El día anterior al comienzo del torneo regional, Schwartz fue a ver a su traumatólogo. La consulta estaba encajonada entre una tienda de telefonía móvil y una librería cristiana, en unas galerías comerciales con las paredes de obra vista. Aparcó el Buick en la plaza para minusválidos, una pequeña broma consigo mismo. Julie, la recepcionista, le indicó la sala de reconocimiento que le correspondía. Siempre pedía la primera hora de visita después del almuerzo, para no tener que esperar.
—Mike. —El doctor Kellner le dio un fuerte y prolongado apretón de manos. Por lo que Schwartz había comprobado, los traumatólogos eran auténticos machos alfa: tipos de pecho ancho, con mucho empuje, como él mismo, sólo que más aptos para las matemáticas—. He estado siguiendo al equipo. Ya sois campeones de liga. Enhorabuena.
—Gracias.
—Es un año emblemático para los jugadores judíos. Ese tal Braun, de los Brew Crew, está imparable.
—El Mazo Hebreo —dijo Schwartz animosamente.
A Kellner le gustaba comunicarse con él en un plano étnico, algo comprensible en esa parte del país, donde todos los autóctonos eran rubios o alemanes, o las dos cosas.
—¿Y qué te trae hoy por aquí?
—Vengo sólo para la puesta a punto mensual.
—Bien. Súbete a la mesa, capitán Crépito.
Schwartz se encaramó a la mesa de reconocimiento acolchada, se tendió de espalda y se remangó las perneras hasta los muslos. El doctor comprobó su rango de movimiento, palpó cada rodilla, aplicó tensión en valgo y varo.
—¿Dónde te duele mejor? —preguntó, haciendo una vieja broma entre ellos dos.
Crépito: el ruido producido al entrar en fricción las superficies cartilaginosas irregulares, como en el caso de la osteoartritis. A cada estiramiento, las rodillas de Schwartz crujían a un volumen creciente, como si intentaran superarse la una a la otra. Al cabo de un minuto, Kellner ya había oído bastante. Se dejó caer en una silla y se rascó el carnoso brazo por debajo de la camisola de manga corta.
—Nada que no supiéramos —dictaminó—. La gente normal tiene cartílago; tú tienes carne picada. A cada partido estás más cerca de una artroplastia total de las dos rodillas.
—Ya casi he terminado. Sólo quedan los regionales de este fin de semana.
Y también los nacionales, si ganaban —mejor dicho, cuando ganasen—, pero no tenía sentido decirlo.
El doctor Kellner anotaba algo en el historial de Schwartz.
—Me muero de ganas —dijo sin alzar la vista—. Te meteremos en el quirófano y te daremos un buen repaso, te haremos una limpieza a fondo. Cartílago, tejido cicatricial, todo. Te dejaremos listo para la vida después del béisbol. Se acabaron los tratamientos provisionales. ¿Qué tal la espalda? ¿Has ido a ver al quiropráctico?
—Todas las semanas.
—¿Quieres que le eche un vistazo?
Schwartz se encogió de hombros.
—Ahora mismo no tiene mucho sentido.
El doctor asintió con la cabeza.
—Sigue con los antiinflamatorios. Mil doscientos miligramos tres veces al día es una buena dosis para una persona de tu tamaño.
—Sigo tomándolos… —Schwartz se interrumpió, fingiendo observar los pósters kitsch de atletas de fuerza haciendo estiramientos, enmarcados y colgados sobre la mesa de reconocimiento—. Pero ya que estoy aquí… tal vez podría darme otra tanda de Vicoprofen.
Kellner ladeó la cabeza.
—Ya hemos hablado de eso, Mike.
—Sólo una docena o así. Lo justo para esta tanda de partidos.
—Estuvimos de acuerdo en que tu dependencia de esos analgésicos rozaba lo problemático.
—No es dependencia. Me duele. Es un dolor que me gustaría calmar.
El doctor ladeó aún más la cabeza.
—En cuanto al dolor, te creo, Mike. Te aseguro que te creo. Yo dejé de correr la maratón porque tenía una rodilla la mitad de mal de lo que tú tienes las dos, y te doblo la edad. ¿Qué te parece eso como cálculo negativo? Si te hiciera una resonancia ahora mismo y comprobara los resultados, tendría que prohibirte la práctica deportiva para siempre, tú y yo lo sabemos. Pero una persona puede tener un dolor justificado y considerable y aun así ser dependiente. Ésos son fármacos que crean hábito.
