Los Arponeros calentaban relajadamente en los exteriores bajo un suave sol de última hora de la mañana, lanzándose pelotas de wiffle ball[3] —uno de los ejercicios preferidos de Cox—, cuando llegó el autobús de los Muskies de Coshwale.
—Ahí llegan los tarados —gruñó Craig Suitcase, el tercer receptor, y en su odio a Coshwale bateó con tal fuerza que ni rozó la pelota de wiffle ball—. Menuda panda de tarados.
Por una vez, nadie discrepó de Suitcase. Realmente tenían toda la pinta de ser unos tarados, con sus impecables chaquetas de raso color remolacha —el color del uniforme de Coshwale—, que llevaban pese al tiempo apacible, con sus impecables bolsas color remolacha al hombro, y sus impecables zapatillas color remolacha, que enseguida se cambiarían por las impecables zapatillas de tacos color remolacha. Los Arponeros, salvo los estudiantes de primero, sabían por experiencia que bajo las chaquetas vestían las impecables camisetas color remolacha de Coshwale, con las que practicaban el bateo, que llevaban durante todo el calentamiento de Coshwale y que se quitarían al mismo tiempo justo antes de empezar el partido, mostrando —¿qué si no?— unas impecables camisetas color remolacha de Coshwale con los apellidos de los jugadores cosidos entre los omóplatos. Henry no sabía cómo lo conseguían, si disponían de algún servicio de lavandería profesional o sencillamente estrenaban antes de cada partido. Él, en cambio, una vez jugados los tres primeros partidos de cualquier temporada, tenía su querida camiseta a rayas manchada y deslucida, y las zapatillas de tacos, que pagaba de su propio bolsillo, gastadas y raídas antes siquiera de que se le ajustasen bien al pie. Coshwale había ganado ocho campeonatos de la UMSCAC en los últimos diez años.
Pronto empezó a llegar la legión de hinchas de Coshwale, vestidos con su atuendo color remolacha. Colocaron sus impecables sombrillas y cojines color remolacha en la sección de las gradas destinada a los seguidores del equipo visitante; después volvieron al aparcamiento para instalar sus parrillas.
—Tarados y más tarados —masculló Suitcase.
Rick apareció junto a Henry.
—¿Dónde está el Buda? —preguntó—. Pensaba que hoy vestiría el uniforme.
—Yo también —contestó Henry. Owen no había vuelto a la habitación la noche anterior y se había perdido el desayuno con el equipo. Probablemente ya fuese hora de empezar a preocuparse, al menos un poco. Pero Henry no tenía cabida para más preocupaciones—. Vendrá.
Los jugadores de Coshwale fueron los primeros en ocupar el campo para los ejercicios de calentamiento. Los Arponeros se quedaron cerca de la caseta del equipo local, haciendo estiramientos, charlando, disimulando el nerviosismo, fingiendo que no miraban. En una ocasión, Owen comparó los ejercicios de los Muskies con los sonetos de Petrarca por su precisión; Rick dijo que parecían el ejército de Corea del Norte. Tres fornidos entrenadores vestidos de color remolacha lanzaban bolas simultáneamente, hinchando los mofletes, de color remolacha a causa del esfuerzo. Treinta y un jugadores —una docena más que la plantilla de los Arponeros— defendían y se tiraban pelotas perfectas unos a otros siguiendo complicadas pautas que cambiaban continuamente. Pase a la segunda base, pase a la tercera, pase a la cuarta, tercera a primera, primera a tercera, 5-4-3, 6-4-3, 4-6-3, 1-6-3, 3-6-1, ataque al toque de bola, ataque al toque de bola, ataque al toque de bola. Siempre tres bolas en el aire al mismo tiempo, ni un solo fallo en el pase, ni un solo tiro perdido. Cuando concluyeron sus quince minutos, abandonaron el campo al trote, pavoneándose. Daba la sensación de que a lo mejor volvían para hacer un bis. Los hinchas de Coshwale regresaban del aparcamiento con bandejas de entremeses y ocupaban sus asientos, donde previamente habían puesto cojines. Las gradas asignadas al equipo local también empezaban a llenarse, más deprisa y antes de lo que Henry había visto en su vida.
Justo cuando los Arponeros ocupaban el campo, se acercó Owen parsimoniosamente por la línea de la primera base, con el uniforme a rayas azul marino sobre crudo, calzando las zapatillas de tacos. Lanzó su bolsa a la caseta, saludó a Cox con una jovial inclinación de la cabeza y se dirigió al trote hacia el campo derecho para turnarse con Sooty Kim. Henry sonrió. Ver a Owen con su camiseta, con el número 0, por primera vez desde su accidente, era como despertar de una pesadilla. Todo lo que había ocurrido desde ese momento hasta el presente podía olvidarse. Ése era un gran día, y lo grande era bueno. El sol lucía en el cielo. Los hinchas llenaban las gradas. Una ocasión perfecta para la victoria.
Con la mano enguantada, chocó los cinco con Izzy. Éste recibió un pase largo enviado por Loondorf desde la izquierda y la mandó a su vez hacia Boddington, en la tercera.
