La reunión de Affenlight con el consejo de administración se alargó, y el viaje en coche, incluso a una velocidad peligrosa, se prolongó más de dos horas, de modo que no llegó al estadio de Grand Chute hasta la primera mitad de la octava entrada. En el puesto de bebidas no vendían cerveza, y él se moría por una. Compró dos perritos calientes, echó mostaza y aliño, y luego encontró un asiento vacío —no una porción de grada de superficie acanalada, sino un auténtico asiento abatible— justo detrás de la meta. Los colores de los Titanes de la Universidad de Wisconsin-Chute eran azul marino y dorado, destacando el azul, de modo que cuando Affenlight miró directamente al campo y entornó los ojos, el mar de gente que llenaba su visión periférica podía haberse confundido con seguidores de Westish.
Los Arponeros perdían por la muy respetable diferencia de 3 a 0. Habían jugado admirablemente para llegar hasta ese punto, a ese partido del campeonato regional, ganando tres de los primeros cuatro partidos en el torneo de doble eliminación y superando así con creces las expectativas de todos los interesados, en especial sus adversarios, que habían previsto aplastarlos. Con todo, como Owen le había dicho a Affenlight por teléfono esa mañana, el sueño de ganar ese partido era, probablemente, un desatino. La Universidad de Wisconsin-Chute estaba a otro nivel, ya que se trataba de una universidad estatal con quince mil alumnos matriculados y una extraordinaria inversión de orgullo y dinero en su programa de béisbol, como ponía de manifiesto su estadio, exuberante y de aspecto profesional, apto para acoger un torneo regional. Por no hablar, añadió Owen, de que para ellos, en esencia, aquello era un partido en casa.
—Excusas, excusas —dijo Affenlight, medio en broma.
—Bueno, igualmente iremos a por todas —respondió Owen—. Mike no permitiría otra cosa. El verdadero problema está en los lanzamientos. Nunca hemos jugado tantos partidos en tan pocos días. ¿Recuerdas la vieja frase: «Spahn y Sain y luego más vale que llueva»? Pues para nosotros es «Starblind y Phlox y luego más vale que llueva».
—Muchas bases por bolas.
—Sí, pobre entrenador Cox. No sé cuánto tiempo aguantaremos. Adam ya ha salido como lanzador en dos partidos completos. Va por ahí con esa mirada enloquecida, como diciendo «puedo hacer cualquier cosa», pero ya no sé si es capaz de levantar la mano por encima del hombro.
Pese a que esa temporada había asistido a muchos partidos, en rigor Affenlight aún no había visto jugar a Owen. Ahora, mientras se acomodaba en su asiento, aquella hermosa criatura se disponía a colocarse en el cajón del bateador zurdo, con una mascarilla de plástico transparente acoplada al casco para protegerse la mejilla herida. Owen se había quejado con vehemencia de ese artilugio, que consideraba poco favorecedor y un obstáculo potencial para su rendimiento, pero el entrenador Cox —buen hombre como era— había hecho oídos sordos.
Así como ciertos bateadores se movían y pateaban en el suelo mientras aguardaban el lanzamiento, blandiendo el bate en la zona de strike, Owen exudaba una serenidad displicente. Podría haber estado en el Patio, manteniendo una conversación después de una clase, con un paraguas en la mano para protegerse de una llovizna primaveral. El primer lanzamiento pasó como una exhalación por el ángulo interior, a unos centímetros de su cadera, y golpeó el guante del receptor con un sonido percusivo más potente que cualquiera de los impactos que Affenlight había oído en el campo de Westish, más incluso que cuando lanzaba Adam Starblind. Dio un respingo por miedo a la seguridad de Owen, dejando marcados los dedos en el panecillo del perrito caliente; Owen se limitó a volverse para ver pasar la bola y ladeó la cabeza en desacuerdo contemplativo cuando el árbitro lo consideró strike.
El segundo lanzamiento fue igual de rápido, pero más hacia el centro. Owen, después de esperar un tiempo que pareció excesivo, bajó las manos y bateó. Era un hecho sabido en el mundo del béisbol —que Affenlight recordaba vagamente de su infancia, cuando era un seguidor no muy entusiasta de los Braves— que los bateadores zurdos tienen un balanceo más elegante que los diestros, un balanceo largo y sin esfuerzo que surca la zona de strike y recibe con suavidad los lanzamientos más severos. Affenlight no entendía por qué eso era así, a no ser que los lados derecho e izquierdo del cuerpo poseyeran cualidades inherentemente distintas, algo relacionado con los hemisferios del cerebro, pero el balanceo lánguido y elíptico de Owen no contradecía la hipótesis.
La bola trazó un globo por encima de la cabeza del tercera base y fue a caer de pleno en la línea del campo izquierdo, levantando una nube de yeso. Bola buena. El público local dejó escapar un suspiro angustiado que no parecía en consonancia con un sencillo, estando las bases vacías, en un partido donde ellos ya llevaban anotadas tres carreras. Cuando Owen corrió con zancadas largas y elegantes hasta la primera base, se levantaron casi al unísono y empezaron a aplaudir. Affenlight consideró una actitud muy magnánima por parte del público ovacionar tan fervientemente a un adversario; Owen inspiraba de algún modo esa clase de comportamiento en la gente.
Él también se levantó para aplaudir, pero fue el lanzador quien, a medida que el clamor aumentaba, se tocó tímidamente la visera de la gorra. Affenlight, desconcertado, pidió explicaciones a la mujer sentada a su lado, que vestía una sudadera dorada y azul marino con el rótulo CHUTE LETAL en la pechera.
