Al acabar el partido, Henry se unió por un momento a la celebración de sus compañeros en torno a la meta. Entretanto, permaneció atento a las gradas próximas a la primera base, donde Aparicio firmaba un autógrafo para el hermano menor de Sal. Él, Aparicio, que tal vez pronto fuera presidente de Venezuela, vestía chaqueta y corbata: había viajado hasta allí desde Saint Louis, se había puesto chaqueta y corbata para ver a Henry humillarse de una vez para siempre. Era tal como Henry había imaginado, se lo veía en tan buena forma como en su época de jugador, con el cuello largo y regio, la piel de un moreno almendrado, los hombros no más anchos que los del propio Henry. Cerca de él, Dwight Rogner hablaba por el móvil, y Henry no necesitó saber leer los labios para adivinar qué decía: «Olvídate de ese Skrimshander».
Henry cogió su bolsa y se mezcló entre la multitud, como si fuera a estrecharle la mano a Affenlight, que estaba allí solo y que le dirigió una de esas miradas compasivas que Henry tendría que pasarse el resto de su vida eludiendo. Cuando el rector desvió la vista, Henry se escabulló por detrás de la valla de protección y cruzó sin mayor tropiezo la tierra de nadie que separaba el campo de béisbol del estadio de fútbol de Westish. Allí, a la sombra de uno de los arcos de acceso, entre los olores frescos y dulces del musgo y la descomposición vegetal, se sentó y lloró.
Después se sintió mucho peor. Lo que en el diamante había sido una intensa ansiedad adrenalínica, alimentada por la determinación —«sacadme de aquí, llevadme lejos de todo el mundo»—, empezaba a quedar reducida a un malestar apagado y sordo y un deseo de aislamiento. Llegaría un momento, y luego otro, y luego otro. Esos momentos serían su vida.
Abrió el cajón donde guardaba el chaleco lastrado que usaba para hacer estadios, se lo puso encima de la camiseta de los Cardinals y se abrochó las correas. El partido había acabado casi al atardecer y ahora ya era de noche. Se ajustó más las correas hasta que el chaleco se le hincó en el pecho.
Abandonó el estadio y se encaminó hacia el lago, a través de los campos de entrenamiento. El viento soplaba desde el agua, frío y cortante. Descendió hacia la playa por el pequeño terraplén rocoso, agarrándose a arbustos escuálidos para no perder el equilibrio, y se dirigió hacia el norte por la orilla.
Al final de la playa nacía un sendero que atravesaba una zona de hierba, correosa y aplanada por la lluvia, plagada de insectos. Al cabo de tres kilómetros, el sendero desembocaba en una especie de prado, segado por los servicios de mantenimiento del condado durante el verano, donde se alzaba el faro. Con el habitual trote de cuando llevaba el chaleco lastrado, Henry rodeó parcialmente el faro, dando palmadas a las letras repujadas de la placa que la Sociedad de Historia había fijado al estuco, y luego volvió atrás. Más al norte sólo había una alambrada alta que iba de la orilla del lago a la carretera, situada a cierta distancia al oeste. Al otro lado de la alambrada se extendía un bosque propiedad de un particular. Y más allá del bosque estaba el siguiente pueblo en dirección norte. Henry no sabía cómo se llamaba el pueblo; nunca había estado allí.
El faro era un cilindro ahusado alto y blanco, que ya no se empleaba, pero que se conservaba en buen estado. En todas las tiendas y restaurantes de Westish había pinturas y fotografías de él. La puerta de tablones anchos estaba en el fondo de un ancho vano. Tiró de los picaportes de hierro en forma de flecha, pero estaba firmemente cerrada. Dejó la bolsa en el vano y se adentró en el agua helada.
Justo cuando las lentas olas le llegaban a la barbilla, encontró un banco de arena y el agua volvió a quedarle a la altura de la cadera. El viento le atravesaba la camiseta y el chaleco mojados. Le castañeteaban los dientes. El agua, pese a lo fría que estaba, le resultaba reconfortante en comparación con el viento. Se agachó para hundir la cabeza en ella, y al hacerlo su gorra de los Cardinals quedó flotando, como si se negara a participar en aquella idiotez; las olas la arrastraron fuera de su alcance, hacia la oscuridad. Se echó a nadar.
Debido al peso del chaleco, le resultó difícil, casi imposible, dar las primeras diez o doce brazadas. Pero en cuanto consiguió avanzar a cierta velocidad, el chaleco dejó de ser un gran obstáculo. Nadó más allá de la primera boya, más allá de la segunda. Las luces del campus quedaron atrás. Siguió nadando.
