Los Arponeros acabaron de vestirse y siguieron a Schwartz cuando salió para hacer estadios hasta echar los bofes. Nadie pronunció una palabra. Izzy se rezagó hasta quedarse solo, arreglándose las muñequeras lentamente, toqueteándose el crucifijo de oro que llevaba colgado del cuello. Parecía que iba a decir algo, pero al final se limitó a agachar la cabeza y se marchó. Al salir al pasillo, se golpeó sonoramente la malla del guante con el puño, un saludo de una sola salva para despedir la carrera deportiva de Henry.
Henry permaneció sentado frente a su taquilla. Él mismo se había sorprendido de su estallido ante Schwartz, y lo que lo sorprendía aún más era que la rabia no remitía. Era él, y no Schwartz, quien lo había estropeado todo. Era él, y no Schwartz, el culpable. No obstante, cada recuerdo que surgía en su mente mientras estaba sentado en aquel vestuario del sótano plagado de reminiscencias, era un recuerdo de Schwartz provocándole dolor. Estaba furioso con Schwartz. En cierto modo lo odiaba. Se acordó de su llegada a Westish, sin amigos y a la deriva; en aquel momento, Schwartz, que lo había arrastrado hasta allí, que lo había inducido a esperar que fuese su guía, lo dejó colgado durante doce largas y solitarias semanas hasta presentarse por fin ante él y, a modo de excusa, decirle que el fútbol lo había tenido muy ocupado. En ese momento, Henry sintió tan lastimera gratitud que no mencionó su angustia, pero ahora el dolor de esos primeros días lo abrumaba. Odiaba intensamente a Schwartz por eso. Lo odiaba también por todos los estadios con lastre que lo había obligado a hacer, por todas las sesiones de entrenamiento a las cinco de la madrugada, por todas las interminables sesiones de pull-ups, por todos los torturadores lanzamientos con el balón medicinal… Era un dolor que Henry había ansiado y exigido, un dolor con un objetivo, o eso le había parecido a él, pero lo que ahora lo abrumaba era todo ese dolor en estado puro, un dolor que no significaba nada, que no podía redimirse, porque sólo lo había conducido hasta allí, y allí era ninguna parte. Dios santo, cómo odiaba a Schwartz. Lo odiaba por su atención y lo odiaba por su abandono. Últimamente, desde lo de Pella, había sido abandono otra vez. Sin Schwartz empujándolo, torturándolo, él no estaría allí. Schwartz lo había llevado hasta allí, y ahora estaba hundido. Antes de conocer a Schwartz, sus sueños sólo eran sueños. Cosas que se diluirían inocuamente con el paso del tiempo.
Ya era hora de marcharse, antes de que alguien volviese y lo encontrara allí. Salió por la escalera de incendios, se escabulló por una puerta lateral y se alejó del campus hacia el centro del pueblo. Al sol de la tarde, veía las calles raras y sin sentido. Nunca había pasado por allí durante el día excepto cuando salía a correr.
Al lado del restaurante mexicano Qdoba, en la esquina de Grant y Valenti, había un banco. Ya estaba cerrado, y Henry recorrió el camino de acceso hasta el cajero automático para coches oyendo el chapoteo de sus propias zapatillas en las pegajosas manchas de aceite dejadas por los automóviles al ralentí. Introdujo su PIN y sacó los últimos ochenta dólares de su cuenta. Se metió los billetes en el bolsillo y volvió sobre sus pasos por Valenti hacia el Bartleby’s.
Otro sitio que nunca había visto a la luz del día. Estaba vacío, salvo por dos parejas de mediana edad reunidas en torno a una mesa cubierta de restos de hamburguesas, jarras de cerveza medio llenas, bastones rotos de mozzarella con el queso dilatado como caramelo fundido. A cargo del bar estaba Jamie López, del equipo de fútbol, a quien Henry conocía vagamente. Lo encontró inclinado sobre un libro de texto, con un paño blanco de camarero colgado del cuello. Vestía una camiseta negra con la imagen de Melville, semejante a las de los grupos de rock en gira, con una lista de fechas de los viajes de Melville en la espalda. Henry ocupó un taburete.
Sorprendido, López enarcó una ceja.
—¿Cómo va, Skrim? —Marcó el punto en el libro con un bastoncito para cóctel—. ¿Qué haces aquí?
Henry se encogió de hombros.
—Tomándome un descanso.
López asintió y lanzó un posavasos que cayó junto al codo de Henry.
—¿Qué quieres?
