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Pella nadó cuatro largos, descansó en el borde de la piscina, nadó seis más. El cloro le corría limpiamente por los senos nasales. Se sentía la cabeza despejada. Antes nadaba varios kilómetros seguidos, tenía el vientre liso y unos brazos estilizados y poderosos… pero bueno. Salió de la piscina impulsándose en el borde con los brazos, lo que hizo que le temblaran los tríceps, y realizó varios estiramientos en el suelo mientras se secaba. Al cruzar el resbaladizo embaldosado en dirección al vestuario, advirtió que el socorrista la observaba disimuladamente desde su atalaya, sin prestar atención a los estudiantes más jóvenes que chapoteaban en la parte menos honda. Al pasar por delante de él, Pella se quitó el gorro de baño y sacudió la cabeza para que el cabello le cayese sobre los hombros. La presunción precede al fracaso.

Se duchó, se vistió y salió, con el pelo todavía mojado y la chaqueta impermeable de Westish cerrada hasta la barbilla. Nunca había ido al campo de béisbol, pero veía a lo lejos a la multitud congregada, más allá de los campos de entrenamiento. Del bolsillo de su chaqueta asomaba un ejemplar de la última novela de Murakami, cuya portada era de un amarillo vibrante, adquirido en la librería del campus para celebrar la primera paga de su vida.

Por todas partes, en ventanas, arces y tablones de anuncios, había octavillas que rezaban: ¡WESTISH CONTRA COSHWALE! ¡ARRIBA LOS ARPONEROS! ¡APARICIO RODRÍGUEZ! De pronto, en la cola del comedor los estudiantes no hablaban de otra cosa. Pella iba a asistir al partido a modo de gesto de reconciliación: quería apoyar a Mike, y quería que él la viera en las gradas, apoyándolo, y que sintiese cierto remordimiento por la discusión que habían tenido. Desde luego, no iba para ver el partido de béisbol, juego que, entre todos los deportes de equipo, le parecía especialmente aburrido. Era demasiado lento, demasiado puntilloso. Que si bola, que si strike, pero a ella todas las jugadas le parecían iguales. De niña, su padre la había llevado varias veces al Fenway Park, y ella guardaba un buen recuerdo de esas excursiones: el chisporroteo de las cebollas y los pimientos en los puestos ambulantes de Lansdowne, las pelotas de playa rebotando alegremente en las gradas, la emocionante aglomeración de mujeres increíblemente altas, que parloteaban en el lavabo maloliente, mientras su padre se veía obligado a esperar fuera. Pero en realidad esas tardes de domingo no tenían nada que ver con el béisbol, ni para ella ni para él; eran salidas culturales, como ir al Museo de Bellas Artes o a escuchar a la orquesta sinfónica.

—¡Eh! —gritó alguien en medio de un revuelo de voces—. ¡Cuidado! —Una pelota blanca y negra rodó hacia Pella, que cayó en la cuenta de que se había metido en el campo de fútbol en medio de un partido.

—Perdón —musitó, básicamente para sí. Estuvo a punto de chutar el balón, a modo de disculpa, pero la chica que le había gritado ya se acercaba.

—¡Aparta! —chilló, enseñando sus pequeños dientes.

Pella esquivó primero el balón y luego a la chica, y se apresuró a buscar refugio tras los conos naranja que delimitaban las bandas. Suspiró, alegrándose de haber evitado la catástrofe, y después, tras recorrer cincuenta metros, descubrió que se le había caído el libro en el campo.

WESTISH 2 VI ITANTE 0. Hurra, hurra. El campo estaba rodeado de público; no había tantos espectadores como en un partido de los Red Sox, pero en cualquier caso eran muchos, un millar, quizá más. Pella divisó unos cuantos asientos vacíos en las gradas que daban al oeste, llenas de gente vestida de un vivo color remolacha. Subió hasta un hueco de aluminio vacío en la quinta fila, advirtiendo que su chaqueta atraía miradas despectivas de la gente entre la que se abría paso.

Oteó el campo en busca de Mike. Allí estaba, encajonado entre el bateador vestido de color remolacha y el árbitro vestido de negro, en cuclillas, con el rostro oculto tras la máscara metálica. El lanzador —el rubio apuesto de la clase de la profesora Eglantine que se creía un don de Dios— lanzó la bola. Pareció un buen lanzamiento, pero de pronto la bola descendió y tocó el suelo. El bateador intentó golpear y falló. Los hinchas de Westish vitorearon. Mike se arrojó hacia la bola. Ésta rebotó y lo golpeó en el pecho. ¿Eso era divertido? Con razón le dolían siempre las rodillas. Y encima ese bate volando a centímetros de su cara.

