La bola se elevó y siguió elevándose con un movimiento vibrante. Henry deseó recuperarla en cuanto se separó de su mano; incluso cuando completó el tiro hizo ademán de atraparla con los dedos, como si aún pudiera rescatarla. «Gilipollas».
Parecía destinada a pasar por encima de la valla y llegar a las gradas, hasta que Rick O’Shea, a saber cómo, despegó del suelo su cuerpo de ciento y pico kilos, con barriga de bebedor de cerveza —fue impresionante la cantidad de espacio que puso bajo sus tacos en ese salto—, y rodeó la bola con el extremo de su guante extra largo. Rick aterrizó, giró y tocó al corredor que avanzaba a toda velocidad. Uno eliminado.
Henry levantó dos dedos en un tímido gesto de agradecimiento. Rick asintió con la cabeza, le guiñó un ojo —tú tranquilo, colega— y le devolvió la bola para que iniciase la rueda.
Henry hizo girar la bola en su mano. La notó fría, resbaladiza, ajena. Se quitó el guante, se lo colocó bajo el brazo y amasó la pelota con las dos manos, tratando de insuflarle un poco de vida. En rigor, eso iba contra el reglamento: sólo el lanzador podía hacerlo, pero los árbitros no iban a impedírselo. Hacía un minuto se sentía bien, o creía sentirse bien, pero ahora la probabilidad de que fallase había penetrado en su mente, y la diferencia entre un posible fallo y un fallo inevitable no parecía mayor que el filo de una navaja. Se le contrajeron los pulmones como si estuviera en el lago con el agua hasta las axilas.
«Relájate, quítatelo de la cabeza». Había realizado un mal tiro y ya se había librado de él. Rick le había salvado el pellejo. Llevaban dos de ventaja. Apartó de su mente el mal tiro, acompasó la respiración, le pasó la bola a Ajay. Se volvió y levantó el dedo índice en dirección a Quisp, a su izquierda: uno eliminado. Veía en las gradas, sin verlos, a Aparicio, su hermana, sus padres, el entrenador Hinterberg, cuya gorra verde de Lankton High era como un símbolo de sus propias raíces en medio de tanto rojo y azul. La voz de Owen llegó flotando por encima de la hierba:
—¡Henry, eres un experto! ¡Te alentamos!
Se golpeó el guante con el puño, adoptó su posición en cuclillas, muy baja. Starblind lanzó una bola de trayectoria curva muy ajustada que pareció entrar. El árbitro decidió que era mala.
—¡Parecíabuenaparecíabuenaparecíabuenadeverdad! —lo animó Henry. «Manténte firme, no calles. No te apagues, no abandones»—. Ése es el sitio, Adam, ése es el sitio. No dejes que te la vuelvan a robar. —«Cuantos más bateadores elimine Starblind por strikes, menos bolas rasantes me llegarán a mí». Henry se descubrió pensándolo y se reprendió, se descubrió reprendiéndose e intentó acallar su mente.
El siguiente bateador logró un sencillo con una bola devuelta hacia el centro. «Al menos ahora si la bola me llega a mí no tendré que pasarla a la primera; puedo mandársela a Ajay para que elimine al corredor en segunda. Y si le llega a Ajay, voy a cubrir la segunda, elimino al corredor y paso la bola desde allí. No he tenido problemas para pasarla desde la segunda».
«Calla calla calla».
