirle a Pella, en el supuesto de que se propusiera hablarle sinceramente? No lo sabía. Hablar era como lanzar una pelota. No podías planearlo de antemano. Sencillamente tenías que dejarte llevar y ver qué pasaba. Tenías que lanzar palabras sin saber si alguien las atraparía, incluso palabras que sabías que nadie atraparía. Tenías que mandar las palabras a un lugar donde dejaban de ser tuyas. Le gustaba más hablar con una pelota en la mano, cederle la palabra a la pelota. Pero el mundo, el mundo ajeno al béisbol, el mundo del amor y el sexo y el trabajo y los amigos se componía de palabras.

Pella bebía su café, observándolo, esperando. Era imposible predecir cómo sería ella al cabo de tres o trece o treinta y tres años. A lo mejor le salía un tercer ojo o, de la noche a la mañana, ese peculiar tono purpúreo de su pelo se volvía blanco como el papel. Lo más probable era que a medida que pasasen los años su belleza fuese aún más extraña, aunque resultaba imposible, al menos para él, predecir el camino que esa belleza seguiría. Lo cual la diferenciaba de todas las chicas de Westish, de todas las chicas que conocía. No era que quisiese a Pella. No la quería. Pero podía imaginar que alguien la quisiera. Y ese alguien era Schwartzy. Eran casi perfectos el uno para el otro. Si en los tiempos anteriores a su llegada al campus, él, Henry, hubiese sido capaz de representarse cómo serían las mujeres de Westish —las mil doscientas chicas con las que Mike Schwartz podía salir—, se habría representado a mil doscientas Pellas Affenlight.

Pero si Pella y Schwartz constituían un todo perfecto, como el yin y el yang en el pijama preferido de Owen, o las dos mitades del recubrimiento de una pelota de béisbol, dos piezas de cuero cosidas con el hilo rojo del amor formando el símbolo de infinito, no había cabida para Henry. Si eras un chico y querías a una chica, podíais hacer planes juntos. Y si eras un chico y querías a un chico —pensó en Owen y Jason Gomes en los escalones de Birk Hall, con las cabezas juntas, compartiendo un porro; no disponía de una imagen comparable de Owen y Affenlight a la que recurrir—, también podíais hacer planes juntos. Tendríais el mundo en contra; os amenazaría e insultaría, pero al final lo comprendería. El mundo poseía palabras para lo que estabais haciendo. Pero si eras Henry y necesitabas a Mike, sencillamente la habías cagado. Para eso no existían palabras, ninguna ceremonia que te garantizase el futuro. Cada día era exactamente eso: un día, una nada, un vacío en el que tenías que inventarte a ti mismo y tu amistad a partir de cero. El peso de todo lo que habías hecho en la vida era nulo. Todo podía desvanecerse, así sin más. Así sin más.

—Me he dicho a mí misma —continuó Pella en voz baja— que si te negabas a volver al trabajo, y si te negabas a probar las pastillas y no accedías a ver a alguien, te echaría de aquí.

Henry asintió y se miró el dorso de la mano con que contenía el olor del café.

—Y no vas a hacer ninguna de esas cosas. ¿Me equivoco?

Henry apartó la mano y observó la superficie trémula del café. Pensó: «No voy a beber más café». Era demasiado oscuro, demasiado sucio. Se parecía demasiado a la comida. La idea de no tomar más café ni comida le proporcionó una felicidad momentánea. Quería seguir esa felicidad allí donde lo llevase: lo quería y lo haría. Era un viaje que iba a emprender. O que ya había emprendido: ¿cuántos días hacía que no comía nada más que una cucharada de sopa? Y cada día, cada hora, cada minuto, alargaba el viaje. Sabía qué pasaría si comía: su cuerpo devolvería la comida, la mearía y la sudaría y la cagaría, amontonaría pequeños segmentos de proteínas en los hombros para parecerse al tipo del tarro de SuperBoost. Sabía cómo participar en todo ese ciclo. Pero no comer era algo nuevo. Nuevo e ideal para él, y eso no podía contárselo a Pella. No lo entendería.

—¿Me equivoco? —repitió ella.

Henry negó con la cabeza.

—No puedo.

—Vale.

Él la observó mientras ella se armaba de valor. Lamentaba obligarla a hacer una cosa así.

—Vale —repitió Pella—. Pues entonces será mejor que te vayas, creo.

Henry apartó la silla y se levantó. Le flaqueaban un poco las rodillas, no de una manera desagradable: se sentía suelto y ligero, como un globo de feria. Cuando regresó a su antigua habitación, Owen no estaba.