Se despertó con las aves antes de que el sol surcara el agua. Las nubes bajas conferían al amanecer una belleza aún mayor, reflejando y propagando por el cielo sus tenues tonalidades. Aturdido, temblando de pies a cabeza, Henry contempló aquel espectáculo. En algún momento, cuando estaba en primaria, en clase habían leído el diario de Ana Frank, y Henry, muy alarmado, preguntó por qué Ana no se había limitado a fingir que no era judía. Tal como Pedro escapó de los romanos fingiendo no ser cristiano. Según la Biblia, Pedro se metió en líos por eso, pero si lo pones en el contexto de la pobre Ana, que no sólo era real sino, además, una niña, ¿no habría sido acaso más lógico? Si acababas muerto, ¿qué más daba pertenecer a una religión que a otra? Eso dijo Henry, muy alarmado, en lo que fue el discurso más apasionado y probablemente más largo de su trayectoria académica.
Su maestra contestó que, para empezar, san Pedro sí fue una persona real, y en todo caso ser judío no era algo que uno pudiera ponerse y quitarse como un jersey. Eso puso fin a la discusión, pero Henry no se dio por satisfecho. No entendía cómo era posible que una religión, algo que se elegía libremente, pudiese marcar a las personas de manera tan irreparable.
Tampoco entendió por qué, al despertar, pensó en eso; el vestigio de una pesadilla, sin duda. Si significaba algo, parecía significar que él era quien era y no tenía adonde volver excepto Phumber Hall. El autobús a Coshwale estaba a punto de salir. Podía ir a su habitación, descolgar el teléfono y dormir. El entrenador Cox lo expulsaría temporalmente del equipo, pero eso daba igual, porque Schwartzy iba a matarlo, y eso también daba igual, porque Henry estaba cansado y se lo merecía.
Ya era casi de día, y advirtió que mientras nadaba se había desviado unos cien metros al sur del faro. Se agachó, recogió con las manos un poco de agua verdosa, la probó y la escupió. Después regresó penosamente al faro, cogió su bolsa y se puso en marcha. Los tres kilómetros hasta el campus se le antojaron treinta. Iba descalzo, ya que había perdido las sandalias de plástico en el lago. Cada piedra o raíz que lo obligaba a levantar los talones le parecía un escollo. No había comido nada desde el jueves, pero tampoco tenía hambre.
Cuando llegó a su habitación, desenchufó el contestador, que parpadeaba, se sirvió un vaso de agua y se fue a dormir.
Lo despertó, a plena luz del día, un aporreo desesperado en la puerta. Se tapó la cabeza con las mantas —«esto también pasará»—, pero el aporreo no cesó, y una voz femenina pronunció su nombre a gritos con un airado tono interrogativo. A trompicones y en calzoncillos, se acercó a la puerta e hizo girar torpemente el pomo. Allí estaba Pella Affenlight.
—Henry —dijo—. Qué mal aspecto tienes.
«El tuyo tampoco es muy bueno», pensó él. En efecto, también ella estaba ojerosa, como si hubiese pasado en vela toda la noche, pero uno no hacía esa clase de comentarios a la gente.
—Perdona, no lo he dicho con mala intención. Mike está hecho una furia, como te imaginarás. Me llama cada diez minutos… no para hablar conmigo, claro… Pero oye… A ver, ¿qué era lo que tenía que decirte? Ha dejado las llaves puestas en su coche, y el coche está en el aparcamiento del CDU. Si el motor no arranca, dale gas. ¿Y qué más? Ah, sí. En el asiento de delante encontrarás las indicaciones para llegar a donde se supone que deberías estar ahora.
Henry asintió.
—Gracias.
—De nada. ¿Qué otra cosa podría hacer yo en una mañana de domingo? Mensajera al servicio de los astros. —Pella bajó la mirada hacia los pies de Henry, todavía arrugados y muy blancos—. Siento lo del partido. Eso sí fue mala suerte.
—Suerte —repitió Henry.
