59

Sentado en el Audi, Affenlight fumaba furtivamente y miraba hacia la acera opuesta de la tranquila calle principal, donde estaba la casa de los Bremen, con su amplio porche, sus cúpulas desiguales y su cuidado jardín, cuyo césped cambiaba del verde al gris en la creciente oscuridad del crepúsculo. Nada más marcharse Pella, se acordó de que el profesor Bremen se jubilaba esa primavera y, por lo tanto, dejaba el departamento de Física; se trasladaba a Nuevo México para jugar al golf, pasear por el desierto con su esposa y dar clase por entretenerse en la universidad on-line. Bremen era unos años más joven que Affenlight, pero había amasado una fortuna.

Y, efectivamente, allí estaba el cartel, en el jardín: SE VENDE.

Pella había encontrado una habitación para el resto del semestre fuera del campus, con unas chicas de Westish. Había dejado un mensaje en el contestador del apartamento a Affenlight, a una hora a la que sabía que él estaría en su despacho, para comunicárselo. En su nueva vivienda disponía de teléfono fijo, pero esperaba que él no se diera prisa en llamar. Necesitaba un tiempo de soledad.

Affenlight apagó su cigarrillo en el cenicero del Audi y fijó la mirada en la fachada de la vivienda de los Bremen. Era un caserón blanco, digno de un rector, pero también tenía un atractivo toque estrafalario, una especie de austeridad muy apropiada. Nunca se había planteado comprarse una casa, ni siquiera cuando daba por sentado que se quedaría en Harvard para siempre. Alquilar media casa en Cambridge le había parecido siempre más que suficiente.

En principio, su intención era sólo pasar por delante y comprobar si en efecto había un cartel en el jardín, pero ahora, sin proponérselo, recorría ya el camino de entrada hacia los peldaños del porche. Aún no había llamado al timbre cuando al otro lado de la puerta apareció la silueta de Sandy Bremen, la mujer de Tom.

—Vaya, Guert —dijo—. Qué sorpresa verte aquí.

Un perro grande salió disparado por el hueco que quedó entre la puerta y el marco y se irguió sobre las patas traseras para apoyar las delanteras en el pecho de Affenlight.

—Estaba a punto de sacar a pasear a Contango. —Sandy cogió al perro por el collar y tiró de él—. Perdona. Hoy está muy descontrolado.

—No pasa nada. —Affenlight acercó la mano al perro para que se la olisqueara. Era un animal hermoso, viejo y noble, un husky de ojos azules y pelo sedoso.

—Tom ha salido a correr —dijo Sandy—. ¿Se trata de algo urgente?

—No, no. No es nada urgente. Verás, de hecho… Me he parado porque sentía curiosidad por la casa.

—Ajá. —Sandy sonrió de la manera ligeramente coqueta pero sobre todo autosuficiente con que las esposas de los profesores, al menos las más seguras de sí, se complacían en sonreírle a Affenlight.

Era una mujer de piel lustrosa, que vestía un chándal y zapatillas blancas nuevas. Él, no por primera vez, se preguntó cómo debía de ser pasar unas cuantas décadas al lado de una mujer así, que convertía la vida familiar en una empresa que funcionaba a la perfección, cuyo talento residía en dar la apariencia de que un ingreso considerable era una cantidad infinita, que sabía transformar el dinero en placer y diversión.

—¿Por fin estás pensando en lanzarte?

Affenlight se encogió de hombros.

—He visto el cartel —dijo—. Y he sentido curiosidad.

—Pues pasa. Te ofreceré la visita completa. Contango, chico, lo siento: lo de ese paseo nuestro ha sido una falsa alarma. —Hizo entrar al perro y apoyó una mano en la espalda de Affenlight para invitarlo a entrar—. ¿Te apetece una cerveza? No puedo acompañarte porque estoy en medio de una dieta a base de zumos (como chica moderna que soy), pero seguro que Tom sí se unirá a ti cuando vuelva. Últimamente ha estado echándose muchos kilómetros a la espalda.

Affenlight, agarrando la botella de Heineken por el cuello húmedo, siguió diligentemente a Sandy por la planta baja y luego por la primera, mientras ella le explicaba las virtudes de California Closets, que había hecho los armarios sin puertas, la luz natural, la cocina recién reformada. Los dos hijos de los Bremen ya se habían licenciado y marchado de casa, y ahora sus dormitorios eran cuartos escuetos y pulcros destinados a las visitas en fiestas y en verano.

—Lucy se casa en octubre —dijo Sandy cuando se detuvieron en el umbral de la habitación con mayor profusión de cojines—. El tiempo vuela. —Se volvió para guiar de nuevo a Affenlight escaleras abajo—. Como ves, la casa es grande, pero no demasiado. Tres dormitorios, el despacho de Tom, un cuarto de baño arriba, otro abajo. Es una casa muy funcional, de tan vieja; está pensada más como casa de labranza que como mansión. No es excesiva para una sola persona. —Y le dirigió de nuevo aquella mirada pícara—. Todavía vives solo, ¿no, Guert?