Cuando tuvo la sensación de haber atravesado casi medio lago, disminuyó el ritmo, limitándose a bracear suavemente, con el mentón por encima del agua oscura, sobre cuya superficie el aire también era oscuro. Sólo veía estrellas. Allí no había gaviotas ni nada que escuchar. Pensó que tal vez nadie hubiera nadado antes hasta allí, tan lejos de la orilla. O quizá sí fuera habitual desde hacía cientos o miles de años. Quizá incluso fuese un deporte normal. El agua parecía gemir bajo su propio peso, el peso de más agua.
Volvió la cabeza hacia el campus, convertido en unos cuantos puntos de luz a lo lejos. Vació la vejiga en el agua. Con eso su cuerpo se calmó, aunque sólo por un momento.
Hasta entonces, su único deseo era que nada cambiase nunca. O que las cosas sólo cambiasen para bien, mejorando poco a poco, día a día, eternamente. Dicho así parecía una locura, pero eso era lo que el béisbol le había prometido, lo que el Westish College le había prometido, lo que Schwartzy le había prometido. El sueño de que todos los días fueran iguales. De que cada día fuese como el anterior, sólo que un poco mejor. Hacías el estadio un poco más deprisa. Levantabas un poco más de peso en el banco. Le pegabas a la bola un poco más fuerte en dirección a la jaula; después veías el vídeo con Schwartzy y entendías un poco mejor tu movimiento con el bate. Y ese movimiento pasaba a ser un poco más sencillo. Todo pasaba a ser más sencillo, poco a poco. Comías lo mismo, te despertabas a la misma hora, vestías la misma ropa. Las complicaciones, las malas costumbres, los pensamientos inútiles, todo lo que no necesitabas, quedaba atrás lentamente. Sólo permanecía lo que era sencillo y útil. Mejorabas poco a poco hasta el día en que todo era perfecto y seguía así para siempre. Eternamente.
Sabía que, expresado de ese modo, parecía una locura. Querer ser perfecto. Querer que todo fuese perfecto. Pero ahora tenía la impresión de que eso era lo que había anhelado desde su nacimiento. Quizá ni siquiera fuese el béisbol lo que adoraba, sino esa idea de perfección, una vida perfectamente sencilla en la que todo movimiento tuviera un significado y el béisbol sólo fuese el medio con que conseguirlo. Con el que podría haberlo conseguido. Parecía una locura, desde luego. Pero si tu esperanza más profunda, la premisa en que se basaba tu vida entera, sonaba a disparate en cuanto la expresabas con palabras, ¿qué quería decir? Quería decir que estabas loco.
Cuando acababa la temporada, sus compañeros de equipo, Schwartzy incluido, se atracaban de cualquier cosa que tuvieran a mano: tabaco, cerveza, café, sueño, porno, videojuegos, chicas, postres, libros. Daba igual con qué, siempre y cuando se atracaran. Atracarse no les hacía sentirse bien. Los veías deambular de un lado a otro, aturdidos y legañosos, pero tenían la libertad de atracarse, y eso era lo que contaba.
Henry sabía que a él no era la libertad lo que le interesaba. La única vida digna de vivirse era la vida sin libertad, la vida que Schwartz le había enseñado, la vida en la cual estabas encadenado a tu único y verdadero deseo, el deseo de sencillez y perfección. Entonces los días eran espacios azul celeste en los que avanzabas con facilidad. Realizabas sacrificios, y esos sacrificios tenían sentido. Comías hasta saciarte y luego bebías SuperBoost, porque cada gramo de músculo significaba algo. Avivabas el fuego, alimentabas la máquina. Por mucho que trabajaras, nunca sentías agobio ni prisas, porque estabas haciendo lo que querías, y por tanto un momento generaba el siguiente, sencillamente. Nunca había entendido cómo era posible que sus compañeros de equipo llegaran tarde al entrenamiento, o casi tan tarde que tenían que apresurarse para cambiarse de ropa. En sus tres años en Westish, él nunca se había cambiado de ropa con prisas.
Moviendo los brazos y las piernas, se mantuvo a flote durante un rato largo, muy largo, sintiendo que sus extremidades desplegaban una fuerza espontánea e inagotable. Le pareció que podía seguir así eternamente. Por fin, se volvió hacia la orilla y dejó que sus miembros lo llevaran nadando hacia allí, con la ayuda de las olas que le lamían la espalda. Cuando llegó a la orilla, se quedó a cuatro patas, como un animal, en aquella agua apestosa y llena de algas. No veía el faro, y no sabía si estaba al norte o al sur. De pronto, su cuerpo cedió. Le castañeteaban los dientes, literalmente le tableteaban. Sintió convulsiones en los hombros y los pulmones a punto de reventar. Tenía toda la vida por delante: la idea no lo reconfortó. Se quitó la ropa mojada, se acurrucó en la arena, tan hundido en ella como pudo, y se durmió.