56

Un rastro de luz vespertina flotaba aún en el cielo cuando Henry se despertó. Un aire frío penetraba por la ventana abierta de par en par e inundaba la habitación. Le dolía el pene, cerca de la raíz. Metió el brazo bajo la sábana, se palpó y encontró allí el reborde de un condón, hincándosele en la piel. El curvo contorno de la pierna y la cadera de Pella, junto a la suya, irradiaba calor. Intentó quitarse el condón —lo tenía en el cajón del escritorio desde hacía un año, o dos, o más—, pero se le había adherido como una tirita. Finalmente, cerró los ojos y se lo arrancó de un tirón.

Pella, advirtió Henry al abrir los ojos y dejar caer el condón usado entre sus piernas, estaba despierta y lo observaba. Y debía de estar pensando que él se toqueteaba. La miró a los ojos, y ella esbozó una triste sonrisa de complicidad.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Henry.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que… ¿qué pasará ahora? .

—No pasará nada. Yo me voy a casa. Tú te quedas aquí. Quizá podrías hacerle un favor a tu compañero de habitación y cambiarle las sábanas.

—Ah.

—¿Esperabas alguna otra cosa? —preguntó ella—. ¿Una especie de Apocalipsis inducido por el sexo?

—No. —Henry pensó en lo mucho que se había adentrado en las aguas del lago con su chaleco, en el largo rato que había permanecido allí, manteniéndose a flote con quince kilos de plomo y nailon ceñidos al pecho, escuchando su propia respiración. Había nadado hasta donde nadie había llegado antes, pero daba igual, porque él sí había llegado.

—No se lo contarás a Mike, ¿verdad?

—No, por Dios. Pero tendré que mantenerme a distancia durante un tiempo. Me has dejado muy magullada.

—¿Yo? —se alarmó Henry—. No es verdad.

Pella apartó el edredón y se señaló la parte delantera del hombro: una marca cobriza, casi literalmente la huella de un pulgar. A Henry se le revolvió el estómago.

—Tengo algunos más, seguro. —Se apartó y Henry vio las huellas correspondientes a los otros cuatro dedos cerca del omóplato—. Y esta enorme en la cadera.

—Lo siento mucho, de verdad —dijo Henry.

—No te preocupes. Forma parte del contrato social, ¿no?

Las sábanas de Owen eran de una textura sedosa y tupida. Henry no sabía si le quedaban fuerzas para levantarse. Después del esfuerzo de nadar y la noche expuesto al frío, se sentía agotado como nunca antes. Pella abandonó la cama pasando por encima de él y sirvió whisky en dos vasos, un dedo en cada uno.

—¿Cuándo vuelven? —preguntó.

A juzgar por la luz que entraba por la ventana, debían de ser casi las seis de la tarde.

—Coshwale está bastante lejos —respondió él—. A dos o tres horas. Quizá más. —Dejó que el whisky le abrasara la garganta y le calentara el estómago vacío.

—Bueno, toda prudencia es poca. —Pella ya se había enfundado los vaqueros y calzado las chancletas. Se arrodilló y buscó algo a tientas bajo la cama de Owen. Sacó su camiseta de allí y se la puso—. Fíjate qué blanca está todavía. Ni siquiera hay polvo debajo de las camas.

—Puede que haya un poco debajo de la mía. Pero creo que Owen también limpia ahí.

—¡Qué hombre! —Pella se subió parcialmente la cremallera de la sudadera y empezó a pasearse por la habitación—. No sé por qué estoy tan alterada. O sea, si mi padre es gay y es feliz, tampoco es para tanto, ¿no? O incluso si es gay e infeliz, tampoco es para tanto. Existe cierta cantidad de personas que son gays, del mismo modo que existe cierta cantidad de personas que tienen los ojos azules. O lupus. No me preguntes por qué he dicho lupus; apenas sé lo que es. Y sé que ser gay no es una enfermedad. El caso es que todo se reduce a las probabilidades. Los números. ¿Cómo puedo ponerme así de mal por una cuestión de números?

—No puedes —dijo Henry.

—Es un adulto y está en su derecho de hacer lo que le dé la gana. Y en realidad quizá sería peor si Owen fuese una chica. Si fuese una chica, podría denunciar a mi padre por acoso, y eso se convertiría en un escándalo y mi padre perdería el empleo. Eso sí sería malo. —Se sirvió otro dedo de whisky—. Supongo que Owen también podría denunciarlo. Pero por alguna razón me parece menos probable. Quizá eso sea un comentario sexista. Así y todo, incluso si Owen no lo denuncia, podrían descubrirlos. ¿Y qué pasaría entonces? Se armaría una buena.

—No creo que los descubran —apuntó Henry—. Además, Owen se va a Japón.