—Más o menos.

—¡Ay, esas ambigüedades! ¿Y eso qué significa?

Se sentaron a la mesa de la cocina. Affenlight aceptó la segunda cerveza que Sandy le ofreció. Bajó la mano para acariciarle el vientre al perro. Durante toda su infancia, Pella había pedido un perro, pero él nunca había encontrado la ocasión.

—Mi hija está planteándose matricularse en Westish —contestó, golpeteando suavemente con un nudillo la mesa de madera para no gafar esa perspectiva—. No viviríamos forzosamente juntos, pero…

—Ah, pero ella necesitaría su propia habitación, claro está. Se llama Pella, ¿no? Qué nombre tan bonito. Pero pensaba que estudiaba en Yale, incluso que ya había terminado.

Durante años, Affenlight había mantenido en las fiestas y reuniones sociales una intencionada vaguedad acerca del paradero de Pella. Ahora lo sentía como una traición.

—Lo de Yale no acabó de cuajar —respondió.

Sandy asintió con actitud sabia.

—Pocas cosas cuajan —comentó, a la vez que su rostro risueño y saludable daba a entender todo lo contrario—. ¿Y qué más necesitas saber?

Affenlight miró a través de la puerta ventana y contempló el jardín trasero, bien cuidado e iluminado por la luna, y más allá el lago. Era una casa preciosa. Grande, pero no excesiva, como había dicho Sandy. Sin embargo, ¿por qué plantearse siquiera esa opción? Llevaba ocho años en el rectorado, y nunca se había sentido sin espacio o insatisfecho. Si se averiaba el triturador de basura o surgía un problema con la calefacción, sólo tenía que llamar a Infraestructuras y le mandaban a alguien. Allí en cambio no había Infraestructuras. Tendría que pintar habitaciones, sustituir la caldera, pagar el impuesto de la propiedad. Por no hablar de que tenía muy pocos muebles, muchos menos, de hecho, de los necesarios para llenar aquellas habitaciones. ¿En qué estado se encontraría el tejado? Ésas eran las preguntas que debía hacerle a Sandy, las preguntas que, si compraba una casa, debería hacerse él eternamente.

¿Acaso el mito de tener una casa en propiedad no se había desacreditado para siempre? ¿De verdad deseaba renunciar a su tiempo libre —y a una porción formidable de sus ahorros— por un símbolo blanco y enorme de las convenciones burguesas? Pues quizá sí. Además, no podía dejar de pensar que a Pella aquel sitio le encantaría. Ella podía ocupar toda la planta de arriba: una habitación para dormir, otra como estudio, la tercera, la más pequeña, como taller, o vestidor, o lo que fuera. Él dispondría de espacio de sobra con la planta baja. Pella también podía ocupar una habitación en la residencia universitaria, un sitio donde él podría creer que estaba cuando no se hallaba en casa, ahorrándose así muchas preocupaciones y horas de sueño perdido. Ahora ella estaba disgustada con él, y con razón, pero aquella casa le encantaría, lo presentía. En todo caso, aquello no era un plan para recuperarla.

Aunque llevaba décadas sin ejercitarse, Affenlight no era un inepto en lo que a tareas manuales se refería: se había criado en una granja, había pasado años a bordo de un barco. No era uno de esos niños criados por internet. Podía cuidar de una casa. Los Bremen mantenían el jardín conforme al habitual estilo americano: una alfombra de césped exuberante e inmaculada. Eso no significaba que él tuviera que hacer lo mismo; podía arrancar toda esa exuberancia y plantar tomates, ruibarbo, judías. En otoño, ajos. Demonios, incluso calabazas. Podía plantar calabazas, su cultivo preferido cuando era niño, por descabellado que pareciese. ¿Quién podía impedírselo? ¿Existía alguna regla que dijera que en un jardín tenía que haber césped, con un huertecito pulcramente cercado en un rincón? Sí, muy probablemente: con toda seguridad el pueblo de Westish no carecía de ordenanzas absurdas ni de vecinos quisquillosos empeñados en exigir su cumplimiento. Pero esa gente se las vería con su mirada severa y acabaría huyendo de las iras del rector cascarrabias admirador de Thoreau, con sus calabazas y judías…

El teléfono vibró en su bolsillo. Quizá fuera Pella, quizá lograse convencerla de que se acercara en ese momento a echar un vistazo. Dirigió una sonrisa de disculpa a Sandy y sacó el móvil para consultar el identificador de llamadas: Owen.

—Por mí no te preocupes —dijo ella—. Ya sé lo solicitado que estás.

