57

La señora McCallister se hallaba junto al hermoso lavamanos del pasillo, ese cuyos tubos de metal se enroscaban como los de un sacabuche o un trombón, y que ella abrillantaba hasta dejarlos relucientes. Tenía el pelo cano y espeso, no muy largo, lo justo para recogérselo en un pequeño moño que sujetaba con un lápiz. Echó un tapón de vinagre blanco en la cafetera de cristal y, mientras la agitaba, se acercó Pella.

—Ah, bella Pella —entonó—. ¿De dónde venís? ¿Cómo es que el caballero no acompaña a la doncella?

La joven llevaba el cesto colgado de un hombro y su mochila con la insignia de Westish del otro. Entre los dos, contenían todas sus posesiones.

—Veo que estás de muy buen humor —comentó—. ¿Anda por aquí mi padre?

La señora McCallister dirigió una mirada hacia la puerta del despacho de Affenlight.

—Por una vez, sí —contestó—. Querida, menuda influencia tienes sobre él. Desde que has llegado está tan hiperactivo como mi nieto de nueve años. No puede concentrarse en nada. Le he dicho que voy a empezar a echarle Ritalin en la compota de manzana, como hacen con Luke.

—Estoy segura de que acabará calmándose.

—Eso desde luego. Y desde luego es maravilloso que estés aquí. No hay nada como la familia.

—Gracias a Dios.

La señora McCallister soltó una alegre risotada.

—Sois muy afortunados de teneros el uno al otro.

La maciza puerta de madera del despacho estaba cerrada. Pella llamó una vez. Su padre entreabrió apenas una rendija y miró, con el móvil sujeto entre el hombro y la barbilla. Tal vez estuviera hablando con Owen, tal vez Owen estuviese contándole, con el tono neutro y benévolo propio de él, que su hija era una puta.

—Pella. —Cerró bruscamente el móvil—. Estás aquí.

—Eso parece.

Era lunes; se habían visto por última vez el viernes, en ese mismo despacho, con David sentado entre los dos. Pella se había pasado la noche anterior en la hamaca rota del porche de Mike, esperando a que él regresara a casa, pero no regresó. Sabía que estaba en el CDU —siempre estaba en el CDU—, pero era imposible penetrar en esa fortaleza fuera de horas. Él no le había devuelto las llamadas, ni ella podía echárselo en cara; era muy posible que nunca volviese a dirigirle la palabra.

—Lamento lo de la cena —se disculpó—. La reunión con Bruce Gibbs se alargó y…

—Eso dijiste.

—Sí, y era verdad. Y lo siento. Quería estar presente para darte mi apoyo.

Al oír esas mentiras, Pella, más que enfadarse, se sintió culpable: allí estaba ella, cruzada de brazos, golpeteando el suelo con el pie, dándole a su padre la soga con que ahorcarse.

—Y luego, al ver que no ponías los pies en casa en todo el fin de semana, empecé a preocuparme. Tenemos que conseguirte un móvil nuevo. Llegué a pensar que había pasado alguna desgracia.

—Como que hubiese vuelto a San Francisco.

—Bueno, sí. Ésa era una posibilidad. Aunque se me ocurrieron otras más aterradoras, mientras estaba en la cama sin poder pegar ojo. —En efecto, se lo veía demacrado: los hombros caídos, las patas de gallo más profundas—. Sé que no tienes por qué informarme de tus andanzas, pero al no verte ni saber nada de ti durante tanto tiempo, empecé a imaginar que…

—Te vi —lo interrumpió Pella—. El sábado.

Él pareció sorprenderse.

—¿Dónde?

—En el partido de béisbol. Hablando con Owen.

Affenlight se quedó de una pieza.

—Owen… —repitió, como si intentara identificar el nombre. Cuando comenzó a hablar, lo hizo deprisa, como para inducir a Pella a olvidar lo que acababa de decir—: Sí, Owen está mucho mejor. Ojalá pudiera decir lo mismo de Henry Skrimshander, el pobre. Verás, escribí algunos artículos para el New Yorker cuando eras pequeña, después de publicarse mi libro. Había allí, en la redacción, un hombre al que llamaban Fantasma Gris. Había redactado unos artículos magníficos en los sesenta (recuerdo especialmente uno sobre los veteranos de Corea), y desde entonces acudía a la redacción todos los días, de lunes a viernes, incluso en verano, sin presentar jamás un solo borrador de un artículo. Detrás de su puerta se oía el tecleo de su máquina de escribir a toda marcha, y naturalmente corrían rumores acerca de lo que tenía entre manos, la opus que pondría el punto final a todas sus opi, pero nadie vio una sola palabra. Yo iba allí para someter mis textos al departamento de verificación de datos y lo veía pasearse por los pasillos con una expresión ausente y afligida. Estaba acabado y lo sabía. A eso me recordó la cara de Henry cuando abandonó el campo. Al Fantasma Gris. —Hay dos clases de embaucadores incompetentes: los que hablan demasiado y los que no hablan lo suficiente. Affenlight, que a todas luces era de los primeros, guardó silencio por un momento y, negando con la cabeza, añadió—: Pobre chico. Ojalá se pudiera hacer algo…

—Eso ya está resuelto —atajó Pella con acritud—. Oye, papá, tenemos que hablar. No puedo seguir viviendo aquí. Me marcho.

—¿Cómo? —Su padre pareció desconcertado—. ¿Ahora? ¿Tiene que ver con David?