Los hinchas de Coshwale, de pie, silbaban y daban patadas en el suelo. Dispuestos a jalear a su equipo. El sudor corría por las sienes de Starblind cuando recibió la señal de Schwartz. Comprobó la posición del corredor y lanzó una envenenada bola rápida descendente que giraba hacia el interior. El bateador levantó el pie adelantado y Henry supo hacia dónde iría la bola cuando el bate aún no había completado siquiera la mitad del recorrido; era una bola rasante y seca a tres pasos a su izquierda, ideal para conseguir un doble play. Ya estaba allí esperando cuando llegó la bola. Ajay se desplazó como una flecha para cubrir la segunda. Henry, todavía en cuclillas, giró y extendió el brazo paralelo al cuerpo, movimiento que había ejercitado miles de veces, pero en el último momento tuvo la sensación de que el lanzamiento sería demasiado fuerte y Ajay no podría controlarlo, de modo que intentó desacelerarlo un poco, pero no, eso tampoco convenía. De todos modos, ya era tarde: la bola abandonó su mano y se desplazó hacia la derecha, en dirección a la trayectoria del corredor que avanzaba. Ajay, con su metro sesenta y cinco, intentó estirarse para atraparla, pero la bola le dio en la punta del guante y escapó por poco hacia el campo derecho, mientras el corredor, ya deslizándose por el suelo, le barrió las piernas y lo lanzó por el aire cabeza abajo. Sooty Kim salió en persecución de la pelota, pero cuando la alcanzó, los corredores ya se acercaban tranquilamente a la segunda y la tercera bases. Ajay, tendido de espaldas en el polvo, gemía. Una voz resonó desde la caseta de Coshwale:
—¡Gracias, Henry!
Gary volvió a asomar la cara por encima del hombro de Pella.
—Ésta no la contaremos.
El padre de Pella había vuelto a su asiento entre el hombre rubio y el hispano al que se veía tan dueño de sí mismo.
—¿Cómo íbamos a contarla? —repuso Pella, airada—. No ha ido a las gradas.
—Para eso hay tiempo de sobra. Vamos sólo por la tercera entrada.
Ajay se puso de pie y rechazó con un ademán la intervención del masajista; Schwartz pidió tiempo y se encaminó hacia el montículo, con un paso intencionadamente parsimonioso, para transmitir calma. Hizo un gesto para que los jugadores de cuadro se reunieran con él.
—Jugad atrasados —les indicó—. Cederemos esa carrera.
Starblind soltó una risotada cáustica y seca, y taladró con la mirada a Henry.
—Vamos a ceder mucho más que eso si no nos centramos de una puta vez.
—Tú sigue lanzando como hasta ahora —dijo Schwartz en tono afable—. Nosotros nos ocuparemos de las jugadas.
Starblind escupió al suelo entre ellos.
—A la orden, capitán.
El siguiente bateador quedó eliminado por strikes. Dos fuera.
«Acabemos esta entrada —pensó Henry—. Volvamos a la caseta, reagrupémonos».
Primer lanzamiento, bola rápida. Henry, con su habitual clarividencia, vio hacia dónde se dirigiría la bola: directa hacia él. La jugada más fácil del mundo. Se arrojó hacia adelante y la atrapó a la altura del esternón, justo en el borde de la hierba del cuadro. Rick se estiró hacia él, ofreciéndole su enorme guante como objetivo. El bateador había recorrido apenas un tercio del camino junto a la línea. Henry tenía tiempo de sobra. Avanzó un pie, preparó el brazo.
Volvió a preparar el brazo, cerró el puño en torno a la bola, lo aflojó y volvió a cerrarlo. Para entonces, ya estaba claramente dentro del cuadro, no muy lejos del montículo. El guante de Rick parecía tan cerca que casi podía tocarlo. Aún había tiempo.
El bateador cruzó la primera base. El corredor de la tercera cruzó la meta y se agachó para recoger el bate abandonado. El corredor de la segunda llegó a la tercera y se detuvo. Henry volvió la palma hacia arriba y fijó una mirada vacía en la bola, con la mente por fin acallada.
Caminando, se acercó a Starblind, que se hallaba frente al montículo. Starblind vociferaba, moviendo los labios, enseñando la blanca dentadura, pero Henry no lo oía. Le entregó la bola. Cuando se dirigió hacia la caseta, mantuvo la vista en alto, fija en el azul del cielo.
Pella nunca había oído semejante silencio en medio de tanta gente. Una lágrima rodó por su mejilla, empujada por la que esperaba detrás, y la que esperaba detrás de ésa, y a saber cuántas más. Se volvió y lanzó una mirada iracunda a Gary.
—Me debes cien pavos —dijo.