Henry recorrió con la mirada la larga hilera de surtidores. En las celebraciones de béisbol había bebido cerveza suficiente para saber que le repugnaba. Pero todo lo demás le repugnaba todavía más.
—Te diré lo que haremos —propuso López—. Te prepararé un combinado. Es mi primer día detrás de la barra. Tengo que practicar el oficio.
Henry examinó el rostro de López en busca de alguna señal de que estaba al corriente de lo sucedido el sábado. No la encontró. Sin embargo, López tenía que saberlo por fuerza. Todo el mundo lo sabía. Media universidad estaba allí y la otra media debía de haberse enterado poco después. En el fondo, Henry despreciaba esas cortesías de López, ese «¿cómo va, Skrim?», tras las que escondía lo mucho que lo compadecía, o que se sentía superior a él, o lo que fuera. ¿Por qué la gente no decía directamente lo que pensaba? Aunque, por otra parte, Henry tampoco quería hablar de ello, y la interpretación de López, si de eso se trataba, podía considerarse una forma de amabilidad. O tal vez López en realidad no lo supiera. Un vaso grande apareció en el posavasos, lleno de hielo y un líquido de color tinta. Henry tomó un sorbo con la ancha pajita azul.
—¿Qué tal me ha quedado?
Henry tosió al tragar, tapándose la boca para que López no viera su expresión.
—Muy bien —contestó, asintiendo con la cabeza—. Perfecto.
López sonrió, orgulloso.
—Es mi versión del té con hielo de Long Island. Tirando hacia el extremo masculino del espectro.
Henry fijó la vista en la prueba de atletismo de fuerza que emitían en el enorme televisor colgado detrás de la barra y escuchó a López mientras se explayaba acerca de la academia de barmans. La luz cambiante de la pantalla tenía atrapada su mirada; la voz de López era un ronroneo monótono y suave en sus oídos, y la bebida desapareció a fuerza de inconscientes chupadas a la pajita. López preparó otro combinado y lo dejó en el posavasos. Fuera oscureció. Se oía el golpeteo de las bolas de billar. El bar empezó a llenarse. López atenuó la iluminación hasta que el local quedó sumido en un verdoso resplandor nocturno, salpicado por el brillo rojo y azul de los letreros luminosos de marcas de cerveza.
—Eh, Skrim —dijo—. ¿Te importaría encender la máquina de discos por mí? —Le pasó un billete de diez dólares por encima de la barra—. Quizá sea mejor tirar del lado de lo suave. Aún es pronto.
Henry se acercó a la máquina de discos, introdujo los diez dólares y apretó los botones que hacían pasar las hojas de plástico. El único grupo cuyo nombre reconoció fue U2; aquello era suave, ¿no? Después de pulsar unas cuantas canciones de U2, todavía le quedaban otras veinte opciones. Pasó más hojas. Sólo conocía los temas que ponía Schwartz mientras levantaban pesas, y ésos no eran suaves ni mucho menos. Desistió y fue al lavabo.
Clavadas a un tablero de corcho sobre los urinarios, estaban las secciones deportivas de USA Today y el Westish Bugler. «¡Por fin la tenemos en casa!», rezaba el titular de primera plana del Bugler encima de una foto de media página de los Arponeros invadiendo el diamante de Coshwale con los brazos en alto y la boca abierta en pleno grito. Incluso Owen parecía emocionado. El artículo, como todos los relacionados con el equipo de béisbol, llevaba la firma de Sarah X. Pessel:
COSHWALE, ILLINOIS. Nunca, en más de cien temporadas, habían ganado un título de liga. Sus adversarios, los Muskies de Coshwale, han conseguido veintinueve en el mismo período, incluidos cuatro consecutivos. Su parador en corto estrella, Henry Skrimshander, brilló por su ausencia.
Dio igual.
El domingo por la tarde, los Arponeros pusieron un signo de exclamación a un siglo de frustración arponeando a los favoritos, los Muskies, con los resultados de 2-1 y 15-0, para ceñirse la primera corona de la UMSCAC. El veterano capitán Mike Schwartz, en último curso, encabezó la redención haciendo él mismo dos home runs y propiciando en sus turnos de bateo que sus compañeros de equipo anotaran otros siete, en tanto que el lanzador-centrocampista, Adam Starblind, de tercero, el de los rizos rubios y andares de estrella de cine, contribuyó con cuatro sencillos y fue el lanzador de su equipo en la última y definitiva entrada del partido inicial, pese a lo que describió después del encuentro como un severo dolor abdominal, levantándose la camiseta para revelar unos abdominales magullados, pero imponentemente esculpidos.