—Menuda potra tiene ése —dijo ella, señalando a Owen—, acaba de poner fin a la racha de lanzamientos no devueltos de Trevor.
En el marcador electrónico del centro del campo, el 0 en la columna de sencillos de Westish pasó a 1. Affenlight se lo reprochó a sí mismo; un auténtico seguidor se habría dado cuenta de eso de inmediato. Volvió a hacerse otro reproche: acababa de mancharse de mostaza la corbata de los Arponeros. Por más que tuviera otras tres docenas en casa.
—No sé —dijo—. A mí me ha parecido una jugada bastante hábil.
La mujer soltó una risita.
—Seguro que tenía los ojos cerrados.
El siguiente bateador, Adam Starblind, se adjudicó una base por bolas.
—Su lanzador parece un poco nervioso —observó Affenlight.
—¿Trevor? Por favor. Estos chicos ricos de colegio privado no le llegan a las suelas de los zapatos.
Affenlight quiso señalar que varios Arponeros procedían de circunstancias en extremo modestas e incluso apuradas, y que el equipo no tenía unas instalaciones de béisbol ni remotamente tan lujosas —¿cómo demonios podía permitirse eso una universidad pública?—, pero no sería fácil presentar argumentos a su favor vistiendo su mejor traje italiano y, en todo caso, el partido había llegado a un punto crítico, con dos corredores en las bases y el empate al alcance de la mano. El bateador era el jugador que había sustituido a Henry Skrimshander como parador en corto en los Arponeros; Affenlight se enorgullecía de conocer los nombres de los estudiantes, pero los de primero se le escapaban. El hispano que no era Henry, comoquiera que se llamase, se santiguó rápidamente varias veces al entrar en el cajón del bateador. Recibió un strike, y luego otro. Animosamente, bateó dos fouls, luego devolvió una bola rasante que el segunda base sólo rozó con las puntas de los dedos. Todas las bases llenas.
—¡Ca… si! —exclamó Affenlight con lo que representaba un júbilo desdeñoso. Se arrepintió enseguida. ¿Y si el segunda base del equipo rival era el hijo de aquella mujer? En todo caso era hijo de alguien—. ¿Tiene algún hijo en el equipo? —preguntó, intentando expiar sus culpas, pero la mujer lo hizo callar y señaló al campo.
Mike Schwartz, el amante cornudo de su hija, se encaminaba hacia la meta.
El receptor pidió tiempo y trotó en dirección al diamante para tranquilizar a Trevor, que, hecho una furia, estaba hablando solo detrás del montículo del lanzador. Affenlight concentró su atención en el adorable Owen, que, con los pies firmemente plantados en la pequeña isla de la tercera base, se llevó la mano al bolsillo trasero del uniforme y sacó un paquete de caramelos de menta. Le ofreció uno a Cox, quien lo rechazó sin descruzar los brazos, y luego al tercera base, que hizo un gesto de indiferencia y tendió la mano.
En el cajón del bateador, Mike Schwartz, en comparación con Owen —o, de hecho, con cualquiera—, que parecía gruñir hiperactivo, como un toro refrenado a duras penas. Echó un pie atrás y escarbó en la tierra hasta asentarlo a su gusto; hizo girar las caderas, afianzando más firmemente en el suelo su postura con las rodillas trabadas; balanceaba los hombros a la vez que realizaba movimientos bruscos y convulsos con los puños y la punta del bate se agitaba en el aire. Se arrimó mucho a la meta, eclipsándola con su mole, retando al lanzador a encontrar un hueco por donde pasar la bola. Affenlight no sabía si toda esa amenaza cinética le salía a Schwartz de manera natural o si se trataba de una interpretación para intimidar; probablemente, cualquiera de las dos cosas fuese falsa. Sólo en el instante del lanzamiento se quedó inmóvil, y acto seguido el balanceo se convirtió en algo compacto y peligroso, y el lanzamiento —alto y rápido, quizá a una velocidad superior a 150 km/h— rebotó en el bate con un ping sonoro y puro de aluminio. Affenlight se levantó de un salto y alzó el puño. La pelota cayó entre los altos abetos situados más allá de la tapia del campo izquierdo, y los cuatro Arponeros —Owen, Starblind, el que no era Henry y Schwartz— pisaron jubilosamente la meta por turnos. 4 a 3 para los Arponeros.
Adam Starblind, que había jugado en el centro del campo, salió a lanzar en las dos últimas entradas. Los Titanes consiguieron situar a un corredor aislado en la tercera base durante la octava entrada; en la novena, el que no era Henry y Ajay, el hijo del profesor Guladni, realizaron un magnífico doble play que puso fin al partido. Affenlight enfiló entre las gradas hacia Duane Jenkins, el director deportivo de Westish, que estaba detrás de la caseta de los Arponeros filmando la celebración con su móvil.
—Las competiciones nacionales —dijo Duane con una amplia sonrisa—. Carolina del Sur. ¿Te lo puedes creer?
—Ahora sí. —Affenlight le tendió la mano—. Enhorabuena, Duane. Para esto ha habido que trabajar de firme.
—Me gustaría atribuirme el mérito, pero todos sabemos a quién hay que dar las gracias. —Duane señaló con la cabeza en dirección al campo, donde Mike Schwartz había conseguido, a saber cómo, una silla plegable y permanecía sentado en silencio, desabrochándose las hebillas de las espinilleras mientras sus compañeros de equipo danzaban en torno a Adam Starblind, que sostenía en alto el enorme trofeo de similor.
Affenlight rodeó con el brazo los hombros caídos de Duane.
—Precisamente de eso quería hablarte.