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En el camino de vuelta al campus, Schwartz se dijo que no lo haría. Luego, y a pesar de ello, enfiló la calle Groome al volante del Buick, para ver si era verdad lo que había oído. Aparcó en la acera de enfrente, una casa más adelante, a la sombra de un arce enorme. Las cortinas de la habitación de la parte delantera no estaban echadas. Un televisor emitía un parpadeo azulado, pero, por lo que Schwartz distinguía, no había nadie mirándolo. Apagó el motor. La cortisona lo ayudaba, tenía que reconocerlo. Se sentía fatal, sudaba a mares, el corazón le latía atronadoramente a todas horas, pero al menos así sus rodillas llegarían a los partidos del fin de semana. Se quitó el reloj, sin ninguna razón en particular, y lo prendió por la correa de la parte superior del volante. Pasaron diez minutos. Quince. Si no se marchaba, llegaría tarde al entrenamiento.

En el momento en que desprendía el reloj del volante, alguien apareció en Groome y torció por el camino de acceso del 339. Cabello largo moreno, botas de piel hasta la rodilla, chaquetón Burberry. Era Noelle Pierson. Aquélla era la casa, pues; le habían dicho que vivía con Noelle. Pero no vio el menor rastro. Schwartz puso el motor en marcha. Noelle subió los tres escalones del porche. Estudiaba Historia y estaba en último curso; habían salido unas cuantas veces en segundo, cuando ella aún vivía en la residencia. En cuanto pisó el porche, el televisor dejó de parpadear. Una silueta enfundada en una camiseta roja descolorida abandonó el sofá de un salto y salió a toda prisa del salón. Había estado allí todo el rato. Schwartz apartó el Buick del bordillo.