Después de la cena, Schwartz y Owen buscaron a Henry en la biblioteca y en la Asociación de Estudiantes —era lo único que estaba abierto los sábados por la noche—, pero no hallaron ni rastro de él. Tampoco estaba en su habitación, ni con sus padres; la madre de Henry había llamado a Owen al móvil preguntando por él, y Owen le dijo que Henry se había ido a dar un paseo.
Fueron al CDU y peinaron el edificio de abajo arriba, encendiendo todas las luces a su paso, y luego de arriba abajo, apagándolas otra vez. Schwartz cerró con llave cuando se marcharon. Una brisa suave y fresca soplaba en dirección oeste procedente del lago.
—Esto no me gusta —dijo Schwartz—. Esto no me gusta nada.
—Henry es una persona adulta —contestó Owen—. O casi. Seguramente lo único que le apetece ahora mismo es estar solo.
—Pues es precisamente ahora cuando no hay que permitir que se quede solo. No sin antes decirnos dónde está. —Schwartz levantó su reloj bajo el frío resplandor azulado de una lámpara de seguridad—. El autobús a Coshwale sale dentro de ocho horas.
—Quizá deberíamos volver al lugar del crimen.
Buscaron en el campo de béisbol de Westish, y después en el gran óvalo de piedra del estadio de fútbol. Nada. Había muy pocas luces cerca y la luna suspendida entre las masas de nubes se veía tan fina como una pestaña. Schwartz nunca había experimentado esa clase de oscuridad antes de ingresar en Westish; en sus primeros días en el campus le daba miedo quedarse dormido, como si la noche y el silencio fueran a engullirlo. Ahora se preguntaba si sería capaz de volver a vivir en una ciudad.
—Supongo que no estará ahogando sus penas —comentó Owen.
Henry nunca pisaba un bar a menos que se viera obligado, como cuando se celebraba el cumpleaños de un compañero de equipo o la noche en que todos los años los Arponeros celebraban la ceremonia de iniciación de los nuevos miembros del equipo. Aun así, Schwartz y Owen, sin proponérselo, encaminaron sus pasos hacia el Bartleby’s. Westish no era muy grande, y había pocos sitios donde buscar.
Para quienes no jugaban al béisbol, era la hora punta para el consumo de alcohol: las doce de un sábado de primeros de mayo, cuando todavía faltaban dos semanas para los exámenes finales. La cola de acceso al Bartleby’s serpenteaba entre las cuerdas dispuestas a la entrada, como en un parque de atracciones, y seguía manzana abajo. Las chicas, con sus vestidos ligeros, tiritaban, apretujándose de dos en dos bajo una única y delgada chaqueta negra. Los chicos llevaban las manos hundidas en los bolsillos y procuraban disimular el frío.
Schwartz desprendió la cuerda de su poste de metal rematado en una esfera y se dirigió hacia el principio de la cola, seguido por Owen. Uno de los jóvenes defensas del equipo de fútbol de los Arponeros se había subido a un taburete junto a la puerta y jugueteaba con su contador de público. Schwartz le dio una cordial palmada en el pecho.
—López, pensaba que ya habías dejado los estudios.
López se encogió de hombros.
—Todavía no.
Schwartz echó un vistazo a través de la puerta de cristal tintado.
—Esto está bastante lleno.
—Hasta los topes —contestó López—. Ahora mismo no dejo entrar ni siquiera a las chicas.
—¿Has visto a Skrimmer?
—¿A Henry? ¿Aquí? —López entornó los ojos y se rascó el mentón, como si lo obligaran a cavilar sobre un acertijo complicado—. Supongo que no. El que sí está dentro es Adam.
—¿Starblind? ¿Qué hace aquí? Mañana tenemos dos partidos.
López hizo un gesto de indiferencia.
—Y yo qué sé. Está con una tía.
—Estupendo —dijo Schwartz—. Magnífico.
