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Fueron en el híbrido alquilado por David al Maison Robert, el restaurante francés de alto nivel y en ligero declive al que Pella iba con su padre durante las vacaciones, cuando estudiaba en el Tellman Rose. Le gustaba estar entre adultos, aun cuando éstos fuesen David y un puñado de académicos, descoloridos a causa de un invierno de más en el norte de Wisconsin, que ya habían dejado atrás lo mejor de la vida, si es que alguna vez había habido un momento mejor en sus vidas. El Maison Robert hacía las veces, a todos los efectos, de club de profesores de Westish. Las calvas resplandecían bajo los focos cenitales de luz amarillenta, gafas de montura metálica examinaban las cartas negras e inmutables, anchas copas de coñac ambarino entrechocaban con las copas globulares de vino tinto. La profesora de Historia Oral de Pella, Judy Eglantine, escandalosamente chic y totalmente ajena a Wisconsin, cenaba sola en un rincón, vestida de riguroso negro, con un libro abierto delante. En la silla de enfrente, a modo de acompañante, colgaba una boa de plumas verde lima. Pella cruzó una mirada con ella y la saludó tímidamente con la mano mientras David le retiraba la silla con su habitual cortesía envarada. La profesora Eglantine sonrió.

David llamó al camarero con una seña impaciente y, sin mirar la carta, empezó a interrogarlo sobre los vinos. El camarero era de la edad de Pella, pero tenía el cabello rubio albino y ralo, como si también a él los inviernos lo hubieran envejecido y descolorido. Pronunció unas cuantas veces entre dientes las palabras «roble» y «especias». David pidió un burdeos.

—¿Cómo sabes lo que quiero? —preguntó Pella—. A lo mejor preferiría un blanco.

—Es un buen vino. —David alzó la vista para mirar al camarero, a quien ya tenía sometido por pura intimidación y se acercaba a toda prisa—. Ah, merci, la dame le goûtera —dijo, pese a que era muy poco probable que el pobre chico hablase francés.

Pella se reclinó para que el camarero le sirviera y dejó que el sabor a roble y especias del vino impregnara su boca. David sabía de vinos igual que de arquitectura y griego antiguo, igual que sabía cómo hacer la instalación eléctrica de una cocina y elegir un fondo de inversión. Pella dirigió un gesto de asentimiento al camarero.

—Está bien —dijo.

—Llevas un vestido precioso —comentó David.

—Gracias.

Era el vestido lila que le había comprado su padre. Aún tenía que ponérselo en una cita con Mike; Mike y ella no habían salido desde su primera noche en el Carapelli’s, a menos que se contasen como citas las veladas comiendo galletas saladas en la cama, o viendo a Mike pulirse una jarra de dólar tras otra en el Bartleby’s.

—Hace juego con tu dedo —observó David—. ¿Qué has dicho que te ha pasado?

—Tropecé con un árbol.

—Ah, sí. Los peligros de la vida universitaria.

David tenía un sentido del humor torpe y mecánico, como si lo hubiese aprendido en un libro, pero con el tiempo ese elemento mecánico podía resultar divertido en sí mismo. También daba la impresión de que vestía mejor; quizá ahora lo asesorase alguien. O tal vez, sencillamente, vestía bien en comparación con Mike: los calcetines iguales, la americana. Era de complexión menuda, sobre todo en comparación con ya sabemos quién, pero la americana era nueva y le quedaba bien. El camarero apareció para rellenarle la copa en silencio; a ella eso le gustaba, porque así nadie podría llevar la cuenta de las copas que bebía.

La mesa estaba puesta para cuatro, aunque la reserva era sólo para tres. Pella esperaba que cuando su padre llegase invitara a la profesora Eglantine a sentarse con ellos. No sólo porque con su presencia la conversación se mantendría en terreno sólidamente neutral, sino porque Pella la admiraba, y desde que asistía a la clase de Historia Oral había empezado a albergar la esperanza de que Eglantine y su padre acabaran juntos. Eso no había ocurrido en ocho años —o quizá sí, y ya había terminado— y por lo tanto cabía suponer que nunca ocurriría, pero no podía dejar de esperarlo. Aquella profesora era demasiado llamativa y sexy, con sus ojos de ave exótica, su moderno corte de pelo y aquel mechón cano a lo Sontag. Tal vez no fuese sexy de una manera convencional —de tan menuda, daba la impresión de que podías plegarla y llevarla a modo de paraguas—, pero su padre era capaz de hacer valoraciones poco ortodoxas. Si alguien podía formar buena pareja con él en cien kilómetros a la redonda, era ella.

—Así que planeas seriamente quedarte aquí —dijo David—. Sirviendo bazofia a paladas a los chicos de las fraternidades.

—Es una manera de decirlo.

—Supongo que no sabría decirlo de otra manera.

—El jefe de cocina, Spirodocus, no es ningún novato —replicó ella—. Sabe lo que se hace.

