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Schwartz, todavía mojado después de su ducha posterior a la sesión de entrenamiento, estaba en su extrañamente limpia cocina, tomándose un par de comprimidos de Vicoprofen con un poco de ginger ale ya sin gas, cuando oyó el tintineo de la verja y pasos en el porche delantero. Sonó el timbre. «Pella», pensó, haciéndose ilusiones, pero ella andaba por ahí con el arquitecto. Schwartz había fantaseado con la idea de ir a buscarlos, de meterle el miedo en el cuerpo al arquitecto o incluso emprenderla a golpes con él, pero Pella no tenía móvil, no sabía dónde encontrarla y necesitaba dormir un poco antes de los partidos del día siguiente.

—Caballeros —dijo a modo de saludo, con una leve inclinación, y estrechó la mano primero a Starblind y luego a Rick—. ¿Os pongo algo de beber?

—No, gracias —contestó Starblind.

Rick negó con la cabeza con gesto solemne, describiendo un arco lento y largo con su rosado mentón en forma de yunque.

—¿Pasa algo? —preguntó Schwartz—. O’Shea tiene cara de velatorio.

Rick fijó la mirada en sus sandalias Birkenstock. Starblind, con visible aprensión, subió y bajó varias veces la tapa del buzón de la puerta, sin mirar a Schwartz a los ojos.

—Queríamos hablar contigo.

—Pues aquí estoy.

—Ya. —Starblind respiró hondo y se armó de valor—. Hoy en el entreno hemos estado hablando, y creemos que mañana Henry debería quedarse en el banquillo.

Schwartz se puso tenso.

—¿Quiénes lo creéis?

—Rick y yo. Boddington y Phlox. Jensen. Ajay. Carne. —Starblind miró a Rick—. ¿Quién más?

Rick puso la misma cara que si Starblind le hubiese pedido que delatara a un judío.

—Sooty Kim —murmuró.

—Eso. Sooty también estaba.

—¿Habéis tenido una reunión? —dijo Schwartz.

Starblind se encogió de hombros.

—No oficialmente. Sólo estábamos los de los dos últimos cursos. No hay necesidad de implicar a los más jóvenes.

—¿Estaba el Buda?

—Últimamente el Buda no se ha dejado ver mucho.

—¿Y yo? ¿Estaba yo?

—No —admitió Starblind—. Tú no estabas.

—Pues vaya una reunión. —La voz de Schwartz reflejó una serenidad peligrosa—. ¿Y qué más habéis hecho, panda de genios? ¿Nombraros capitanes?

—Schwartzy, por favor, escúchanos. —Rick, por lo general rubicundo, había perdido el color. Encendía un mechero imaginario con el pulgar de la mano izquierda y golpeteaba el filtro de un cigarrillo inexistente—. No ha sido una reunión. ¿Cómo íbamos a celebrar una reunión de equipo sobre esto? ¿Qué íbamos a hacer? ¿Juntar a todos para hablar de lo que le pasa a Skrimmer? ¿Con él delante?

—Y por lo tanto lo habéis hecho a escondidas —los acusó Schwartz—. A mis espaldas.

—No ha sido así. Ha sido una conversación improvisada que ha acabado en consenso. Y justo después hemos venido aquí a informarte. Como nuestro capitán que eres.

—Gracias por tenerme en cuenta.

—Te diré lo que hemos tenido en cuenta —contestó Starblind—: este fin de semana, estos cuatro partidos. Si derrotamos a Coshwale, ganaremos el campeonato de la UMSCAC. Accederemos al torneo regional.

—¿Creéis que vamos a derrotar a Coshwale sin Henry? —preguntó Schwartz—. Aunque así fuera, ¿queréis llegar al regional con él en el banquillo? Estáis mal de la cabeza.

—Ayer perdimos el partido por su culpa —adujo Starblind.

—¡El equipo entero jugó de puta pena! El propio Rick, aquí presente, dejó escapar un globo; Boddington la pifió en dos bolas rasantes; a mí me eliminaron por strikes con un corredor en la tercera. Esa jugada de Henry fue sólo una más. A esas alturas deberíamos haber ido ganando de doce.

—Deberíamos —convino Starblind—, pero no fue así.

Rick, compungido, dejó escapar un suspiro y se llevó la mano al rojo cabello.

—Schwartzy, ya sabes lo que siento por ese canijo. Lo quiero e iría a la guerra por él. Es como el hermano que nunca he tenido, y tengo cuatro hermanos. Pero lo que le está pasando nos trae a todos de cabeza. ¿Por qué crees que ayer estábamos todos tan nerviosos? No digo que Henry tenga la culpa, pero… —Rick levantó los brazos y los dejó caer. Schwartz permaneció en silencio, esperando a que acabara—. Ya nadie sabe cómo hablar con él. El ambiente mismo ha cambiado por eso. Cuando ganamos, nadie quiere celebrarlo, porque Henry es nuestro líder, tú y él sois nuestros líderes, y obviamente lo está pasando mal. Y cuando perdemos… en fin, no deberíamos perder. No tendríamos que haber perdido contra Wainwright. Somos demasiado buenos para eso.

