67

Ya entrada la noche, cuando el equipo volvió de Chute, Owen fue a casa de Affenlight. Y mientras hacían el amor, y después, mientras yacían juntos en la oscuridad, Affenlight aguzaba el oído, atento por si llegaba Pella. Era poco probable que se presentase sin previo aviso, después de haber hecho tanto hincapié en que quería estar unas semanas sola, y ahora, pasadas las doce de la noche, esa probabilidad era mínima. Y aun cuando ella se presentara, no irrumpiría en la habitación a oscuras. Sin embargo… Cada voz que llegaba flotando desde el Patio Pequeño captaba toda su atención. Cada sonido nocturno normal y corriente producido por el apartamento —el crujido de la escarcha en el frigorífico, los gemidos de las paredes y los suelos, el correteo del ratón que Affenlight nunca había visto, pero cuya existencia conocía— le hacía contener la respiración un segundo. La contenía muy a menudo: eran muchos los sonidos.

—¿Estás bien? —preguntó Owen—. Pareces tenso.

—Estoy perfectamente.

Más que nada, se sentía culpable. Culpable respecto a Pella por tener a Owen allí; culpable respecto a Owen por lo ausente que estaba, dispersa su atención como el polen en el Patio.

—Háblame de la casa.

Ahora que ya no estaba en aquella casa, hundido hasta las rodillas en las pertenencias de los Bremen, distraído por las grandes dotes de Sandy como vendedora, rodeado, a la vez que atónito, por los más superfluos detalles de sus vidas, la casa en sí había empezado a cobrar forma en la mente de Affenlight. Empezó a hablarle de ella a Owen, al principio de manera entrecortada, pero cuando entró en calor, comenzó a recordar y describir la forma de las habitaciones, el tamaño de las ventanas, el olor a madera acuchillada del antiguo y desigual suelo de cedro de la cocina. Al cabo de un momento, verbalmente arrancaba ya moquetas, pintaba las habitaciones, convertía la leonera de los Bremen en una biblioteca como es debido, con estanterías hechas a medida. Por sus dimensiones, el jardín trasero incluso permitiría construir, al fondo del terreno, con vistas al lago, un pequeño anexo donde escribir; quizá eso fuese un derroche, dado que la casa ya era bastante grande, pero también podría ser divertido, y esclarecedor, tener un reducto espartano allí atrás, un lugar sin comodidades ni nada que lo distrajera, donde sentarse y escribir. Quizá —le costaba creer que estuviese expresándolo en voz alta— incluso se sentiría impulsado a resucitar la novela que había empezado hacía mucho tiempo, La noche de las pocas grandes estrellas, cuyas 153 páginas seguían en algún cajón. O mejor aún, podría empezar algo nuevo: de nada servía perseguir los sueños de antaño. Pero estaría bien disponer de ese anexo, abrigarse y avivar el fuego de una pequeña estufa y contemplar el lago y escribir. Y si algún visitante con sus propios proyectos literarios —y en este punto dirigió una mirada a Owen— podía usarlo… bueno, razón de más.

—Hablas como si quisieras comprarla.

Affenlight vaciló.

—Así es.

Dirigió una mirada de inquietud a Owen. Se sintió como si hubiese propuesto la ruptura, pese a que éste parecía del todo indiferente, y en el fondo Affenlight sabía que era tan capaz de romper con Owen como de cortarse la pierna con su abrecartas; sólo lo haría si estuviera en juego la vida de Pella, pero probablemente no si lo estuviese la suya.

—Me parece una idea excelente —dijo Owen.

—¿Ah, sí?

—Desde luego. Este apartamento, como señaló mi madre, es un poco deprimente. Creo que sería bueno para ti disponer de más espacio donde moverte. Un espacio más luminoso, y que sea verdaderamente tuyo. Y a Pella también le gustaría. Sobre todo si dejas que ella lo decore.

—¿Y qué pasa con nosotros? —preguntó Affenlight, subrayando el «nosotros».

—¿Qué pasa con nosotros? —repuso Owen, subrayando el «con».

—Quiero decir que… tú te marchas.

—Eso no significa que no debas comprar una casa. A menos que quieras que te disuada. ¿Es eso lo que debo hacer?

—Sí, por favor.