David esbozó aquella forzada y tolerante sonrisa suya.

—No dudo que sea un maestro en su oficio. Si quisiera estar al frente de una cocina de primer nivel en otro sitio, lo haría. Sólo da la casualidad de que prefiere preparar huevos mocosos para niños mocosos.

Pella se alisó la falda y se tiró del dobladillo. ¿Dónde estaba su padre? ¿Por qué Mike no lanzaba un ladrillo a través de la vidriera tintada del restaurante y se la llevaba de ahí echándosela sobre el hombro? ¿Para qué servía, si no, tanto músculo? ¿Sólo por una pequeña discusión iba a quedarse de morros en casa y permitir que David la recuperase? ¡Había que ser calzonazos! Bebió otro sorbo de vino. Ser rescatada por hombres, buscar otra madre: sus fantasías eran cada vez más regresivas, un riesgo ya conocido cuando estaba en presencia de David, que producía en ella una extraña sensación de indefensión.

—Me parece maravilloso que quieras estudiar cocina —decía él.

—¿Ah, sí?

—Totalmente. Creo que gran parte de tu angustia de estos últimos meses se ha debido sobre todo a la falta de una válvula de escape creativa. No, no una válvula de escape… un verdadero sentido de la finalidad creativa. Si de verdad has renunciado a la pintura, quizá la cocina podría ocupar ese espacio en tu vida. Y también sería una buena rectificación social. Todos los chefs de primera en este país son hombres. Tantas mujeres esclavizadas en las cocinas, y tan pocas a quienes se conceda rango de artistas. Es una vergüenza.

Siempre era lo mismo: todo lo que David decía se caracterizaba por la multiplicidad, las valoraciones amplias y las pequeñas reformulaciones de la verdad, y a tal punto que empezar a escarbar y plantear correcciones resultaba intrascendente e inútil. Cómo no iba a pensar que su «angustia» surgía de no pintar, y no de estar casada con él; cómo no iba a pensar que su «angustia» había durado unos pocos meses y no la mayor parte de su anquilosado matrimonio. La enfurecía que él aún pretendiese presentarla como artista cuando no había cogido un pincel desde hacía años; la idea misma del arte le parecía un residuo de la adolescencia. Sería igual de falso considerarla nadadora sólo porque en su día había batido el récord de los alumnos de primer curso en cien metros mariposa en el Tellman Rose. El vino era bueno. Se bebía como agua.

—Aunque, por supuesto, sería una lástima que dejaras la pintura por completo —prosiguió David—. Tienes un talento asombroso.

—Aquí nadie tiene nada asombroso. ¿Tú cuándo te has asombrado?

—Me asombraste tú, Bella. Tu brillantez. Fue la principal razón por la que me enamoré de ti.

—Ya vivíamos juntos cuando viste un cuadro mío. Ya vivíamos juntos cuando me enteré de que estabas casado. Todavía no sé cómo te las arreglaste para eso.

—Yo no te oculté mi matrimonio más de lo que tú me ocultaste tu pintura. Íbamos descubriéndonos el uno al otro poco a poco. Éramos jóvenes y estábamos enamorados.

—Yo era joven —puntualizó Pella.

—Y yo estaba enamorado. Da igual, Bella, lo que quiero decir es esto: si tu deseo es ser cocinera, cuenta con todo mi apoyo. Pero opino que deberías hacerlo como es debido. Y no estoy muy seguro de que vivir con tu padre y restregar ollas por diez dólares la hora…

—Siete con cincuenta.

—Dios mío. ¿En serio? Siete con cincuenta, pues. No es ni remotamente la manera de progresar como cocinera. El arte, el mundo académico, la alta cocina… elijas lo que elijas, la única manera de ser la mejor es codearte con los mejores. —Mientras decía esto, David ensartó con el tenedor un caracol gris y mustio y lo esgrimió como prueba—. No necesito decirte que la región de la Bahía de San Francisco cuenta con algunos de los mejores y más innovadores cocineros del mundo. La cocina asiática y la europea, el marisco, que sé que es uno de tus preferidos… por no hablar ya de la considerable atención a cuestiones como la sostenibilidad y la ecolo…

—Así que debería volver a casa. ¿Por qué no lo dices a las claras y ya está?

—No creo que me haya andado con demasiados ambages. Estás viviendo entre niños, Bella. ¿Qué piensas hacer? ¿Lavar platos hasta los treinta años? Mientras este país tiene problemas que tú podrías estar ayudando a resolver.

Pella se había enamorado de la rectitud de David, y todavía le costaba no sentir respeto por ella. Quería ser buena persona, y eso significaba que debía hacer algo bueno con su vida. Sí, desde cierto punto de vista, el comedor de Westish era un páramo, una fuente de ingresos para los mataderos, un lugar donde se explotaba a trabajadores inmigrantes, una noria de rutina y repetición y comida industrial transportada desde lejos para prepararse y consumirse a toda prisa con grandes cantidades de desechos. Pero allí se sentía a gusto. ¿No era eso un requisito previo, un punto de partida? ¿Cómo podía uno aprender algo, conseguir algo, crear el menor impulso hacia el objetivo de ser buena persona si antes no se sentía como mínimo un poco a gusto?