En el siguiente lanzamiento, el bateador, uno de los VI ITANTES, mandó una bola alta a los exteriores. A Pella le dio pena el pobre defensa exterior que, inclinado, trazaba vacilantes círculos —porque ¿quién podía atrapar una bola así, una mota entre aquellas nubes como jirones de algodón?—, pero en el último momento alzó el guante y la bola, contra todo pronóstico, cayó en él. Pella se levantó de un salto para aplaudir. Sus compañeros de grada le dirigieron miradas asesinas.

Cuando los jugadores de Westish abandonaron al trote el campo, Mike se levantó la visera y Pella vio que se había afeitado la barba. Estaba tan guapo como ella se lo había imaginado, a pesar de aquel extraño maquillaje negro con que se había embadurnado la piel bajo los ojos, a pesar de las mejillas enrojecidas debido a la irritación producida por la navaja. No era uno de esos hombres que necesitaban la barba para disimular un mentón débil o marcas de acné o la ausencia de labios. Tenía unos labios magníficos, perfectos, y también unos buenos pómulos. Pero ¿por qué se había afeitado precisamente ahora? Ella se lo había insinuado un centenar de veces, había bromeado al respecto, a la vez que fingía que le daba igual. Y él se había limitado a dejar escapar algún gruñido, el famoso gruñido de Mike Schwartz. Y de pronto, nada más dejar de verse, iba y se afeitaba. Para la siguiente chica, quizá.

—A ver si los bateadores empiezan a mandar la bola a Skrimshander —comentó un hombre sentado detrás de Pella—. Para que la pifie unas cuantas veces.

Su vecino se echó a reír.

—Lo digo en serio. Por lo que se ve, el chico ya no es lo que era. ¿No lees el blog de Tom Parsons?

—¿Hablamos del parador en racha? ¿El chico al que persiguen todos los ojeadores?

—Ya no lo persiguen. Según Tom Parsons, en cuanto los ojeadores empezaron a sondearlo, él empezó a pensar demasiado. Ya sabes lo que ocurre cuando pasa eso.

—Que a fuerza de darle vueltas pierdes el puesto.

—Premio.

—Pero seguro que el chico se recupera. Es lo mejor que he visto en esta liga. Ahí en el campo es como un acróbata.

—¿Estás dispuesto a respaldar esas palabras con dinero?

—¿Y eso qué quiere decir?

—Cien a que la manda a la grada antes de que acabe el partido.

El segundo hombre se lo pensó. «¡Vamos, segundo hombre! —lo animó Pella para sus adentros—. ¡Enséñale a ese primer hombre quién manda!».

—Me parece que no —contestó por fin—. Pero es una lástima. Era divertido ver a ese chico.

Irreflexivamente, Pella se volvió hacia el Hombre 1.

—Acepto —dijo.

Tenía el aspecto que cabía esperar: un tipo obeso, de mejillas lustrosas, vestido con un polo color remolacha. Se aferró a su plato de plástico lleno de gambas asadas, protegiéndolo con sus brazos rechonchos, y se echó atrás como si ella fuese una criatura salvaje.

—¿Aceptas qué?

Pella palpó el fino fajo de billetes de veinte que llevaba en el bolsillo de la chaqueta: tal como vienen se van.

—Acepto —repitió con toda tranquilidad—. Cien a que Henry no la manda a la grada. —Tendió la mano para estrechársela, pero se le quedó suspendida en el aire.

El Hombre 2 sonrió y le guiñó un ojo a Pella; después le dio una palmada en la espalda al Hombre 1 y dijo:

—¿Se te ha comido la lengua el gato, Gary? A mí eso me ha parecido una apuesta.

Gary compuso sus carnosas facciones en un simulacro de sonrisa.

—Vale. Apuesta aceptada.

Le dio un apretón de manos; o bien era afectado por naturaleza, o bien se trataba de una forma de condescendencia por el hecho de que ella era mujer. Pella, con un gesto exagerado, se limpió la mano en la chaqueta.

—Le deseo suerte a tu novio —dijo el Hombre 2, refiriéndose a Henry.

Pella lanzó una mirada a Gary.

—Yo le deseo suerte al tuyo.

Varias personas sentadas alrededor rieron a carcajadas. Nada como un poco de homofobia despreocupada para conquistar al público.