Affenlight se tendió de costado, descansando una cadera sobre el muslo de Owen y una mejilla sobre su hombro. Era una postura típicamente femenina, o lo había sido a lo largo de sus cuarenta años compartiendo camas —el hombre de espaldas con las manos detrás de la cabeza, la mujer acurrucada contra él—, y sin embargo ahora la adoptaba con toda naturalidad. Con la mano libre, acarició el vientre de Owen, que a su vez parecía casi femenino, no musculado, sino terso, con la tersura fuerte e invulnerable de la juventud. Seguía en estado de alerta, pero ahora el Patio se había sumido en el silencio. Era demasiado tarde para que los estudiantes salieran a los bares y demasiado temprano para que volvieran a casa.

Owen adoptó su tono magistral.

—Eso es muy fácil, Guert. Lo que tú llamas tan alegremente una casa, se definiría mejor como desastre ecológico. ¿Cuántos barriles de petróleo se necesitan para calentar una vivienda grande y vieja como ésa a lo largo de un invierno crudo? Aunque la verdad es que ya no tenemos inviernos crudos. Y eso sólo para mantener calientes un par de cuerpos.

Affenlight no pudo evitar preguntarse a qué par de cuerpos se refería. ¿Dos Affenlight? ¿Un Affenlight y un Dunne?

—«He oído que la gente rígida pierde parte de su rigidez bajo techos altos y en salas espaciosas» —dijo, citando La conducta de la vida, de Emerson.

—Yo no te definiría precisamente como una persona «rígida». —Owen le deslizó una mano entre las piernas y jugueteó con él suavemente—. Al menos en este preciso momento.

—Hace un momento que hemos acabado —protestó Affenlight, a quien no le gustaba oír ninguna mención de sí mismo, ni siquiera en broma, en relación con ese particular mal de la vejez, aunque, de hecho, con la caricia de Owen ya empezaba a notar que se le endurecía de nuevo.

—Los diarios de Thoreau —dijo Owen—. «Cuando un filósofo busca techos altos, sale al aire libre». No compra un caserón que requiere una cantidad descomunal de recursos menguantes para calentarlo en invierno. Por no hablar del aire acondicionado para enfriarlo en verano. Ya puestos, ¿por qué no compras, sencillamente, una de esas mansiones de nuevo rico al lado de la autopista, con helipuerto y todo? ¿Crees que tienes vía libre porque la casa es vieja y bonita? Las cosas no son así, Guert. El derroche es el derroche, el exceso es el exceso. Tu buen gusto no cuenta. Si existe una vida después de la muerte, algo en plan club privado y exclusivo, san Pedro no estará en la puerta haciendo preguntas. Tendrás que cargar tú con todo el carbón y el petróleo que hayas quemado a lo largo de tu vida, que se haya quemado por ti, y sólo podrás entrar si cabe por la puerta. Y no es una puerta grande. Es como el ojo de una aguja. Eso es lo que constituye la ética en estos tiempos, no quién ha follado o ha sido follado por quién.

»Tal vez estés mejor aquí, Guert. Esto se acomoda a tus inclinaciones espartanas, que yo admiro. Eres una de esas raras almas sin apenas agobios.

—Caray, O —dijo Affenlight en tono sombrío—. No era necesario que lo hicieses tan bien.

—Lo siento. —Owen le soltó el pene medio erecto y lo besó en la frente—. Pero es que con estas cosas me embalo.

A veces temía que los coqueteos de Owen sólo constituyeran una manera de acceder a su oído para susurrarle iniciativas ecologistas dirigidas al campus. Pero acaso eso fuera una idea reduccionista, si no declaradamente paranoica, y en cualquier caso se trataba de cosas dignas de plantearse. Las universidades a las que él había estado vinculado —Westish a finales de los sesenta y en la actualidad, Harvard en los ochenta y noventa— eran lugares donde la ecología tenía una presencia discreta, tanto en el plano académico como en el público, y su trabajo había apuntado en otras direcciones, hacia la identidad política y social, la condición masculina mezclada con sexo y un poco de Marx. Pero él era campesino de nacimiento, biólogo por titulación, hippie por año de nacimiento y estudioso diligente de Emerson y Thoreau, por lo que le resultaba fácil asimilar el interés creciente e insistente de Owen por la ecología. Quizá él fuese una persona voluble en cuanto a inquietudes intelectuales —humanista cuando el humanismo estaba de moda, ahora centrado en cuestiones más importantes—, pero desde luego más valía cambiar de tendencia tarde que nunca.

