63

Esa tarde, por segundo día consecutivo, los Arponeros entrenaron con desgana. Incluso el entrenador Cox parecía apático. Schwartz, incapaz de entrenar a causa de las rodillas y harto de quedarse allí mirando, regresó al vestuario para ponerse en remojo. Se encontraba en el jacuzzi cuando entraron sus compañeros. Como la puerta estaba entreabierta, oyó su conversación.

—¿Serán muy buenos, esos equipos? —preguntó uno, probablemente Loondorf—. En comparación con Coshwale.

—Digámoslo así —contestó Rick—: en diez años Coshwale ha ganado la liga… ¿cuántas veces? ¿Ocho?

—Vale.

—Y nunca ha llegado a los nacionales. Siempre se ha impuesto algún equipo de la zona de River Nine, o de WIVA. Pero sobre todo el ganador de River Nine. Ésos son unas bestias.

—¿Cuál es el equipo de River Nine?

—Misuri del Norte.

—Joder. Misuri del Norte.

—En el 2006 lo ganaron todo.

—¿Están en nuestro grupo?

—Creo que sí. Creo que jugaremos contra ellos si derrotamos a McKinnon.

—Mierda. Misuri del Norte. Dicho así…

—Sí.

—Tío, no nos vendría nada mal tener a Henry. Aunque sólo sea para cuando ellos saquen al bateador designado.

—En eso te doy toda la razón.

—En todo caso será una buena experiencia.

—¿Quién sabe? Quizá ganemos a McKinnon. Con Starblind en el montículo. Y ya veremos qué pasa.

—Pero no nos vendría nada mal el bate de Henry.

—Una cosa sí sé: cuando el torneo acabe, vamos a celebrarlo. Pase lo que pase.

Schwartz ya no estaba en el jacuzzi. Había franqueado la puerta, desnudo y chorreando, y se acercaba deprisa, resbalando en el suelo de cemento. Levantó a Rick y lo sostuvo contra las taquillas, retorciendo la tela de su camiseta con las dos manos para sujetarlo más firmemente.

—¿Quieres celebrarlo? —gritó, y su voz sonó menos a una voz que a una aparición salida de algún lugar muy oscuro—. ¿Es eso lo que quieres, joder?

Rick negó con la cabeza. Temblaba un poco y tenía el vientre contraído por el miedo, como si Schwartz pudiera hacerle daño de verdad. No iba descaminado. Aquél no era Schwartz, el joven universitario que se dejaba llevar por la exaltación para producir un efecto mayor. Aquél no era Schwartz en su versión light. Aquél era un Schwartz de gran calibre, el Schwartz de cuya existencia aquellos mariquitas de colegio privado no tenían ni idea. Nadie hizo ademán de intervenir. Nadie movió un solo dedo.

—¡Esto no se acaba el próximo fin de semana! —Schwartz soltó a Rick; ahora se dirigía a todos. Asestó un puñetazo a una taquilla, sin acordarse siquiera de usar el puño izquierdo. Abolló el metal, le sangraron los nudillos—. Cualquiera que piense lo contrario, cualquiera que prefiera jugar del lado de McKinnon, o de Chute, o de Misuri del Norte, ya puede largarse de aquí. Yo pienso ganar el título regional, y luego voy a ganar el campeonato nacional. ¿Y sabéis qué? Vosotros, gilipollas, vais en el mismo carro.

Cox había entrado en el vestuario y los observaba desapasionadamente, con las manos en los bolsillos. En medio de la bruma de su rabia, Schwartz vio una botella de cristal de Snapple en la mano del pequeño Loondorf; la cogió y la lanzó medio metro por encima de la cabeza de Cox, así porque sí. Había sido una gilipollez, pero necesitaba captar la atención por completo. Cox se agachó. La botella estalló contra la sucia pared alicatada entre el reloj y el surtidor de agua. Una lluvia de cristales cayó al suelo.

—¿Queréis celebrarlo? —Schwartz golpeó las taquillas, se golpeó el pecho, golpeó todo aquello lo bastante estúpido como para quedarse cerca de él—. Pues celebraremos el puto campeonato nacional. Ésa es la única celebración que va a hacer nadie en este vestuario. Porque esta vez no vamos a cagarla. Somos los Arponeros de Westish. ¿Oís lo que estoy diciendo? ¿Me oís?

Se desplomó en un banco desportillado. Levantaba y bajaba los hombros como si sollozara, pero sin lágrimas ni ruido. Se sentía patético. Antes, sus arengas y discursos siempre tenían algo de teatralidad, de cálculo. Pero aquello era pura necesidad. Acabada esa temporada, no le quedaba nada. Ni béisbol ni fútbol. Ni fármacos ni piso ni empleo. Ni amigos ni novia. Nada. Y tenía que ser así para todos, del primero al último. No bastaba con que quisieran ganar. Los otros equipos querían ganar, y los otros equipos tenían más talento. Los Arponeros debían sentir, como él, que perder representaría la muerte.