Al volverse, alcanzó a ver a través de la valla, en el lado de Westish, aquella cabeza salpicada de plata que tan bien conocía. Siempre estaba tan exageradamente ocupado, enclaustrado en su despacho desde las cuatro de la mañana hasta la noche, demasiado ocupado hasta para acudir a la cena la noche anterior… y sin embargo tenía tiempo para ir a un partido de béisbol. Su padre había llegado a casa después que ella, y se había levantado y vuelto a marchar antes de que ella se despertara… a no ser que ni siquiera hubiese vuelto a casa. A saber cómo era su vida personal últimamente. Nunca hablaba de ello, e incluso las bromas más sutiles de Pella acerca de Genevieve Wister habían sido acogidas con un silencio neutro.

Estaba sentado en primera fila, detrás de la caseta del equipo local, entre un hombre corpulento de aspecto nórdico, con una cazadora de cuero, y un hispano delgado que vestía chaqueta y corbata, como su padre. Éste estaba tan elegante como siempre, y si bien él era el rector del centro, era el hispano quien parecía la figura principal entre los tres. Tenía la postura erguida y elegante de un monje, los hombros echados hacia atrás, las manos plácidamente cruzadas en el regazo. Cuando hablaba, su padre y el hombre corpulento se inclinaban hacia él, aguzando el oído, y contestaban con entusiastas gestos de asentimiento. Pella imaginó que ese hombre difundía grandes verdades con extrema modestia, y a un volumen extremadamente bajo.

Al cabo de unos minutos, su padre se disculpó. Tras ponerse de pie y desperezarse, recorrió la alambrada, estrechando manos a padres y estudiantes, intercambiando las cortesías de rigor, como un político en pleno besuqueo electoral, hasta que llegó al lugar donde la alambrada colindaba con el extremo de la caseta. Allí, apoyado contra el lado interior de la valla, como si lo esperase, estaba Owen Dunne.

Pella se sintió interesada en lo que iba a ocurrir. Su padre aflojó el paso, se detuvo, dijo algo. Owen, con la mirada fija en el campo, marcando un punto en el libro con el índice, respondió por la comisura de los labios. Su padre agachó la cabeza y desplegó una sonrisa que amenazó con convertirse en carcajada, pero que no llegó a eso por muy poco. Ambos miraron hacia el campo.

Algo ocurrió en el partido: una ovación recorrió las gradas de Westish a la vez que, alrededor de Pella, el público remolacha se lamentaba. Owen rompió el cuadro viviente con una única palabra, pronunciada de lado, y desapareció por los peldaños de la caseta. Su padre permaneció unos minutos junto a la alambrada, como si saborease el lugar donde Owen había estado hasta hacía un momento, con una expresión pensativa, de amor adolescente, en el rostro.

¿Era posible? Al principio intentó desechar la idea; no parecía tanto una intuición como un ramalazo de locura. Pero no pudo quitársela de encima. No era sólo su rostro, aunque aquella expresión lo decía todo. No era sólo la manera en que Owen y él, allí de pie junto a la tela metálica, se habían comunicado tan sutilmente, solos en medio de un millar de personas. Era también el hecho de que su padre hubiera acompañado a Owen al hospital en la ambulancia, su manifiesto nerviosismo cuando Owen y Genevieve habían ido a casa a tomar una copa; su manifiesta indiferencia posterior ante Genevieve; su aparición en la puerta de la residencia la noche anterior, seguido poco después por Owen; el detalle de que no estuviese en casa cuando ella se había despertado esa mañana. Si uno excluía sólo una premisa —la de que su padre era heterosexual—, todo resultaba obvio. Aunque, claro, ésa era, literalmente, la premisa en que se basaba la existencia misma de Pella.

Una mujer con una sudadera de Westish se acercó a su padre y le tocó el codo. Distraídamente, de mala gana, él dejó de pensar en Owen y se volvió para entablar conversación con ella. Pella, observándolo allí, al otro lado del diamante, con dos telas metálicas por medio, se sintió invadida por la ira y el miedo. Su padre le había mentido, lo había cambiado todo. Pero además estaba en peligro: se había olvidado de sí mismo, se había puesto en una posición vulnerable, o de lo contrario no asumiría riesgos tan absurdos como hablar con Owen en público, enamorarse. Se sintió agotada. Deseó hacerse un ovillo en la grada y dormirse, pero no había espacio.

Gary asomó la cara por encima de su hombro. Le apestaba el aliento a gambas y tabasco.

—Ahí has tenido suerte —dijo.