—Y ahora que lo pienso —añadió Owen—, todo este edificio funciona con un solo termostato, ¿no?

—Sí.

—De modo que cada noche, y todo el fin de semana, cuando abajo no hay nadie, el edificio entero se calienta sólo para ti. Y para mí, a veces. Lo que es un derroche tremendo, teniendo en cuenta el pésimo aislamiento térmico que hay aquí y lo vieja que debe de ser la caldera. Saldría más a cuenta que vivieras en la casa.

—Ya, pero probablemente aquí dejarían la calefacción encendida a todas horas.

—¿Quiénes? Es tu universidad.

No era tan sencillo, pero el principio era inapelable. Owen, entusiasmado, empezó a urdir planes para convertir Westish en una universidad más verde, y para instalar placas solares en la nueva casa de Affenlight. A éste le encantaba cuando se dejaba llevar por el entusiasmo, incluso le encantaban sus planes, pero el pensamiento se le iba una y otra vez. Se le iba hacia Pella. Quería comprar la casa para ella, con la esperanza de que se quedara a su lado durante cuatro años. O tres; tal vez ella prefiriera licenciarse en tres. Y luego podría pasar al posgrado en Harvard o Yale, o incluso Stanford si quería, aunque a Affenlight le desagradaba la idea de mandarla de vuelta a California, estado al que le guardaba cierto resentimiento a pesar de que Owen era de allí, porque California ya había engullido a su hija y la había retenido durante cuatro años.

No es que el posgrado fuera el único camino respetable en la vida; quizá Pella concibiese otros proyectos. Por lo que a Affenlight se refería, su único plan consistía en no imponerle su voluntad. Ella podía ir de visita a la casa siempre que quisiera, podía ir a cenar, a por una sopa de calabaza. Sus habitaciones estarían en el piso de arriba, si quería utilizarlas; las de él, en el de abajo. Owen tenía razón: aquello era mucho espacio para dos personas, una de las cuales ni siquiera viviría allí, pero ¡las placas solares…! Instalaría placas solares, costaran lo que costasen, aun cuando el análisis costes-beneficios demostrara que no saldrían rentables hasta mucho después de expirar su propia esperanza de vida. Sobreviviría a las previsiones de los actuarios, dejaría a éstos abatidos y avergonzados por su propia inutilidad, permanecería en este maravilloso mundo hasta que sus ingeniosas, responsables y no del todo prohibitivas placas solares hubiesen cumplido la función de mil, de diez mil, barriles de petróleo criminal. Y para entonces Owen y Pella se acercarían ya a la mediana edad, y el calentamiento global —como Owen decía ahora, aunque Affenlight ya sólo lo escuchaba a medias— habría diezmado a un ritmo cada vez mayor las regiones ecuatoriales pobres de la tierra, y el verdadero pozo de mierda geopolítico —como decía ahora Owen, y Affenlight prestó atención, porque rara vez empleaba expresiones soeces— estaría a punto de reventar. Ni siquiera cuando la somnolencia lo vencía y ampliaba la esfera de lo posible para abarcar el material del que se componen los sueños, había forma de incorporar las palabras de Owen a una imagen rosa de cómo sería el mundo después de que él, Affenlight, se hubiese ido, un mundo en el que Pella y Owen, y los hijos que Pella pudiera tener algún día, tendrían que vivir; pero al menos él le dejaría en herencia (y quizá les dejaría a los dos, para que la compartieran de algún modo, porque a saber si al final no acabarían siendo íntimos amigos) una casa blanca y bonita, con placas solares, cerca de un lago en el norte de Wisconsin, y cuando los veranos se estropeasen y las costas se inundaran y los monocultivos fallaran y los poderes fácticos entrasen en conflicto y sucumbieran al pánico, como ahora Owen describía, con temible lujo de detalle con su sonora voz de caramelo fundido, el noreste de Wisconsin probablemente no fuese el peor lugar donde estar.