66

El alcohol estaba prohibido en el vestuario por decreto de la NCAA, pero Schwartz había llevado tres cajas de champán compradas con lo que le quedaba del dinero del entrenador Cox —también había pagado el alquiler de mayo y el cargo de la Visa— y, con la ayuda de Carne, las había metido disimuladamente en una taquilla vacía del estadio de Chute, cubriéndolas con bolsas de hielo. Cuando los Arponeros regresaron al vestuario después de recoger el trofeo, abrazar a sus familias, posar para las fotos y cansarse de dar brincos, el hielo se había fundido y se filtraba por las rendijas de la taquilla, formando un charco enorme en el elegante ajedrezado suelo azul marino y oro. Carne abrió la taquilla y al cabo de un momento celebraban la victoria como tantas veces habían visto en televisión, bailando sin más ropa que los calzoncillos, al son del hip-hop en español que sonaba a todo volumen en el radiocasete que Izzy siempre llevaba en sus desplazamientos por carretera. Sólo faltaban las cámaras.

Schwartz bebió un largo trago de la botella que había reservado para sí, pues no pensaba malgastar el champán rociando a quienes lo rodeaban, y buscó a Owen, que bailoteaba en un banco del vestuario con la gorra de los Arponeros torcida y arrugada, como recién salido de los barrios bajos. Interrumpió sus giros para chocar los cinco con Schwartz.

—Llevo la gorra ladeada —dijo.

—Te queda bien. —Schwartz se inclinó para hacerse oír por encima de la música sin levantar la voz—. Oye, Buda ¿después de la operación te dieron algo?

Owen asintió.

—Percocet.

Schwartz bebió otro trago.

—Ya.

Owen metió la mano en la taquilla y sacó de su bolsa un cilindro translúcido de color naranja.

—Esto es lo que me queda.

Le entregó el bote a Schwartz y le cerró los dedos en torno a él, como un abuelo repartiendo billetes de dólar o cantidades no autorizadas de caramelos.

Schwartz no agitó el bote para no mostrarse demasiado ansioso, pero lo sopesó, comprobando con desánimo su escaso contenido.

—Gracias, Buda.

—A la orden, mi capitán.

Schwartz se retiró a un cubículo de los lavabos para estar solo un momento y engulló dos de las tres cápsulas, reservando una para más adelante, pero le pareció una tontería dejar así a aquella pobre pastillita solitaria, como una especie de recuerdo, y se la tragó también. De todos modos, tres Percocet no iban a servirle de nada.

Incluso en las mejores circunstancias, el placer de momentos como ése siempre era parcial, amortiguado, limitado; ya estaba pensando en el siguiente partido y en cómo hacer para no perderlo. Era la mentalidad de un entrenador, la mentalidad de un organizador del juego, y también su mentalidad. La vigilancia permanente, porque el desastre siempre acechaba. Lo mejor que podía esperar era un instante de paz antes de volver a planificar otra vez, cuando sus músculos se distendían y él pensaba: «Bien, estupendo, lo hemos conseguido».

Aquel día, sin embargo, no pudo permitirse ni siquiera eso. Aquel día no disfrutó más que de un empalagoso colocón de champán y Percocet, y la idea de que le quedaban al menos dos partidos —porque los nacionales eran a doble eliminación— antes de tener que enfrentarse a su malgastada vida. Si Henry hubiese estado allí, su alegría habría sido absoluta, su delirante bailoteo habría dejado en ridículo al de Buda, pero Henry no estaba. No había superado esa última barrera, su miedo al éxito, tras la cual el mundo entero se abría ante él. Schwartz nunca podría vivir en un mundo tan abierto. El suyo siempre estaría condicionado por el hecho de que su entendimiento y su ambición sobrepasaban su talento. Nunca sería tan bueno como quería ser, ni en béisbol, ni en fútbol, ni en griego, ni en los exámenes de acceso a la universidad. Y además, nunca sería tan bueno como deseaba ser. Nunca encontraría nada dentro de él que fuese de verdad bueno y puro, que no tuviese un doble filo, que no pudiera convertirse fácilmente en lo contrario. Había intentado encontrar eso y había fracasado, y seguiría intentándolo y fracasando, o dejaría de intentarlo, y continuaría fracasando. No poseía ninguna destreza que pudiese considerar propia. Sabía motivar a los demás, manipularlos, obligarlos a moverse; ésa era su única aptitud. Era como un dios griego menor del que uno nunca había oído hablar, que veía a través del esplendor de la armadura y dentro de la insignificante complejidad del alma de cada soldado. Y al final era incapaz de conseguir nada semejante a su visión. Entonces intervenían los dioses arbitrarios y superiores.

Cuando más se había acercado a eso fue en su trabajo con Henry, porque éste sólo sabía una cosa, sólo quería una cosa, y su determinación lo volvía puro, los volvía puros a ambos. Pero Henry había intentado derrotarse a sí mismo, se había incluido en la ecuación, había empezado a preocuparse por ser perfecto en lugar de limitarse a ser el mejor parador en corto de la historia, y ahora no era mejor que Schwartz. Era igual que Schwartz, un fracasado que había malgastado su vida.

—¡Schwartzy! —exclamó Rick—. ¡Mueve el culo y ven aquí!

«Henry», pensó Schwartz, apartándose del lavamanos sobre el que estaba encorvado, contemplando su rostro, hundido pero afeitado, en el espejo entre manchas de dentífrico seco y escupitajos. «Ha venido Henry». Volvió al vestuario, empuñando aún la botella de champán vacía. Los Arponeros habían formado un corro en el centro del vestuario, desnudos y chorreando champán, abrazados. Rick y Owen se apartaron para dejarle sitio a Schwartz, y el círculo entero se amplió para dar cabida a su corpulento cuerpo. Henry no estaba allí. Los demás juntaron las sienes y se balancearon adelante y atrás como chicos de secundaria en su baile de fin de ciclo, entonando el himno del colegio a voz en cuello.