Faltaban siete horas para que saliera el autobús rumbo a los dos partidos más importantes de su carrera en Westish y, si perdían (cosa que no ocurriría), los últimos. No sólo no se había ido a dormir todavía, no sólo se había quedado sin medicamentos, con el consiguiente cabreo, no sólo sentía cada latido de su corazón en las destrozadas rodillas, no sólo su mejor jugador estaba con el ánimo por los suelos y en paradero desconocido, sino que, además, su segundo mejor jugador incumplía el toque de queda por ir detrás de un culo.
—¿Te importa si entramos a echar un vistazo?
López apoyó un antebrazo carnoso en la puerta de cristal, permitiéndoles colarse sin pagar los dos dólares de la entrada. El Bartleby’s rebosaba de cuerpos y luces parpadeantes. Carteles de neón en letra cursiva resplandecían en las paredes, anunciando las cervezas locales de toda la vida —Schlitz, Blatz, Hamm’s, Pabst, Huber, Old Style—, ahora propiedad de una tabaquera del sur. En los televisores se veían los playoffs de la NBA, en la máquina de discos sonaba hip-hop del malo, dos fornidos lugareños apuntaban con escopetas de plástico en la consola del Big Buck Hunter IV. Owen se inclinó para hablarle a gritos a Schwartz al oído.
—¿Qué dices? —contestó Schwartz, vociferando a su vez.
—He dicho «estoy pisando cerveza».
—Todos estamos pisando cerveza.
—Pero ¿por qué? Es repugnante.
El ruido era demasiado ensordecedor para explicarle a Owen las características del cortejo heterosexual, de modo que Schwartz siguió abriéndose paso a empujones entre la muchedumbre, escrutando el lugar por encima de las gorras de béisbol y el lustroso pelo de las chicas, incapaz de dejar de buscar a Henry aun a sabiendas de que era imposible que estuviese allí. Dios santo, qué bien olía la cerveza. Procuraba no beber antes de un partido, pero a falta de Vicoprofen —se le había acabado esa mañana—, unas cuantas cervezas casi constituían una necesidad.
Owen le tocó el hombro.
—Veo a Adam.
—¿Dónde?
—Al final de la barra.
Le tapaba la cara la abundante cabellera trigueña de una chica a la que estaba besando, pero la resplandeciente cazadora plateada era inconfundible. Concluido el beso, se sacó una rodaja de lima de la boca, la dejó en un vaso achatado y levantando dos dedos le hizo seña al camarero de que sirviese otra ronda. La chica le echó un brazo al cuello y apoyó la cabeza en su hombro en un gesto de ebria veneración.
—Vaya por Dios —dijo Owen.
Schwartz, apretando y abriendo los puños lentamente, avanzó a codazos entre la multitud que se agitaba y medio bailaba. El camarero sirvió otros dos chupitos de tequila. Sophie se puso de pie, se recogió el cabello con las manos y le ofreció el cuello a Starblind, que se lo lamió lentamente; luego cogió un salero de la barra y espolvoreó la piel húmeda de Sophie. Ésta cogió una rodaja de lima y se la colocó entre los dientes con la pulpa hacia fuera. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Starblind se inclinó, le lamió la sal del cuello con la lentitud de un lagarto y, con un golpe de muñeca en el momento mismo en que se disponía a dar el beso, lanzó hacia atrás, por encima del hombro, el contenido de su vaso. El chorro de tequila, iluminado por la luz estroboscópica, fue a dar de lleno a la camisa de Schwartz.
—Hola, chicos —dijo Schwartz.
Starblind palideció.
—¡Vaya, Mikey! —chilló Sophie.
Echó los brazos al cuello de Schwartz y osciló hacia él para darle un beso en la mejilla. Al igual que su hermano, tenía la tez blanquecina como tripa de pescado, pero sin el aspecto curtido de Henry después de someterse al viento invernal una mañana tras otra haciendo estadios, y con la rojez moteada por efecto del tequila que se extendía de sus mejillas al cuello de su ligero vestido.
—¡Vaya, Owen! —exclamó, y lo abrazó también.
