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Si uno actuaba como si no conociese al entrenador Cox, entraba en su despacho vacío, se sentaba en la única silla para las visitas y miraba alrededor con aprensión, nunca adivinaría que entrenaba al equipo de béisbol desde hacía trece años. Daba la impresión de que se hubiera instalado allí el día anterior. Jamás cerraba la puerta. Las paredes estaban sencillamente pintadas de blanco; la mesa metálica de maestro de escuela era de un verde militar deslustrado. Los principales indicios de vida eran un calendario de béisbol pegado con cinta adhesiva y una papelera rebosante de latas de Coca-Cola light aplastadas. Una nevera de tamaño mediano, encima de la cual había servilletas y sobres de mostaza de restaurantes de comida rápida, completaba el mobiliario. La estrecha ventana no daba al lago.

En la superficie de cristal de la mesa sólo había un teléfono y un pequeño marco con la fotografía de los dos hijos de Cox. Aparecían sentados en una piscina infantil llena de hojas caídas, la niña rodeando al niño con el brazo a la manera protectora de los hermanos mayores, haciendo monerías para la cámara. Henry la cogió para examinarla de cerca. Los dos niños vestían cazadora de entretiempo color tierra y tenían el cabello un poco largo y alborotado. El niño aparentaba unos cuatro años y la niña siete, pero la foto, por lo que Henry recordaba, siempre había estado allí; se veía descolorida y sin duda los niños eran ahora mucho mayores, quizá incluso mayores que él. Era curioso lo poco que Cox hablaba de su familia; curioso lo poco que acababas sabiendo de la gente que te rodeaba. Henry pensó que tal vez la hija se llamara Kelly, quizá porque su rostro le recordaba a una Kelly a quien había conocido en el colegio. Kelly y Peter, se dijo ociosamente, volviendo a colocar la foto en su lugar sobre la mesa, de cara a la silla de Cox, no de cara a la suya. Peter y Kelly.

Cox entró en el despacho, sacó una Coca-Cola light de la mininevera y se dejó caer en la silla de escay. Las junturas chirriaron; estaban tan sueltas que Cox se echó atrás como si se encontrase en la consulta del dentista.

—Entrenador Cox —empezó Henry—, antes de que diga nada, quiero disculparme por mi comportamiento de ayer. Abandoné al equipo. Eso estuvo muy mal. Lo siento mucho.

Los Arponeros habían ganado los dos partidos del domingo contra Coshwale, el primero por 2 a 1, el segundo por 15 a 0. Este último se había dado por terminado después de cuatro entradas conforme a la regla de misericordia de la UMSCAC, que era el motivo por el que Owen y Schwartzy habían llegado al campus tan temprano. Los Arponeros eran campeones de liga por primera vez en los ciento cuatro años de historia de su equipo de béisbol. Faltaban unos días para el torneo regional.

Cox se reclinó aún más en la silla, hasta quedar casi tumbado, y se acarició el bigote.

—Skrim, eres consciente de que voy a tener que sancionarte, ¿verdad? No es que quiera hacerlo, pero no hay más remedio. Son las reglas del equipo. Faltaste a dos partidos, así que dos partidos de suspensión será un castigo razonable. Con suerte, ganaremos uno de ellos. Considéralo una oportunidad para encontrar otra vez el norte.

—En realidad tenía previsto algo más largo.

El entrenador lo miró con expresión ceñuda.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que… desearía abandonar el equipo.

Cox, cuyo ceño se hizo más acusado, hasta parecer otra cosa, se echó hacia delante, plantó los pies en el suelo y se irguió, mirando a Henry a los ojos.

—Pues a mí me gustaría tener veinte años y tu talento —dijo—. Pero uno no siempre consigue lo que quiere. Permiso denegado.

—Pero, entrenador, no lo entiende. Dejo el equipo.

—Tú no dejas nada. De hecho, retiro la sanción con efecto inmediato. El entrenamiento empieza dentro de quince minutos. Ve a cambiarte.

—No puedo hacerlo.

—Y una mierda que no. Y ponte ropa vieja. Me da igual si estás en forma o no. Voy a hacerte correr hasta que eches los bofes.

—Entrenador —susurró Henry—, esto se ha acabado.

Por su tono, Cox se convenció de que aquello iba en serio. Volvió a acariciarse el bigote y al cabo de un momento dijo:

—¿Has hablado de esto con Mike?

Por un instante, Henry pensó que el entrenador se había enterado de lo ocurrido con Pella. Se le cerró la garganta, a pesar de advertir enseguida que la pregunta tenía otro sentido. Lo que Cox daba a entender con sus palabras era que Schwartzy jamás le permitiría abandonar el equipo.