—No. —Las correas del cesto y la mochila se le hincaban en los hombros. Entró en el despacho y los dejó caer en el confidente, una derrota pasajera—. Necesito salir de ese apartamento. No hay espacio para los dos. Ni siquiera hay espacio para ti. Tienes libros apilados por todas partes, armarios repletos de cachivaches. Ya has cumplido los sesenta. ¿De verdad quieres vivir en una residencia de estudiantes el resto de tu vida?

Affenlight dirigió la mirada estúpidamente al techo, sobre el cual estaba el apartamento.

—A mí esto me gusta.

Pella golpeó en el suelo de madera con la chancleta, irritada consigo misma por elegir un planteamiento tan oblicuo. Cuando se quejó de la forma de vida de su padre, lo que quería decir era que debía llevar una vida «normal», entre comillas, para un hombre de su edad; id est, sin Owen. Aun así, siguió en la misma línea, incapaz de hablar de manera más directa.

—¿Por qué no te compras una casa?

Él sonrió con tristeza.

—¿Dónde estabas hace ocho años? La universidad quería vendernos la casa del rector saliente a precio de saldo, pero pensé que me sentiría demasiado solo, yendo de aquí para allá en una casa vieja sin compañía de nadie. Así pues, se puso a la venta y se la quedó un profesor de física que en los años noventa amasó una fortuna con acciones del sector tecnológico. Como debería haber hecho yo.

—No te ha ido mal.

—No me ha ido mal —concedió Affenlight.

—En cualquier caso —prosiguió Pella—, yo ya no soy una niña, y tú y yo no estamos casados. Creo que las cosas entre nosotros serán más fluidas si cada uno vive en su propia casa. ¿De acuerdo?

Él asintió lentamente con la cabeza.

—De acuerdo.

—No pongas esa cara. Ahora podrás tener invitados.

Affenlight rió, o lo intentó.

—Sí, ya —contestó—. ¿Como por ejemplo?

Con ese «como por ejemplo» acababa de cometer el clásico error criminal: el deseo de ser descubierto, de atribuirse el mérito del delito. Pella se armó de valor.

—Por ejemplo, Owen.

Algo así como un profundo silencio interestelar se impuso en el despacho. Por fin, Affenlight respondió:

—Pensaba decírtelo.

—¿Cuándo? ¿En tu lecho de muerte?

—Es posible. O un poco después.

Pella sintió el mismo impulso que la había invadido en el campo de béisbol el sábado: el de proteger a su padre de cualquier daño inminente. Era demasiado ingenuo, demasiado infantil. Se acordó de su expresión cuando hablaba con Owen junto a la alambrada: como si el millar de personas restantes en el estadio no existieran. Como si, en el supuesto de que existieran, fuesen incapaces de percatarse de sus sentimientos hacia Owen. Como si, en el supuesto de que fuesen capaces, estuvieran dispuestos a consentirlos o perdonarlos. Pero la gente no perdona a quienes hacen lo que consideran correcto, eso es lo último que perdona.

—¿Cuánto hace que empezó? —preguntó.

—No mucho.

—¿No mucho con Owen o…? —No sabía cómo decirlo—. ¿O en general?

Affenlight apartó la mirada del suelo.

—No hay un «en general» —respondió—. Sólo Owen.

No era viejo, pero en ese momento, con los brazos caídos a los costados, profundas arrugas de preocupación en la frente, bajo el revuelto cabello plateado, su expresión triste y suplicante, lo parecía. ¿Por qué el más joven era siempre el premio y el más viejo era siempre el que se desvivía? Desde la adolescencia, Pella había acumulado experiencia en el papel de la más joven, la persona a la que otro se aferraba, la amada. Ésa era la esperanza absurda de los humanos, amar siempre lo que no está del todo formado. Ciertamente no tenía sentido. ¿En qué esperaban los viejos que se convirtieran los jóvenes? ¿En algo que no fuese un viejo? Eso nunca había ocurrido. Pero los viejos seguían intentándolo.

Con lo de «viejo» se refería a cualquiera que amara a alguien más joven: a su padre, pero también a David, e incluso a los hombres de veintitantos años con los que había ligado en el instituto. Todos tendían siempre los brazos hacia el pasado, más allá de sus propios errores. Podría decirse que los jóvenes eran deseados porque tenían cuerpos tersos y excelentes probabilidades reproductivas, pero en esencia no se trataba de eso. Había en ello algo mucho más triste, algo así como un pesar permanente, la sensación de que toda tu vida era un error, una equivocación que deseabas enmendar desesperadamente.

—Es un crío —dijo ella—. Es más joven que yo.

Affenlight asintió.

—Lo sé.

—¿Y si alguien se entera? ¿Qué será de nosotros? —El «nosotros» fue un tanto melodramático.

—No lo sé.

—Pero estás enamorado de él.

—Sí.

—Pues estupendo —dijo Pella—. Amor vincit omnia. —Lo que pensaba era aún más cruel: «Te partirá el corazón».

Cogió sus bultos y avanzó unos pasos hacia su padre. Por una felicísima décima de segundo, Affenlight pensó que iba a abrazarlo, pero ella sujetaba las correas del cesto y la mochila, y en realidad él le obstruía el paso. Se apartó, dejando varios centímetros de aire turbulento entre los dos mientras su hija agachaba su hermosa cabeza de color oporto, pasaba junto a él y se alejaba por el pasillo hasta perderse de vista.