—Supongo que «suerte» no es la palabra. En cualquier caso, yo sólo… Si alguna vez quieres hablar, ya sabes dónde encontrarme.
—Gracias.
—Veo que nunca dices más de una palabra seguida.
—Lo siento.
—Vaya, eso ya está mejor.
Henry esperaba que se marchara, pero ella se quedó allí, jugueteando con los cordones de su sudadera, lanzando miradas alternativamente a los pies de él y al interior de la habitación. Henry buscó algo cortés que decir, algo con más de una palabra.
—¿Te apetece un té?
Pella se encogió de hombros.
—Probablemente tendrás prisa. Lo de las indicaciones en el asiento y tal.
—No pienso ir a ninguna parte.
—Ah, bueno. Siendo así, bien. Tomaré un té.
En realidad, Henry nunca había preparado té; eso era competencia de Owen. Intentó apagar el hervidor en el momento adecuado del borboteo, e intentó echar la cantidad correcta de English Breakfast en la tetera de porcelana, pese a que no sabía bien cuál era la cantidad correcta. Pella permaneció en medio de la habitación, sobre la alfombra, y echó un vistazo alrededor.
—Este sitio es muy agradable —comentó—, para ser la habitación de una residencia.
—Casi todo es de Owen.
—¿Owen ha pintado esto? —Pella señaló el cuadro verde y blanco que colgaba sobre la cama de Henry, el que a éste le gustaba porque parecía un diamante de béisbol emborronado.
—Cuando me instalé aquí le hice esa misma pregunta, y me contestó: «Más o menos, pero se lo robé a Rothko». Pensé que Rothko era una tienda, que lo había robado de verdad. Me quedé asombrado, por lo grande que era. ¿Cómo había podido robarlo? Luego me matriculé en Arte.
Pella soltó una carcajada. Henry lamentó haber contado la anécdota, que lo hacía quedar como un tonto. Hablar le requería un esfuerzo enorme, como si sacara piedras de un pozo, pero había decidido intentarlo. Así al menos ella parecía animarse un poco.
—Esto os gusta realmente, ¿verdad que sí? —dijo ella.
—¿A qué te refieres?
—O sea, todos vosotros… tú, Mike, mi padre. Tal vez incluso Owen, aunque a Owen en realidad no lo conozco. Da la impresión de que esto os encanta. Como si no quisierais marcharos. Sospecho que Mike no quería ingresar en la facultad de Derecho, que se saboteó a sí mismo de una manera inconsciente para no tener que marcharse de aquí, el único lugar donde ha sido feliz. Si no, ¿por qué presentó solicitudes sólo en seis universidades? Las seis mejores del país. Es absurdo.
—En cualquier caso va a graduarse. No puede quedarse aquí.
—No puede quedarse, pero tampoco puede irse; no sin un destino. Y bueno, a lo mejor a ti te pasa lo mismo. Quizá no estés preparado.
Henry la miró.
—Perdona —dijo Pella.
—Todos los demás piensan que yo deseaba demasiado ser profesional, y tú crees que no lo deseaba en absoluto.
—¿Y tú?, ¿qué crees?
—Yo creo que por mí os podríais ir todos a la mierda.
Ella sonrió.
—Ése es el primer paso hacia la recuperación. —Se acercó a la repisa, donde había varios objetos muy juntos: una pelota de béisbol, la solitaria botella de whisky de Owen y un libro delgado, encuadernado en piel azul marino—. Aquí ni siquiera hay polvo —comentó. Desenfundó la botella ambarina de su caja cilíndrica de cartón—. ¿Puedo?
Henry asintió. Ella se sirvió un poco en un vaso ancho, bebió un sorbo.
—Hum. No está mal —dijo con cara de aprobación, y se lo ofreció a Henry.
Él cogió el vaso y bebió un poco de aquel licor que tanto se parecía al color de los ojos de Schwartzy. Falto de sueño como estaba, sus sentidos se vieron desbordados por aquel sabor. Tosió y escupió en la alfombra.