El Buda esbozó aquella despreocupada sonrisa que le había valido su apodo.
—Hola, querida. ¿Te diviertes?
—Sí. ¿Dónde está mi hermano? Necesito encontrar a mi hermano. Tomemos un trago todos juntos.
—Teníamos la esperanza de que vosotros lo hubieseis visto —dijo Schwartz—. ¿Dónde está Pella?
—Pella es preciosa —dijo Sophie.
—Estoy de acuerdo. Buda, ¿te importaría invitar a Sophie a un café? Tengo un asunto que tratar con Adam.
—Claro, capitán. —Owen rodeó con su delgado brazo los hombros de Sophie y se la llevó, gesticulando con la otra mano a la vez que empezaba a contarle una historia complicada.
Sophie asintió hipnóticamente, frunciendo el entrecejo como si quisiera demostrar que, por borracha que estuviese, era lo bastante lista como para seguir el hilo de lo que Owen decía. El bueno de Buda…
Schwartz miró a Starblind, cuyas mejillas casi habían recuperado el color, aun cuando en su rostro no se advertía el menor atisbo de su gélida sonrisa.
—¿Dónde está Pella?
Starblind se encogió de hombros con expresión hosca.
—Me he cruzado con ellas en la calle. Pella ha dicho que no se encontraba bien.
—¿Te ha dejado a cargo de Sophie?
Schwartz sólo podía cabrearse con Starblind hasta cierto punto; Starblind era Starblind, igual que un perro es un perro y un tiburón un tiburón. No cabía esperar distinciones morales de un tiburón, ¿verdad? Pero Pella… ¿en qué estaría pensando para dejar a la hermana de Henry en manos de un tiburón? ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Cómo podía ser tan irresponsable? Él confiaba en ella, quería confiar en ella, quería que estuviera a la misma altura moral que él. Y de pronto se descolgaba con una cosa así.
—El toque de queda del equipo es a las doce de la noche —añadió.
—Lo mismo podría decirte yo a ti.
Schwartz lo miró desde arriba, subrayando la ventaja de su estatura.
—No te lo aconsejo.
—No estaba bebiendo —adujo Starblind—. Si eso es lo que has pensado. Sólo le estaba enseñando el pueblo a Sophie.
—Es la hermana de Henry.
—¿Y qué? ¿Tú nunca has ligado con la hermana de nadie?
—Tiene diecisiete años.
Starblind hizo un gesto de indiferencia.
—Me ha dicho que tiene dieciocho. Además, Skrim me debe una. Hoy ese cabrón me ha costado una victoria.
Schwartz agarró a Starblind del mismo modo que se agarra a un bebé para sacarlo de una bañera, por las axilas, sosteniéndolo con los brazos extendidos para que no te moje la camisa, por más que Schwartz ya tuviera la camisa manchada de tequila. Starblind agitó los pies y pataleó. Schwartz lo estampó contra el costado de la máquina de Buck Hunter, que se tambaleó. Dos lugareños fornidos se volvieron para dejar constancia de su disgusto, pero se quedaron inmóviles al detectar en la mirada de Schwartz una ira amenazadora.
Schwartz plantó el antebrazo izquierdo en la clavícula de Starblind para inmovilizarlo contra la máquina. Starblind se golpeó la cabeza contra la superficie de plástico. El dolor lo hizo enfurecerse, y la furia, sonreír. Uno de los rasgos de Starblind era que nunca se echaba atrás.
—¿Qué coño te pasa? —dijo—. Henry te la ha estado mamando desde hace años. Yo sólo quería un poco de amor de una Skrimshander.
Schwartz deslizó el antebrazo hacia arriba, desplazándolo del pecho a la nuez. Starblind, tosiendo, volvió la cabeza para intentar tomar aire y lanzó la rodilla contra los huevos de Schwartz. Fue un golpe de refilón, pero un golpe al fin y al cabo. Schwartz se dobló, se irguió de nuevo, empujó la frente de Starblind con la palma de la mano y le estampó otra vez la cabeza contra la máquina. Starblind puso los ojos en blanco. Retorciéndose y revolviéndose, liberó una mano lo suficiente como para asestar unos cuantos golpes a bulto.