Izzy Ávila, de primero, sustituyó más que dignamente al ausente Skrimshander, logrando un par de carreras y patrullando el centro del diamante igual que Crockett y Tubbs patrullaban Miami en los primeros tiempos de Madonna: con estilo. En una o dos jugadas acrobáticas, incluso se oyó en susurros entre el público el nombre del parador en corto a quien sustituía: un jugador a quien muchos consideraban insustituible. «Izzy ha estado muy acertado», dijo el entrenador Ron Cox tras su poblado bigote, un hombre muy parco en halagos.
Schwartz, entretanto, restó importancia a la insinuación de que la ausencia en apariencia injustificada de Skrimshander, al día siguiente de abandonar el campo en media entrada, después de una prolongada batalla contra una creciente inseguridad, mermaría las posibilidades del equipo en su preparación para el primer torneo regional de su historia. «Skrimmer volverá a estar con nosotros mañana —gruñó Schwartz—. Puedes apostarte lo que…» [CONTINÚA EN P. 3]
Henry arrancó la hoja, la rompió en finas tiras como si hiciera confeti y meó sobre ellas. En el espejo, mientras se lavaba las manos, vio el aspecto que ofrecía con su sudadera mugrienta. Hacía días que no se duchaba ni afeitaba. López no sólo estaba siendo amable, sino que le seguía la corriente igual que a un loco.
Le flaqueaban las rodillas. Se quedó junto a la puerta del lavabo hasta que López se fue al extremo opuesto de la barra, cada vez más concurrida. Dejó un billete de veinte bajo el vaso vacío y salió apresuradamente a la calle. Cruzó las vías del tren hacia el centro del pueblo desierto, adonde pocos estudiantes tenían motivos para ir.
Hacia él avanzaba, o lo intentaba, Pella Affenlight.
En un primer momento no lo vio. Con visible esfuerzo, empujaba un mueble de cuatro patas por la acera. Lo levantó del suelo, llevándose la superficie plana al pecho de modo que las patas quedaron apuntando a Henry. Cuando lo tuvo en alto, sólo pudo dar unos pasos tambaleantes y, mascullando juramentos, lo dejó caer.
Cuando él la alcanzó, no podía dejar de detenerse; eran las únicas personas en la calle. Se miraron por encima del escritorio.
Pella sacó tabaco y mechero del bolsillo de la sudadera, cogió un pitillo y lo encendió. Henry tendió la mano. Pella lo miró.
—¿Estás seguro? —preguntó.
Henry asintió. Ella le dio un cigarrillo.
—Ten cuidado. Es un tabaco fuerte.
Henry no distinguía el tabaco fuerte del no fuerte. Se llevó el cigarrillo a los labios.
—Esto no es tan estúpido como parece. —Pella señaló el escritorio con la cabeza, mientras encendía un segundo cigarrillo para ella—. O en realidad, sí, es así de estúpido. Sabía que no podría cargar con esto hasta casa, pero lo quería a toda costa.
Henry apenas notó el efecto del cigarrillo. Imitando a Pella, aspiró otra vez con fuerza. Un mareo se desató en su cabeza. Apoyó la mano con la que sostenía el cigarrillo en el escritorio para no perder el equilibrio. Se llevó la otra a la boca y, tosiendo, expulsó un poco de flema en la palma.
—Henry, ¿te encuentras bien?
Él asintió.
—Ven. Siéntate un momento. —Pella lo cogió de la mano y lo guió hacia el bordillo, donde se sentaron con los pies en la calzada—. Me he cambiado de casa —le contó para distraerlo—. Ahora vivo en Groome Street, con dos chicas de tercero que se llaman Noelle y Courtney. Compartían la casa con otra chica, pero se marchó en mitad del semestre. Me apuesto lo que quieras a que se fue a rehabilitación por su trastorno alimentario, a juzgar por el ambiente que se respira en la casa.
»Cuando he ido a empeñar mi anillo para pagar el alquiler, he visto este escritorio en la tienda de al lado. He pensado que estaría bien tener un mueble que fuese mío. Así que lo he comprado.
—Es bonito.
—Gracias. El vendedor me ha preguntado cuándo pasaría a recogerlo. Y yo le he respondido: «¿Hacen entregas a domicilio?». Y él, después de muchos carraspeos y vacilaciones, me contesta que, bueno, que no tenía la camioneta allí, pero quizá pudiese traérmelo el sábado. Y yo digo: «¿El sábado? ¡Hoy es lunes!». Y él me dice que ya sabe el día que es. Así que yo le digo: «Déjelo, ya me lo llevo ahora». Lo he sacado de allí y, después de cargar con él una manzana, casi me desplomo.