—Oye, no lo desperdicies.
Pella se acomodó en la cama de Owen con las piernas cruzadas. Cogió el libro azul marino —parecía un viejo anuario— y lo abrió. Miró a Henry.
—Mi padre se acuesta con Owen.
—¿Tu padre? ¿El rector Affenlight?
Pella le entregó el libro abierto.
—Arriba, a la izquierda.
Parecía un retrato juvenil de algún poeta o dramaturgo ahora famoso, la clase de imagen que Owen enmarcaría para llenar uno de los pocos huecos en sus paredes. De pronto Henry reconoció vagamente el par de arces en segundo plano; y el edificio detrás de los árboles, si se pasaba por alto la tonalidad clara de la pintura de la puerta, podía ser fácilmente Phumber Hall. Y acto seguido las facciones del hombre alto que empujaba la bicicleta también se fraguaron en un todo reconocible. Un trocito de post-it morado marcaba la página.
—¿Tu padre estudió aquí?
—Promoción del setenta y uno —respondió Pella—. Chicos, arriba los corazones, y tal.
Henry se acordó del día en que subió allí con los dos vasos de leche y encontró al rector en la habitación.
—¿Por qué pones esa cara? —preguntó Pella—. ¿Lo sabías?
—No… no.
—Pero.
—Pero… este año tu padre ha ido a muchos partidos.
Ella asintió.
—Quería creer que eran imaginaciones mías —dijo—. Pero ahora encuentro aquí este anuario, como caído del cielo. Y fíjate, tú ni siquiera te sorprendes. ¿Cuántas pruebas más necesito?
Cogió el anuario de las manos de Henry y se tumbó en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada de Owen. Miró la fotografía largo rato, sin decir nada.
Bajo la ventana, el Patio se hallaba en el culmen del silencio de última hora de un domingo por la mañana. Sin pájaros, sin grillos, sin el susurro de la brisa en las hojas grandes como guantes de los arces. Cuando el pelotazo de Henry había alcanzado a Owen en la cara, sus compañeros de equipo, el público, los árbitros e incluso los jugadores de Milford enmudecieron, como si con su silencio pudieran ayudar a Owen a curarse las heridas. Y ese sábado, el día anterior, cuando entregó a Starblind la bola y regresó a la caseta, tampoco se oía ningún sonido en el campo, ni siquiera un «¡Qué malo eres, Henry!» por parte de los seguidores de Coshwale. Sus compañeros de equipo, incapaces de mirarlo siquiera, fingieron estar absortos en los vasos de plástico aplastados y las pipas tiradas por el suelo de la caseta. ¿Por qué no decían algo, algo grosero o estúpido o que no viniera al caso? Si el silencio era por consideración a él, en realidad poco lo ayudó. Él quería abrirse paso a través de esos falsos silencios a fuerza de gritos y gemidos, quería ponerles fin para siempre. Y sin embargo allí estaba, atrapado en otro de esos silencios, un silencio nimio entre dos personas, y ni siquiera a ése era capaz de ponerle fin.
Un mechón del cabello de Pella, de color vino, se había separado del resto y se extendía por la almohada verde claro, como una curva sinusoidal achatada o la fila que forma una procesión de hormigas. Henry tendió el brazo y lo tocó con los dedos, un gesto extraño en él.
Pella tensó el cuerpo por un instante; luego se relajó.
—Es una fotografía excelente —dijo—. Me gustaría tener una copia.
Henry vio, bajo la cintura holgada de los vaqueros de Pella, una fina, brillante y estrecha tela azul hielo. Con una ligera vacilación, apartó los dedos de su pelo y resiguió el delicado contorno de su mejilla. Ella echó hacia atrás el mentón y los ojos para mirarlo.
—¿Estás nervioso?
—No.
—No lo estés. —Le agarró la muñeca y le guió la mano por su cuerpo hacia el azul hielo—. Cuéntame cómo te sentiste cuando te marchaste del campo.