Incluso en la bruma de su rabia, Schwartz se dio cuenta de que en el bar abarrotado y ruidoso empezaba a percibirse el inicio de una pelea. Tenía que poner fin a aquello antes de que algún poli al que no conociera se presentase allí y el asunto les costara caro. De buena gana habría matado a Starblind, pero se limitó a cerrar el puño y asestarle un violento golpe en el plexo solar, donde nadie se daría cuenta y donde el dolor no le impediría jugar al día siguiente. Starblind soltó el aire a la vez que, apoyado contra el costado de la máquina, resbalaba hacia el suelo húmedo de cerveza. Alzó la vista hacia Schwartz y estornudó penosamente.
—¡Eh! —protestó Sophie cuando Schwartz le cogió el brazo, pesado como el plomo a causa de la embriaguez, se lo echó al cuello y la llevó hacia la salida—. Pensaba que íbamos a tomar un trago. ¿Dónde está Henry? ¿Dónde está Adam? —Se inclinó y le dijo al oído—: Es una pasada de tío. Una verdadera pasada.
—Es todo un bombón —convino Owen mientras mantenía abierta la puerta de la calle.
López les dirigió un saludo militar, y salieron a la noche.
—Tengo el coche un poco más abajo —dijo Schwartz—. Por aquí.
Aún no habían llegado al Buick cuando empezó a sonar el móvil de Schwartz. O más probablemente sonaba desde hacía rato y en medio del estruendo del Bartleby’s él no lo había advertido. Echó una ojeada al identificador: CASA.
—Hola.
—Hola —dijo Pella—. ¿Ha habido suerte?
—Hemos encontrado a un Skrimshander. Pero no al que buscábamos.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a Sophie. ¿Te acuerdas de Sophie, la niñita que debías cuidar? Me la he encontrado en el Bartleby’s, como una cuba. Starblind le estaba lamiendo la cara, así que le he sacudido, cosa que quizá no debería haber hecho, pero qué remedio. —Schwartz, furioso otra vez, dio un puñetazo al capó del Buick—. ¿Qué has hecho, Pella? ¿Emborracharla y endosársela al tío más turbio que has encontrado? ¿En qué estabas pensando? ¿Dónde estás?
—En tu casa.
—¡Eso ya lo sé! —vociferó él—. ¿Por qué no estás con Sophie? ¿Por qué tengo que ser la niñera de toda la puta universidad? ¿Por qué no puedo preocuparme sólo de lo que tengo que preocuparme?
El viento que barría la calle se llevó su voz. Una pandilla de chicas de segundo curso salieron del Bartleby’s tambaleándose sobre sus zapatos de tacón, de camino a alguna fiesta particular. Todas llevaban tops ajustados y minifaldas de volantes, pero no había dos prendas exactamente iguales, ni en corte ni en color, y debido a esas ligeras variaciones, los conjuntos parecieron más cuidadosamente orquestados cuando entrelazaron los brazos y pasaron junto a ellos haciendo como si no lo oyeran. Schwartz intentó buscar consuelo echando una larga mirada a sus diez esbeltos muslos enrojecidos por el frío, pensando en lo probable que era que hubiese estado entre cuatro o seis de esos muslos en noches de ebriedad e inconsciencia, pero fue inútil: ahora las chicas se le antojaban absurdas, y ya no tenía la sensación de que el universo contuviera una provisión interminable de muslos rosados y anónimos entre los que poder huir de sus problemas. Pella nunca se vestiría así.
—Lo siento —dijo Pella con más hosquedad que disculpa—. Después de la cena nos hemos encontrado con Adam y le he preguntado dónde estaba el hotel, y me ha dicho que iba en esa dirección y que ya acompañaría él a Sophie. ¿Por qué no iba a creerle? Y luego he venido aquí para verte. —Guardó silencio por un momento y, en vista de que Schwartz no lo llenaba con su vozarrón, se aventuró a cambiar de tema—. ¿Todavía no se sabe nada de Henry?