Affenlight, sin embargo, dejó que el buzón de voz absorbiera aquella voz como caramelo derretido. Si ese proyecto improvisado lo seducía en parte como declaración a su hija —«estoy aquí, soy de fiar, confía en mí, te quiero»—, significaría algo muy distinto con respecto a Owen, algo que Affenlight aún no estaba preparado para formular. Owen se iría a Japón en septiembre, y ya antes de eso no regresaría a Westish más que para la ceremonia de inauguración del curso, como mucho. No había nada para él en aquella parte del país, nada en absoluto. En tanto que Affenlight tenía una universidad y una hija, al menos durante los siguientes cuatro años, y luego habría cumplido sesenta y cinco. Comprar una casa sería una forma de declarar que concebía la vida sin Owen, o al menos que se resignaba a intentarlo.

Contango se acomodó en el suelo de la cocina a unos centímetros de la silla de Affenlight, la noble cabeza apoyada en las nobles patas. Los dos observaban mientras Sandy lavaba y pelaba zanahorias y naranjas para introducirlas en una licuadora.

—Parece que alguien ha encontrado un amigo —dijo—. Y ahora, sin ánimo de faltar al buen gusto, ¿hablamos de dinero?

—Supongo que no estaría de más.

Sandy le dijo el precio oficial. Affenlight soltó un silbido.

—Pensaba que el mercado inmobiliario se había hundido.

Ella soltó una risita.

—Recibes aquello por lo que pagas.

Salvo cuando compraba trajes y whisky, Affenlight normalmente pensaba y actuaba como si fuese pobre, lo cual era una consecuencia de unos orígenes que nunca había dejado atrás. Pero en realidad tenía dinero de sobra; sus gastos eran nulos y su salario iba derecho al banco. El Audi, su último despilfarro, ya tenía seis años. El lago, a través de la puerta de cristal, parecía tan cerca que podía tocarse.

—Podemos resolverlo entre nosotros —dijo Sandy, levantando la voz por encima del zumbido de la licuadora—. Si actuamos deprisa, aún podemos retirársela al agente inmobiliario; el cartel se ha puesto esta misma mañana… Así, si llegamos a un acuerdo, rebajaríamos un seis por ciento. Kitty Wexnerd no necesita el dinero, eso desde luego. Y de paso podemos prescindir de todo el papeleo. Me encantaría que Peña y tú os enamorarais de esta casa. Me duele mucho marcharme.

De pronto, la puerta de la calle se abrió y entró Tom Bremen, en forma, calvo y sudoroso.

Herr doktor rector —lo saludó—, déjame lavarme las manos antes de darte un apretón.

—Guert ha venido para hablar de la casa.

—¿Ah, sí? —Tom besó a su esposa, sacó dos cervezas de la nevera y colocó una ante Affenlight—. ¿Le has dorado la píldora y camuflado todos los defectos de esta choza?

—Claro que no. Porque no los hay.

—Sabía que podía contar contigo. Como un Ricky Roma en versión sexy. Eso es el abecé, cariño. Pero esta choza necesita un tejado nuevo.

Sandy alzó la vista hacia el techo.

—Lo reformamos el verano pasado —dijo—. Se ocuparon de ello Tom y Kevin personalmente.

—Cinco semanas, catorce horas al día. Casi me cuesta la vida. Y la relación con mi hijo. —Tom se sentó a la mesa, entrechocó la Heineken con la de Affenlight—. Me alegro de verte —añadió, tirando de la camiseta transpirable para despegársela del pecho—. ¿Sandy te ha dicho que la bestia va incluida en el paquete?

Affenlight miró a Contango, que le devolvió la mirada. Quizá fue por efecto de la tercera cerveza por lo que la expresión del animal le pareció tan amigablemente sabia.

—¿Ah, sí?

—¿Quieres que te lo traduzca? —dijo Sandy, uniéndose a ellos con su zumo—. Contango es el perro de Kevin. Y Kevin se va a Estocolmo a pasar un período de tiempo que, según él, es «entre indefinido y permanente».

—¿Con qué fin? —preguntó Affenlight educadamente, tendiendo el brazo para volver a acariciar al perro.

Tom, advirtiendo la mirada de Affenlight, representó con mímica un generoso busto sueco.

—Thomas, por favor. Y yo en realidad soy de lo más alérgica a los animales de compañía de toda clase, pese a que he estado conteniéndome al respecto. Y Contango ha acabado sintiéndose muy cómodo aquí en los últimos meses. De modo que si el comprador de la casa, quienquiera que sea, estuviera real y sinceramente interesado en dicho apaño…

—Aportaríamos un año de croquetas Purina y de pipetas antipulgas —concluyó Tom—. ¿Qué te parece eso para hacer más tentadora la oferta?

—Vaya —dijo Affenlight—. Asombroso.