—Los fármacos en sí me traen sin cuidado. Sólo quiero que el dolor no me afecte cuando juego.
—Pues te administraremos otra infiltración. Cortisona con lidocaína.
—No es suficiente. La última vez no me sirvió de nada.
El doctor Kellner se echó hacia atrás en la silla, se cruzó de brazos y contempló a Schwartz.
—¿Cuándo has tomado calmantes por última vez?
Schwartz contó los días. Era miércoles; se le habían acabado el sábado, el día en que Henry abandonó el campo. Esa temporada había sido dura por lo que al dolor se refería; mucho peor que los años anteriores, peor incluso que la temporada de fútbol previa. Hasta fecha reciente, conseguía los calmantes por medio del doctor Kellner y de Michelle, una enfermera del Saint Anne con quien había salido de vez en cuando desde el segundo curso. Pero Schwartz había dejado de contestar a sus mensajes al conocer a Pella, y ahora —claro— ella no contestaba a los suyos. Tonto, tonto, tonto.
—¿Te cuesta dormir?
—Sólo un poco —mintió Schwartz—. Por culpa de la espalda.
—¿Tienes escalofríos o exceso de sudoración?
—Siempre tengo exceso de sudoración. —Menos mal que se había dejado la chaqueta puesta. Kellner no podía ver lo empapada que llevaba la camiseta.
—¿Te has sentido anormalmente inquieto o irascible?
—¿Irascible yo? —bromeó Schwartz.
El doctor Kellner no rió.
—¿Bebes alcohol con la medicación? ¿Alguna que otra cerveza?
Schwartz pasó por alto la pregunta.
—No estamos hablando de hábitos —dijo—. Hablamos de una situación muy concreta a corto plazo. Sólo necesito llegar hasta el domingo. Para darle a mi equipo la oportunidad de ganar.
Julie abrió la puerta y asomó su rubia cabeza.
—Doctor K, su visita de las dos ya ha llegado.
Julie tenía un tic en un párpado, pero por lo demás no estaba mal. Trabajando allí, sin duda tenía acceso a un suministro continuo de medicamentos. Schwartz debería haber preparado el terreno hacía tiempo; ya era demasiado tarde. Había andado preguntando por la universidad, eludiendo a sus compañeros de equipo, que tal vez hubiesen llegado a una conclusión equivocada, pero lo único de que disponía la gente era de Adderall y coca, coca y Adderall.
El doctor le indicó a Julie que se retirase. Schwartz prosiguió:
—Tomados con moderación, éstos no son fármacos peligrosos, ¿verdad? Son un tratamiento legítimo para mucha gente. Gente con mucho menos dolor que yo. O sea, uno puede presentarse en la consulta de cualquier dentista del pueblo con la mano en la mejilla y le recetan…
Kellner negó con la cabeza.
—No sigas por ahí, Mike, o llamaré a todos los médicos, dentistas y farmacéuticos en un radio de ochenta kilómetros para decirles que estén atentos por si apareces. «Moderación» significa cantidades pequeñas que no crean hábito. No es tu caso. Tú tienes un problema con esos narcóticos. Punto. Ahora estás con el mono, y cuanto antes lo superes, mejor. Debería enviarte al Saint Anne para que veas a un psicoterapeuta, pero me consta que no irás y yo no tengo tiempo para hacer de niñera. Si quieres cortisona, tengo cortisona. Si quieres contarme qué más hay en tu vida para que el olvido te resulte tan atractivo, soy todo oídos. De lo contrario, ya nos veremos el mes que viene.
Los médicos eran las personas más moralistas del mundo, pensó Schwartz. Saludables y acomodados, rodeados de enfermos y moribundos, se sentían invencibles, y sentirse invencibles los convertía en capullos. Se creían que entendían el sufrimiento porque lo veían a diario. No entendían un carajo. Además, podían recetarse a sí mismos lo que sabían que necesitaban, sin tener que escuchar sermones sobre el significado de la moderación por parte de personas que ni siquiera habían leído La ética.
El doctor Kellner se levantó y consultó su reloj.
—Vale —dijo Schwartz—. Póngame la maldita infiltración.