—No.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé —contestó Schwartz—. Primero he de dejar a Sophie en algún sitio. No puedo llevarla al hotel con sus padres en este estado.
—¿Saben que Henry ha desaparecido?
—Voy a llamarlos ahora. Les diré que sus dos hijos duermen plácidamente.
—De acuerdo. —Pella dejó escapar una vez más aquel suspiro suyo de gato herido—. Mike, ya sé que éste no es buen momento, pero de verdad que necesito hablar contigo. Tiene que ver con mi padre.
—Ya llegaré. Tú no te muevas de ahí.
Para cuando hubo telefoneado a los Skrimshander y se sentó al volante del Buick, Sophie dormía hecha un ovillo en el asiento trasero, grande como una cama, un sitio por donde habían pasado casi todas las conquistas de Schwartz en el instituto. Tenía las rodillas encogidas contra el pecho, y sus pantorrillas, blancas como la luz del sol, relucían bajo el dobladillo del vestido arrugado. Si no estaba chupándose el pulgar, por lo menos tenía la uña del mismo metida pensativamente entre los dientes. Borracha y dormida, despojado su rostro de la actitud de desafío y el anhelo de sofisticación de una adolescente, se parecía aún más a su hermano. Schwartz arrancó el motor con la mayor suavidad posible; procuró poner la marcha sin crear la habitual impresión de que el chasis se desprendía, y se apartó del bordillo.
—Estoy preocupado —dijo.
Owen asintió. Bajaron por Groome Street al ralentí, sin que Schwartz pisara el acelerador en ningún momento, escrutando en silencio los arbustos como un par de policías que llevaran patrullando juntos toda la vida.
—Dejaremos a Sophie en tu habitación, si no te importa.
—Claro que no me importa.
Schwartz aparcó en la zona de descarga del comedor. Sophie no dio la menor señal de despertarse cuando cogió en brazos su cuerpo ligero como el de un pájaro y, con ella a cuestas, cruzó el Patio Pequeño, notando en el muslo el delicado golpeteo de sus sandalias sujetas al tobillo con cordones. Una caja llena de libros de historia del arte mantenía abierta la puerta de entrada de Phumber Hall, por lo que el lector de tarjetas de banda magnética parpadeaba continuamente en verde. A través de una ventana de la planta baja se oía el himno hip-hop del momento a todo volumen, acompañado de un coro de voces arrastradas y eufóricas. La canción se apagó lentamente y de inmediato empezó otra vez, encabezada por las rítmicas escalas del bajo.
—¿Una cerveza? —ofreció Owen.
—No veo por qué no.
Owen se coló en la fiesta y regresó con dos vasos de plástico coronados de espuma.
—Desnudos —informó.
—¿Las chicas también?
—Todo el mundo.
Owen subió con las cervezas. Schwartz lo siguió con Sophie. La tácita esperanza de ambos era que Henry estuviera allí, tendido en la cama, leyendo números atrasados de Sports Illustrated. Y entonces Schwartz arremetería contra él como nunca antes —llevaba toda la noche preparando el rapapolvo que le echaría, recreándose en cada frase con fruición— y todo acabaría bien. Pero la habitación estaba a oscuras y vacía. La ira escapó del cuerpo de Schwartz, llevándose consigo lo que le quedaba de energía y esperanza. Dejó a Sophie en la cama deshecha de Henry, la tapó con el edredón y apartó el extremo inferior de éste para desatarle las complicadas sandalias, que colocó junto a la puerta. Owen le entregó una cerveza tibia y demasiado espumosa, que él aceptó sin mediar palabra. Bebió un trago largo y lento. Las diez manzanas de regreso a Grant Street, donde estaba Pella, se le antojaron de pronto dos mil kilómetros. Se tumbó boca arriba en la alfombra de color sangre y soñó a saber con qué.