—¡Izz, Izz, Izz! —entonó Henry—. ¡Izz es, ha sido y será!
—¡Vamos, pendejos! —exclamó Izzy—. ¡Vamos!
—¡Pase a la cuarta base, pase a la cuarta base!
—¡No vamos a permitir que estos vatos vengan a nuestro campo y nos quiten lo que es nuestro! ¡Eso ni hablar!
—¡Eh, aquí, ya! —gritó Quentin Quisp desde el campo izquierdo al capturar una bola alta bateada por Schwartz y devolverla en dirección a la meta—. ¡Aquí mismo, ahora mismo! —Ésas eran, con diferencia, las palabras más sonoras y enfáticas que nadie le había oído pronunciar a Quisp en todo el año.
—¡Alguien ha despertado a Q! —vociferó Henry—. ¡Alguien ha despertado a Q!
—¡Q, Q, Q!
—¡Alguien ha despertado a Q!
—¡Alguien ha despertado a Henry!
—¡Alguien nos ha devuelto al Buda!
—¡Buda, Buda, Buda!
—¡O, O, O!
—¡Nuestra casa!
—¡O, O, O!
Sentaba bien gritar, repetir, vociferar insensateces al aire luminoso de la primavera. Todo el mundo estaba tenso, y el nerviosismo salía a la luz como un vértigo puro e intenso. Henry se sentía el brazo ligero como un ave, ligero y vivaz, a punto de emprender el vuelo y alejarse de su cuerpo. Lanzó trallazos a Arsch, trallazos a Rick, trallazos a Ajay. Todo el mundo lanzaba trallazos a todo el mundo; Henry miró alrededor como si lo hiciera por primera vez y vio lo bueno que había acabado siendo su equipo y que aquélla era una excelente oportunidad para vencer a Coshwale.
—¡Izzy! —gritó, pese a que Izzy se encontraba a su lado—. ¿Cómo es que los buenos son pendejos y los malos vatos?
—¡Así son las cosas, pendejo! ¡Así!
Los defensas exteriores acabaron su parte del ejercicio y corrieron hacia la caseta, profiriendo exclamaciones de entusiasmo como locos. Mientras los jugadores de cuadro abandonaban el diamante, Henry atrapó una falsa dejada del entrenador Cox, le dio un codazo a Izzy antes de su turno y dijo:
—Mira esto.
Esprintó a toda velocidad, atrapó la bola con la mano desnuda y la devolvió hacia atrás en dirección a Rick, sin mirar ni romper el paso, a la vez que abandonaba el campo a la carrera y bajaba por la escalera de la caseta. Perfecto.
Owen ya estaba instalado en su rincón preferido, con la lámpara de lectura prendida en la visera de la gorra y un libro en la mano. Levantó la mirada hacia Henry y sonrió.
—¿Qué tal va esa ala, como dicen los autóctonos?
Henry asintió con la cabeza y respondió:
—El alerón va bien.
—¿Hacemos nuestro complicado apretón de manos?
—Adelante.
Owen se puso de pie, dejando abierto y boca abajo en el banco el libro que estaba leyendo: El arte de la defensa. El apretón, en el que intervenían las dos manos y los dos codos, incluía un beso en la mejilla, amagos de puñetazos en el estómago, algo parecido a un juego de palmas y muchas reverencias estilo kung fu. Henry sacó de su bolsa la grasa negra y se trazó con ésta sendas rayas bajo los ojos. Se quitó la gorra, dio un apretón a la visera reblandecida por el sudor y volvió a ponérsela. Escupió unas gotas de saliva en el hueco gastado de Cero y, cerrando la mano, las extendió. Ya estaba preparado. El árbitro de meta se ciñó el protector pectoral.
—Entrenadores, dos minutos.
Cox no era muy aficionado a las arengas previas al partido.
—He aquí la alineación, chicos. Starblind, Phlox, Skrimmer. Schwartz, O’Shea, Boddington. Quisp, Guladni, Kim. No hay ninguna razón para que no podamos con esta gente. Schwartzy, ¿tienes algo que añadir?
Schwartz se agachó y sacó una tarjeta que llevaba metida bajo la pieza móvil de la espinillera a la altura de la rodilla.
—Schiller —dijo—. Un hombre sólo juega cuando es un hombre en el sentido pleno de la palabra. Y sólo es un hombre de verdad cuando juega. —Recorrió el grupo con la mirada lentamente, posándola, intensa pero benévola, en el rostro de cada uno de sus compañeros. El poco nerviosismo que pudiera quedar entre los Arponeros se consumió como el gas de un mechero encendido—. Hemos hecho nuestro trabajo. Hemos corrido y levantado pesas y echado los bofes. Hemos construido este equipo a partir de la nada. Nos hemos enorgullecido de vestir este uniforme. Ya no tenemos una mierda que demostrarle a nadie. Todo está demostrado. Hoy jugaremos. —Tendió una mano hacia el centro del corrillo. Miró a Henry y sonrió—. Juguemos a la de tres. A la una, a las dos y a las tres…
—¡Juguemos!
—¡Acabad con esos tarados! —terció Owen.