—Puedo ayudarte —se ofreció Henry.
—Tú de momento descansa.
Se quedaron allí sentados en silencio, mientras Pella acababa el cigarrillo. Luego ayudó a Henry a levantarse y empezaron a arrastrar el escritorio por la calle Groome. Henry tenía que caminar mirando hacia delante para no marearse, lo que significaba que Pella debía avanzar de espaldas, y entre sus pasitos de muñeca y el mareo de él, su marcha era lenta. Cada media manzana tenían que parar a descansar.
Llegaron al final de Groome y doblaron al este, en dirección al lago.
—Es esta manzana —dijo Pella—. Creo.
—¿Qué número?
Ella no se acordaba.
—¿Por qué todas estas casas parecen iguales? Y no me digas que es porque estamos a oscuras. Ah, espera… quizá sea ésta. —Dejaron el escritorio y ella corrió hasta el porche y miró por la ventana—. La verdad es que todas parecen iguales.
A Henry le entró hipo. La calle parecía inclinarse bajo sus pies.
—Prueba la llave.
—Me he olvidado de cogerla. —Pella subió de nuevo los escalones del porche e intentó abrir la puerta; no estaba cerrada con llave. Se asomó a mirar dentro—. Es aquí. No hagamos ruido.
Subieron el escritorio al porche, lo entraron en el salón a oscuras y luego lo llevaron a la habitación de Pella. Cuando ella encendió la luz, quedó a la vista una habitación vacía con el suelo enmoquetado, pelusa en los rincones, un futón en el suelo y el contenido de su cesto y su mochila desparramados. Al lado del futón había un despertador digital recién estrenado, con el cable extendido por la alfombra, todavía parcialmente enrollado.
—Voilà —dijo ella—. Mon château.
Colocaron el escritorio en el lugar evidente, en diagonal respecto al futón, y lo empujaron para arrimarlo a la pared. Pella retrocedió un paso y, cruzada de brazos, evaluó el resultado. Luego, a golpes de cadera, lo acercó medio paso más a la ventana.
—Creo que así está bien —comentó.
Henry recorrió el pasillo para ir al baño. En el camino de vuelta, echó un vistazo a la cocina, donde una luz tenue resplandecía sobre el fregadero. En la encimera había una botella de vino con un tapón de goma. Nunca había probado el vino; incluso en la iglesia lo evitaba. Quedaba algo más de media botella. La destapó y apuró el contenido de dos largos tragos. Hundió la botella lo máximo posible en el cubo de la basura.
En torno a la mesa de la cocina, de formica azul, había cuatro sillas a juego, pero allí sólo vivían tres personas, y Pella no disponía de una silla para su escritorio nuevo. Así pues, cogió una de aquellas sillas y la llevó a la habitación de Pella, procurando no chocar contra las paredes del pasillo.
—Ah —dijo ella—. No creo que deba usarla.
—¿Cómo? ¿Por qué? —Henry se sintió mareado—. Como quieras. —Colocó la silla bajo el escritorio con un floreo.
—Hum. —Pella cruzó los brazos ante el pecho y contempló la combinación—. Puede que tengas razón. Queda bastante bien.
Él se volvió hacia ella y tendió los brazos.
—Tú sí estás bien.
—Henry, corta el rollo. Estás borracho.
—Ya lo sé. —Él dejó escapar un discreto eructo en la mano—. Te quiero.
—No, no me quieres.
—Que sí.
—Idiota. ¿Cómo te has emborrachado así? Antes estabas borracho pero no tanto.
—Me he bebido el vino.
—¿El vino? ¿Qué vino?
—El vino de la cocina.
—¿Te has bebido el vino de la cocina? Vale. Puedes beber todo el vino de la cocina que te dé la gana. Te lo mereces. Pero no vayas por ahí diciéndole a la gente que la quieres, ¿vale?
Henry asintió. Luego cerró los ojos. Pella lo cogió de la mano y lo llevó al salón. Cuando se despertó, al cabo de unas horas, todo estaba a oscuras, la habitación daba vueltas y tenía la cara apoyada en el sofá. Una mano le sacudía el hombro.
—Henry —susurraba Pella.
Él soltó un gruñido.
—Son casi las cinco y media. Me marcho a trabajar. Vete a dormir a mi habitación para que mis compañeras no se enfaden.