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Pella se despertó en el negro zumbido de las horas previas al amanecer. De inmediato tendió la mano hacia el despertador antes de que pudiese completar uno solo de sus chirriantes pitidos, para que no despertase a Henry. La camiseta, los calcetines, el pantalón de chándal, la ropa que él había usado a diario desde que ella —desde que los dos— se había instalado allí, formaban un montón en la alfombra, a un lado de la cama. Lo cogió todo y lo bajó al húmedo semisótano, lo metió en la vieja lavadora y añadió media medida del detergente de una de sus compañeras de casa. Se lavó los dientes, salió sigilosamente por la puerta y, como de costumbre, dio un rodeo para no pasar por la calle de Mike. Cuando fichó, Hero chasqueó la lengua en broma: tres minutos de retraso.

Los estudiantes seguían ensuciando platos y tazones y vasos y cubiertos; los cocineros seguían excediéndose al calentar la comida y quemando el fondo de las cazuelas; los otros lavaplatos seguían despidiéndose, porque era mayo, hacía un tiempo maravilloso y se echaban encima los exámenes. Pella seguía acumulando turnos. Ya no iba a clase. Nunca se sabía con quien podía tropezarse en las aulas o en el Patio, y además necesitaba el dinero que ganaba allí, al amparo de la cocina húmeda y ruidosa. Echaba de menos a la profesora Eglantine, pero no pensaba volver a la clase de Historia Oral para encontrarse con todos aquellos jugadores de béisbol. Ya había comprado los libros para el seminario que impartiría la profesora en otoño. Para entonces, Mike y Owen se habrían ido y los demás se habrían medio olvidado de ella. A saber qué sería de Henry.

Cuando acabó de lavar los platos del desayuno, se fue al CDU con la capucha de la sudadera ceñida en torno a la cabeza igual que un burka. Naturalmente, no impedía que los demás la vieran, pero sí le impedía a ella ver a los demás. Nadó quince largos con su ritmo en lenta mejoría, se duchó y se encaminó hacia el comedor para el turno del mediodía.

A eso de media tarde, ayudó a montar el bufet de ensaladas para la cena. Spirodocus salió de su pequeño despacho, donde había estado enclaustrado, ocupándose del papeleo.

—Hoy —anunció— prepararemos mi plato preferido. Huevos a la benedictina.

Sus primeras clases de cocina habían sido muy elementales: cómo estar de pie sin forzar la espalda; cómo sostener un cuchillo; cómo trinchar, picar, cortar en rodajas, en dados, en juliana. Pella tenía las manos cubiertas de marcas y cortes —no la ayudaba tener todavía hinchado el dedo corazón—, pero sus aptitudes mejoraban día a día. Spirodocus le había dicho que en otoño podría ascender a aprendiz de cocinero, de lo cual se alegraba, porque lavar platos empezaba a ser aburrido.

La salsa holandesa quedó perfecta, cremosa y suave, no demasiado espesa. Pella sirvió en platos el producto acabado y lo repartió entre los empleados del turno de la cena, que respondieron con gestos de aprobación. Quería llevarse un poco a casa para Henry, pero sabía que éste ni siquiera probaría algo tan pesado. De hecho, apenas comía. De modo que llenó una fiambrera de plástico con sopa de la cazuela de barro del bufet y se la guardó en la mochila.

Cuando llegó a casa, Henry estaba sentado en el sofá del salón, con la televisión apagada, el mando a distancia al lado, sin ningún libro ni revista cerca. Pella tocó la parte superior del televisor para ver si estaba caliente; lo estaba. ¿Qué clase de extraño orgullo era ése? Por un lado podía pasarse el día entero de brazos cruzados en una casa ajena, y luego se avergonzaba de que lo sorprendieran viendo la tele.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó animadamente.

—Sólo yo.

—¿Cómo ha ido el día?

—No me quejo.

—Me alegro.

No era la persona adecuada para ofrecer cuidados o apoyo moral a alguien tan deprimido: incurría demasiado en la indulgencia, en la empatía. Estaría mejor con alguien más duro, alguien que nunca hubiese estado deprimido ni supiese qué era eso. Al menos había conseguido sacar la ropa de la lavadora para meterla en la secadora y después ponérsela. Ya era algo.

La cara demacrada y la expresión ausente de Henry le recordaban los días que ella misma había pasado inmovilizada en la cama que compartía con David, a la luz del sol que penetraba por las altas ventanas del loft («Hay en la luz cierto sesgo…»). Malos tiempos, aquéllos.

—¿Quieres comer algo? —preguntó—. He traído sopa.

Henry vaciló, sopesando su aversión a la comida y la leve censura a la que se enfrentaría si la rechazaba.

—Voy a calentarla —añadió Pella, y se encaminó hacia la cocina.

Echó la sopa en un cazo y encendió el fuego. Henry, que la había seguido, se acercó al fregadero y llenó de agua su botella de Gatorade. La llevaba a todas partes, o al menos del dormitorio al cuarto de baño y al salón y a la cocina; ésos eran, que Pella supiese, los únicos sitios a los que iba. Apuró la botella de un solo trago, la rellenó y enroscó el tapón de plástico naranja. El vello se espesaba en su cara y en su cuello. Los hombres y sus barbas.

—Has lavado los platos —observó ella.

—Sí.

—Gracias.

—De nada. —Henry desenroscó el tapón y echó otro trago—. Ha telefoneado tu padre.

—¿Cuándo?

—Mientras yo estaba en clase. Ha dejado un mensaje.

Pella dudó que Henry hubiese ido a clase. De hecho —cayó en la cuenta—, era sábado. Lo que significaba que al día siguiente era domingo y ella no trabajaba. Revolvió con una cuchara la sopa en ebullición y se fue al salón para escuchar los mensajes del contestador.