Pella seguía paseándose por la habitación, visiblemente angustiada. Aunque hubiera estado sentada junto a él en la cama, seguramente él no se habría atrevido a abrazarla, ni a darle una palmada en el hombro o decir «tranquila, tranquila». Apenas se conocían. Seguramente nunca más volvería a tocar a Pella Affenlight.

—Quizá deberías hablar con tu padre. —Henry se obligó a levantarse, se puso un pantalón de chándal y una camiseta. Tiritaba—. Da la impresión de que estáis muy unidos.

—Unidos —repitió ella, escupiendo la palabra como un juramento—. ¡Que si estamos unidos!

Después de tres años en Phumber Hall, Henry había aprendido a identificar las distintas pisadas de las personas. Esta vez, en cuanto llegaron al rellano de la primera planta, supo que no pertenecían a ninguna de las chicas de la segunda planta, ni a ninguno de los guaperas asiáticos que se alojaban al otro lado del pasillo. Owen había vuelto. Pero se oyeron también otras pisadas. Henry se puso en pie. Pella se detuvo y lo miró, desconcertada por lo que sin duda era una expresión muy seria en el rostro de Henry. Si él hubiera tenido más energía, quizá la habría metido de un empujón en la ducha o debajo de su cama, lo que probablemente habría acabado en una farsa aún más estúpida.

Lo que pasó fue que cuando se oyó el roce de la llave de Owen en la cerradura, él se hallaba de pie como un tonto en medio de la habitación. Pella se arrojó al mullido sillón, colgó las piernas sobre el brazo y cogió un libro del estante que tenía a su lado. Henry se miró los pies y pensó: «No llevo calcetines. Y siempre llevo calcetines».

Schwartz se quedó en el umbral mientras Owen entraba en la habitación.

—Hola, chicos —dijo Pella, apartando la mirada del libro, El arte de la defensa, con el aplomo de una actriz.

—Hola —dijo Schwartz.

—¿Cómo ha ido el día?

—No ha estado mal.

Envalentonado por la banalidad del diálogo, Henry hizo algo que lamentó al instante: habló.

—¿Cómo hemos quedado?

Schwartz lo miró, luego miró a Pella y después otra vez a él.

—Buda —dijo.

—Sí, Michael.

—¿Esta mañana te has olvidado de hacerte la cama?

Owen escrutó la cama, con los labios muy apretados y las cejas contraídas en una expresión de concentración absoluta.

—Es posible —contestó al cabo de una larga pausa, y movió la cabeza en leve asentimiento—. Es muy posible.

—Hum. —Schwartz señaló hacia el hueco entre la cama de Owen y la repisa—. ¿Y eso también es tuyo?

Allí, en las sombras convergentes del hueco, había un trozo arrugado de seda, rayón o algún otro tejido satinado, de color azul hielo. Owen lo miró durante un prolongado momento, como si en un acto de voluntad pudiera hacerlo desaparecer o al menos convertirlo en algo más equívoco de lo que tan inequívocamente era.

—No —respondió por fin, en voz baja y tono pensativo, cuando era ya evidente que Schwartz esperaba la respuesta—. Supongo que no.

Pella empezó a hablar, pero Schwartz la hizo callar con un gesto.

—No estoy enfadado —declaró con voz sonora y quebrada—. Te considero una auténtica santa. Venir aquí y recurrir a las manos. Recurrir a la boca. Recurrir a lo que sea. Debería haberte enviado antes.

—Podrías haber enviado a otra persona —dijo Pella—. Podrías haberlo hecho tú mismo.

—¿Qué has querido decir con eso?

—Ya sabes qué he querido decir. No tengo por qué ser la intermediaria. Mike, Henry. Henry, Mike.

Owen se plantó en el centro de la habitación y levantó una mano.

—Calma —dijo, con su mejor y más acaramelado tono de mediador—. ¿Por qué no nos…?

—Tú no te metas. —Pella le lanzó una mirada de inquina—. Ya sé lo tuyo.

Owen se volvió hacia ella. En su rostro se traslució un amago de comprensión y abatimiento, así que se retiró a un rincón. Henry permaneció donde estaba, inmóvil, sintiéndose invisible. Quizá eso debería haber sido un alivio, después de lo que había hecho, y sin embargo, la forma en que Schwartz y Pella ajustaban cuentas como si él no estuviese delante lo enfurecía.

—Lo siento —se disculpó ella, empleando de pronto una voz distinta, un tono más suave.

—¿Por qué has de sentirlo? ¿Por resolverlo todo? —Schwartz negó con la cabeza—. No.

Tenía la mirada desenfocada, ausente, como si se hubiese quedado ciego. Dio media vuelta, salió de la habitación y bajó las escaleras.