—No —reconoció—, no lo he hablado con él.

—Pues vamos a ver qué dice al respecto. —Echó la cabeza hacia atrás y apuró el refresco con determinación—. Vamos.

Se dirigieron al ascensor. Henry podría haberse negado a bajar al vestuario, podría haber apretado el botón PB y salir por la puerta del CDU y no volver nunca más. Pero algo se lo impidió. Quizá estaba demasiado habituado a obedecer las órdenes de Cox, quizá una parte de él deseaba bajar allí. La noche anterior, Mike se había limitado a dar media vuelta y marcharse.

—¡Schwartzy! —bramó el entrenador—. ¿Tienes un momento para nosotros?

Schwartz, que estaba sentado frente a su taquilla con sendas bolsas de hielo en los muslos, levantó la vista con expresión sombría al oír la palabra «nosotros» y se quitó un auricular del oído.

—¿Qué pasa?

Los demás Arponeros que estaban cerca —Rick, Starblind, Boddington, Izzy, Phlox— fijaron la mirada en sus taquillas vacías, como si no hubiesen reparado en la presencia de Henry. «Y no saben ni la mitad de lo que ha ocurrido», pensó éste.

—Sal al pasillo. —Cox señaló la puerta con un gesto de cabeza—. Vamos.

—Estoy poniéndome hielo —pretextó Schwartz—. ¿Qué pasa?

Por el resoplido brusco de Cox se adivinó que estaba a punto de empezar a gritar, cosa que rara vez hacía. Henry lo interrumpió.

—Podemos hablar aquí. —Se armó de valor y dio un paso hacia Schwartz—. Lamento mucho lo que pasó, Mike. Te dejé en la estacada, os dejé a todos en la estacada. Cometí un error, y lo lamento muchísimo… —En rigor estaba disculpándose por no haberse presentado a la convocatoria del día anterior, lo que constituía en sí un pecado imperdonable, pero por supuesto no era ésa la sensación que él tenía—. El entrenador Cox quería que te comunicara que he decidido abandonar el equipo.

Schwartz tenía la mirada fija en la taquilla, los peludos hombros encorvados, y las bolsas de hielo en las rodillas. Tendió el brazo hacia la taquilla, cogió el desodorante, quitó el tapón, que se desprendió con un ruido de succión, y levantó un brazo.

—Izzy es nuestro parador —dijo—. Tú ni siquiera eres capaz de lanzar.

—Ya lo sé. Por eso lo dejo.

Schwartz pasó a la otra axila.

—Qué interesante —respondió—. Pensaba que era porque te habías tirado a mi novia.

—¡Me tiro a todas vuestras novias! —gritó Henry. Era absurdo, pero lo dijo de todos modos, con las manos crispadas y la creciente sensación de que estaba a punto de arrojarse sobre Schwartz y atizarle—. ¡¿Y eso a quién coño le importa?!

Schwartz, con infinita lentitud, sacó de la taquilla una camiseta del uniforme de béisbol de Westish, metió la cabeza por el cuello y la bajó sobre su amplísimo torso.

—Tal vez a nadie —repuso, sin apartar la vista del interior de la taquilla—. Rick, ¿a ti te importa que Skrimshander se tire a mi novia?

Rick, que tenía la taquilla contigua a la de Schwartz, alzó la mirada cautamente, con una expresión sombría en su rostro rubicundo.

—Supongo que no —contestó.

—Starblind, ¿y tú qué dices?

—No.

—¿Izzy?

Silencio.

—¿Izzy?

—No, abuelo.

Schwartz les formuló la misma pregunta a todos los Arponeros, uno por uno, y todos musitaron por turno que no, que no les importaba que Henry se tirara a la novia de Schwartz. Al menos Owen no estaba allí. Henry no sabía por quién debía sentirse peor, pero sabía quién era el culpable: él mismo.

—Bien, ya está todo dicho, pues —concluyó Schwartz—. Ahora vamos a entrenar.

Se retiró las bolsas de hielo de las rodillas, echó el hielo en el desagüe con rejilla situado entre los bancos y, obligando a los otros a arrimarse a sus taquillas para permitirle pasar, salió del vestuario entre crujidos, con su andar patizambo.

—Estupendo —dijo Cox, y su voz, primero un murmullo, se convirtió de inmediato en el grito de un sargento de marines—. Ciertamente notable. ¡Y ahora todos al estadio de fútbol! ¡Vais a correr hasta echar los bofes! —Miró a Henry—. ¿Vienes?

—No.

—¿De verdad es esto lo que quieres, Skrim? ¿De verdad es esta mierda lo que quieres?

Henry asintió.

—Sí.