Izzy anotó la carrera ganadora en el segundo partido del doble enfrentamiento de ese día, cuando, con el marcador igualado a seis en la segunda mitad de la décima entrada, Schwartz consiguió un doble en el ángulo izquierdo del campo. Cuando Izzy cruzó la meta, los Arponeros salieron en tropel de la caseta para recibirlo, intercambiando choques de puño, abrazos masculinos y expresiones de elogio. El reparto de puntos de la jornada los colocó por detrás de Coshwale en la clasificación de la UMSCAC, a falta de otro enfrentamiento doble al día siguiente en casa de los Muskies.
—Mañana —dijo alguien, y aquello se convirtió en una cantinela que repetir y a la que contestar con gestos de asentimiento.
—Mañana.
—Mañana.
Una vez en el vestuario, iniciaron sus rituales privados posteriores a un partido, realizando estiramientos y aplicándose calor y frío, duchándose, afeitándose y restregándose para quitarse la grasa negra, untándose con los potentes geles y cremas a base de mentol Icy Hot, Bálsamo de Tigre y Fire Cool, provocando estallidos y nubes blancas de talco, con el consiguiente picor de nariz: talco para los pies, talco de bebé, talco para los hongos, talco para la entrepierna. Schwartz fue al jacuzzi para meterse en remojo. Apagó la luz, se sumergió en la traqueteante bañera y procuró no pensar en el béisbol durante unos minutos, no pensar en Henry, mientras las sales y el agua turbulenta realizaban su insuficiente labor. Había visto a Pella en las gradas, lo que significaba que no había cogido el primer avión para volver a San Francisco con el arquitecto. Descubrir su chaqueta azul marino en medio de aquel abominable rojo lo había complacido.
Cuando volvió al vestuario, lo encontró vacío. Le dolía la espalda como nunca. Tardó dos minutos en ponerse los calzoncillos. Engulló un par de Adviles —no le quedaba nada mejor— y acabó de vestirse tan deprisa como pudo.
Para cuando salió a la ancha escalinata de piedra del CDU, el sol ya se había puesto y un fresco primaveral se había adueñado de la tarde. En la penumbra vio a alguien deambular en círculos por el aparcamiento, igual que una mariposa nocturna. Era una chica que, cuando él cerró las puertas de madera con un chirrido, se detuvo y alzó la mirada.
—Sophie —dijo.
—¿Mike?
Ella trotó hacia él, con la mochila rebotando en su espalda, y le dio un abrazo de condolencia. Schwartz tuvo la sensación de que, pese a que sólo se habían visto una vez, la conocía bien. Se parecía mucho a su hermano: el mismo cuello esbelto y la postura elegante, las mismas facciones delicadas y los mismos ojos azul claro. Parecía mayor que la chica de la foto descolorida que Henry tenía en su escritorio, más adulta, pero también tan flaca y crédula como Henry al llegar a Westish. Los Skrimshander maduraban tardíamente.
—¿Dónde está Henry? —preguntó Sophie.
—En el Carapelli’s, supongo, con el resto del equipo. Voy a reunirme con ellos, y ya llego tarde.
—He visto al resto del equipo. Henry no iba con ellos. He supuesto que estabais juntos.
Maldita sea. Schwartz sacó su móvil; lo primero que pensó fue en llamar a Owen, pero no quería que Sophie se diese cuenta de que no sabía dónde estaba Henry. De modo que escribió un mensaje: «Sta H ctgo?».
—A tu hermano le gusta salir por la puerta de incendios —mintió—. Es uno de sus rituales. ¿Dónde están tus padres?
Sophie alzó la vista al cielo con cara de exasperación.
—Mi madre se ha llevado a mi padre a rastras al hotel para que no le pegara la bronca a Henry. Está… no sé… a medio segundo de un aneurisma. —Adoptó una voz grave, semejante a un gruñido—. «El niño va y se larga. Ha dejado plantado a su equipo. Se merece lo que le ocurra».
—Ya se le pasará.
—Algún día. El caso es que todos estamos en la misma habitación. Yo allí no me meto.
Schwartz no sabía qué hacer. Podía llevar a Sophie al Carapelli’s a cenar con el equipo, y así conocería a Aparicio Rodríguez; nadie se opondría. Pero empezaba a sospechar que posiblemente Henry no estuviese allí, que se había marchado. En la medida en que era posible «marcharse» en aquel pequeño campus.
El móvil vibró en su mano. Supuso que era Owen, pero el identificador de llamada indicaba el número de su propia casa.
—¿Sí?
—Hola —dijo Pella—. ¿Dónde estás?
—Delante del CDU.
—¿Envuelto en tu toalla preferida?
Schwartz tardó unos segundos en recordar a qué se refería.
—Necesito hablar contigo —añadió ella—. ¿Tardarás mucho en volver?
—Tengo que ir a cenar con el equipo. Llegaré a eso de las diez.
—¿Puedo pasar a verte? Lo siento, Mike. Sé que ha sido un día difícil para ti, pero necesito tus consejos, de verdad. Tiene que ver con mi padre.
—Lo siento. Llegaré a casa a las diez.
Pella dejó escapar un suspiro.
—Vale. ¿Te importa que espere aquí?
Sophie se había apartado unos metros y estaba sentada en el primer peldaño, con la mirada fija en sus zapatillas sin cordones. Schwartz no podía enviarla de vuelta con sus padres, pero tampoco llevársela consigo, ni dejarla allí. Se disponía a colgar cuando se le ocurrió una idea.
—¿Qué dices que quieres que haga? —preguntó Pella con tono quejumbroso.
—Ya me has oído.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? Mike, éste ha sido un día muy extraño.
Schwartz sí lo decía en serio.
—Ve a ponerte guapa —le dijo a Sophie a la vez que cerraba el teléfono—. Pella pasará a recogerte por aquí dentro de media hora. —Le puso en la palma de la mano dos de los billetes de cien del entrenador Cox—. Dile que quieres ir al Maison Robert.