—A Izzy se lo ve en forma en los entrenamientos —intervino Starblind—. Podría empezar a jugar ya mismo. Apenas se notaría en nuestro nivel de juego.

Por la calle pasó una furgoneta con dos barriles de cerveza en la caja; del interior salía, a todo volumen, el himno rap del momento. Para los que no eran deportistas había empezado la noche del viernes. Schwartz notó que se le clavaba en el pie una astilla de un tablón roto del porche.

—Mañana será el gran día de Skrimmer —dijo—. Estará aquí su familia. Estará aquí Aparicio. ¿Pensáis que va a quedarse sentado en el banquillo?

—Puede que no quiera —declaró Starblind—, pero debería. Por el equipo.

—Maldita sea, que juegue en primera base —añadió Rick—. Ya me quedaré yo en el banquillo. Cualquier cosa con tal de que él no tenga que hacer esos tiros desde la posición de parador a la primera base. Eso lo está destrozando, Schwartzy. Y tú lo sabes. Todo el mundo se da cuenta.

—Le está pesando la presión. Lo superará.

—Si antes ya le pesaba la presión —señaló Starblind—, ¿cómo crees que estará mañana?

No era que Schwartz no hubiese pensado en ello. No le había pasado inadvertida la fluidez de Izzy en los entrenamientos, la seguridad que mostraba como deportista, lo mucho que había aprendido de Henry sobre el juego del parador en corto. Izzy no bateaba como Henry ni de lejos, pero sin duda en defensa sería —Schwartz se sintió como un traidor sólo de pensarlo— una mejora. Y tal vez Starblind tuviera razón; tal vez no fuera sólo un error, sino una crueldad y un acto de sadismo obligar a Henry a salir al campo al día siguiente, cuando la presión se multiplicaría por diez. Podría venirse abajo del todo. Tal vez le correspondiese a Schwartz prevenir eso antes de que ocurriera.

—¿Por qué me planteáis esto a mí? El que decide quién juega y quién no es el entrenador Cox.

—Ya conoces a Cox —dijo Rick—. Es leal hasta la muerte.

Starblind asintió.

—¿Te acuerdas de Dos y Media? Aquel tío era un chiflado, pero el entrenador Cox se negaba a sentarlo en el banquillo. Creía firmemente que de pronto Toovs empezaría a rendir en los partidos igual que en los entrenos. ¿Cuántas derrotas nos costó eso en dos años?

—Era una situación muy distinta —afirmó Schwartz.

—Skrimmer ha perdido la seguridad en sí mismo. Toovs nunca la tuvo. —Starblind se encogió de hombros, desechando el argumento, y se metió las manos en los bolsillos de la resplandeciente chaqueta de chándal—. El uno está tan jodido como lo estaba el otro.

—Y ahora queréis que sea yo quien decida que Henry no jugará mañana.

—Tú eres el capitán —dijo Starblind con un asomo de malicia en la voz.

Schwartz apretó el puño derecho y acto seguido volvió a extender lentamente los dedos, como un hombre que intentara prevenir un infarto, a la vez que contemplaba la posibilidad de partirle a Starblind alguno que otro de aquellos dientes de un blanco ártico cegador.

—Es posible que tomarse un día de descanso le siente bien a Skrimmer —terció Rick—. Podría relajarse, estar a sus anchas, volver más fuerte el domingo. Incluso es posible que lo viva con alivio.

Starblind miró a Schwartz sin alterarse.

—No olvides cuál es la prioridad, Schwartzy. No es Henry, ni la carrera profesional de Henry, lo que debe anteponerse.

«Es este equipo».

No era un hecho inapelable que dejar a Henry en el banquillo fuese lo mejor para el equipo —¿hasta dónde podían llegar sin su mejor jugador?—, pero las palabras de Starblind dieron qué pensar a Schwartz. Era cierto que él se había centrado en Henry, en los sentimientos de Henry, en su redención ante los ojeadores. No necesariamente en detrimento del equipo, hasta entonces —el éxito de Henry y el de los Arponeros siempre habían ido de la mano—, pero era algo que no podía descartarse, algo que podía suceder. Quizá el Schwartz más joven, el estudiante de segundo que no se andaba con chiquitas, aquel que había inducido a Lev Tennant a pegarle un puñetazo para colar a Henry en la alineación, decidiera ahora hacer cualquier cosa con tal de excluirlo. A veces se requería una ruptura; a veces había que poner orden. El Schwartz más joven lo sabía. Era fácil saberlo cuando uno no tiene que asumir la responsabilidad.

—Estáis cargados de teorías de mierda. —Schwartz quería decirlo en voz bien alta, con amargura, pero sintió que la emoción escapaba de su voz como el aire de un globo viejo. Suspiró, se frotó la barba con la mano… pero la barba no estaba. Su mano encontró piel recién afeitada, donde empezaba a sentir un escozor de mil demonios—. No puedo. Vivimos por Skrimmer, morimos por Skrimmer.