—Lo he borrado —informó Henry—. Como tú me dijiste.

—Ah. —Era verdad que, días atrás, se lo había pedido. No quería pensar en su padre durante un tiempo, y tampoco que Noelle y Courtney oyeran mensajes pesarosos que pudieran inducirlas a cotillear sobre el rector de su universidad, pero le pareció presuntuoso y quizá incluso cruel por parte de Henry haberlo hecho realmente—. De acuerdo.

—Ha dicho que quiere hablar contigo de algo. Ha dicho que esta noche va a ir al partido de béisbol, pero llevará el móvil.

—Vale. Gracias.

Henry enroscaba y desenroscaba el tapón naranja. Se le había ocurrido algo.

—¿Qué día es hoy?

—Sábado.

—Ah. Vaya. No me digas.

—¿Te sorprende?

Henry se dejó caer en la silla junto a la mesa e hizo girar el tapón.

—El sábado por la noche juegan la final. Han llegado a la final. Podrían llegar a las competiciones nacionales.

Pella no tenía gran cosa que comentar al respecto. Sacó dos boles del escurridor e intentó servir la sopa directamente del cazo sin derramarla. Debía de haber un cucharón en uno de los cajones, pero no sabía en cuál. Le resultaba irritante vivir en un sitio donde nada era suyo, donde a cada paso tenía la sensación de ser una ladrona. Noelle ya estaba molesta por la continua presencia de Henry; no paraba de hacer comentarios con segundas sobre la posibilidad de dividir el alquiler en cuatro. Pella necesitaba hablar con él al respecto, pero podía esperar al día siguiente.

Incluso después de los huevos a la benedictina, Pella se moría de hambre; últimamente comía más, un efecto secundario de tanto trabajo y tanto ejercicio. Era una sopa india con curry. Estaba deliciosa, y habría resultado útil intentar adivinar los ingredientes, pero lo primero que le vino a la cabeza fue que era demasiado pesada y picante para Henry. Y, efectivamente, éste tomó unas cuantas cucharadas y dejó el cubierto al lado del bol. Habría sido preferible algo más suave, como un caldo de pollo con fideos. De todos modos, Pella no podía elegir: la sopa del día era la sopa del día. Allí empezaba a desarrollarse una especie de síndrome de Estocolmo, o lo contrario del síndrome de Estocolmo, según a quién se considerarse cautivo y a quién captor. Ni siquiera podía saborear la sopa pensando en su propio gusto, sino que tenía que imaginársela en la lengua de Henry.

Se acabó la suya. Y luego la de Henry. Dejaron los boles sucios en el fregadero y fueron a la habitación. Pella, de pie a un lado del futón extendido en el suelo, se desvistió y se quedó en ropa interior; Henry hizo lo mismo al otro lado. Ella ya tenía los brazos menos fláccidos de tanto nadar y restregar cazuelas; ahora los trazos de su tatuaje quedaban más nítidos, mejor delineados. Algún día no muy lejano haría las paces con su padre de una vez por todas. Llevaban peleándose media vida, y sin embargo las peleas siempre le parecían aberraciones. Por mal que fueran las cosas entre ellos, Pella siempre podía tender el brazo hacia el pasado y recuperar el momento, por lejano que fuese, en que su relación era tan estrecha como cuando tenía seis o diez años.

Se sentó en su lado del futón, Henry hizo lo propio en el otro. Se colocaron cara a cara entre las sábanas frescas y secas, cada uno con la cabeza en su respectiva almohada. Eran las sábanas y almohadas de la inquilina anterior, que las había dejado en el armario del pasillo; en lugar de comprar unas nuevas, Pella las había lavado dos veces. Formaba parte de su nueva frugalidad. Tendida sobre el costado izquierdo, de cara a Henry, sintió el agradable peso en el colchón de su cuerpo cansado. Sabía que los bostezos contenidos de Henry significaban algo muy distinto de los suyos; eran las señales de una energía enjaulada y reprimida dirigida hacia el interior, que se devoraba a sí misma, y lo compadeció. Eran como niños o inválidos, en la cama a las siete de la tarde. Deslizó la mano hacia la cadera de él, que dio un respingo y luego se relajó.

Esa noche fue distinto, más raro que la primera vez, una especie de rendición al tierno sinsentido de la vida adulta. No iba a permitir que la besara, con aquella barba, ni él lo intentó. Barba aparte, su cuerpo era como el ideal platónico de un cuerpo, una estatua de mármol blanca y suave, aunque ya un poco menos musculosa de lo que ella recordaba. Al igual que una estatua, tampoco olía apenas a nada. Se abrazaban sin estrecharse, con los ojos abiertos, mirándose. Él se corrió en silencio, sin más que un asomo de gemido. La gente pensaba que ser adulto implicaba que todos tus actos tenían consecuencias; de hecho, era todo lo contrario.

Fuera empezaba la noche de un sábado primaveral: los grillos chirriaban, los altavoces atronaban, los chicos de las fraternidades gritaban de un porche a otro. Pella tendió la mano y buscó a tientas su libro en la alfombra. Estaba leyendo a Proust, algo que nunca había hecho. Desde hacía años, tenía la intención de mejorar su francés para leerlo en versión original. Pero a saber cuándo lo conseguiría.

Henry se puso el calzoncillo debajo de la sábana, como parte de su extraña rutina pudorosa, y abandonó la habitación, cerrando la puerta con cuidado al salir. Mientras la invadía el sueño, Pella oyó correr el agua en la bañera. Henry se quedaría allí hasta oír que llegaban Noelle o Courtney, lo cual, esa noche, siendo sábado, no ocurriría antes de seis o siete horas, si es que ocurría.