La profesora Eglantine firmó el recibo de la tarjeta y se rodeó el cuello de su chaqueta negra con la boa verde lima a modo de bufanda. Recogió su enorme libro en cartoné y se dirigió de puntillas hacia la puerta, con sus tacones de doce centímetros, aparentando una exquisita serenidad y a la vez dando la impresión de que el traicionero peso del libro podía tumbarla e inmovilizarla en el suelo. Pella le lanzó una mirada suplicante, esperando contra todo pronóstico que se acercara para entablar una deliciosa y sincera conversación y demostrar así, de una vez por todas, que Westish era un sitio donde podía llevarse una vida elegante y provechosa, pero no ocurrió nada de eso, y la profesora se marchó. Ahí se acabó el posible idilio, pensó Pella, ahí se acabó su madrastra. ¿Dónde coño estaba su padre?

—No sé qué decirte —contestó ella—. Me gusta fregar platos.

David se alborotó la barba bien recortada con las yemas de los dedos y dejó escapar un suspiro de hastío para dar a entender que le traía sin cuidado lo que Pella hiciese, pero que preferiría que no fuera tan exasperante.

—¿Sabes?, si lo que querías era irte, Bella, podías haberlo hecho de una manera más civilizada.

—A mí me pareció bastante civilizada. Sin destellos de cuchillos. Sin derramamiento de sangre.

—Quizá «madura» sea la palabra que busco, entonces. Ya no eres una adolescente, Bella. No puedes seguir escapándote de casa cada vez que te da miedo el futuro. Sea cual sea el problema, me habría gustado que lo plantearas. Sin duda, podríamos haberlo resuelto como adultos. Seguro que aún estamos a tiempo.

Pella apuró de un trago el resto del vino. Estaba entrando en la fase de la velada «culpemos a David».

—Ya —dijo—. Me imagino la conversación: «David, me marcho porque eres controlador y poco razonable y tienes unos celos castradores. No quieres que trabaje, no quieres que estudie, ni siquiera quieres que aprenda a conducir. Así pues, ¿qué opinas, cariño?».

Él tamborileó con los dedos en el pie de su copa y miró a Pella con la perplejidad propia de una persona muy razonable.

Bella, no tergiverses mis palabras. Yo no quería que te sacaras el carnet de conducir mientras estabas tomando cierta medicación. Así de sencillo.

—¿Qué medicación? ¿El Ambusal? ¿El Kelvesin? ¿En qué año crees que vivimos? Todo el que va por la carretera toma una cosa u otra.

—Esa gente ya sabe conducir. En ese momento tu estado era frágil. Y San Francisco es un sitio difícil para un conductor novato. Tráfico denso, continuos cambios de rasante. Pensé que sería peligroso.

—Podríamos haber ido a un sitio más tranquilo. Podrías haber buscado alternativas. Pero no, tú lo usaste como pretexto para aislarme. ¡A saber en qué lío me habría metido si hubiese tenido coche!

David salía ganando en esas discusiones. Adoptaba una actitud cada vez más tranquila y cuerda mientras Pella se decantaba hacia la ira. Aunque, naturalmente, el iracundo era él.

—Me sorprendes, Bella. Cuando nos casamos, quería que fueras a la universidad de inmediato, ¿te acuerdas? Y me dijiste que para ti el amor y tu arte eran lo único importante. De modo que decidimos que no trabajases.

Pronunciando esas grandes palabras —amor, trabajo, arte— estaba burlándose de ella.

—Eso fue al principio —adujo Pella.

—¡Y qué buen principio! ¿Te acuerdas de cuando conocí a Marietta y la invité a cenar, y cogimos tu mejor cuadro, aquel collage enorme de tonos salmón, y lo colgamos para que quedara frente a su silla? Cuando ella mordió el anzuelo, me sentí como un maestro del crimen. Ésa fue una gran noche.

Marietta Cheng tenía una galería; había comprado Espuma marina por cuatro mil dólares, la primera y única verdadera venta de Pella. Por razones que fue incapaz de expresar, Pella había estado a punto de echarse atrás en el trato, pero David la persuadió de que, si bien no necesitaban el dinero, era importante que se estableciera como artista comercialmente viable. El malestar de Pella empezó poco después de eso. Derrochó el dinero de Marietta en vestidos vintage y otras banalidades desaparecidas hacía tiempo; más le habría valido conservar la única obra suya que le gustaba de verdad.

—Al principio me habrías dejado trabajar —dijo—, pero luego…

—Luego estabas enferma, Bella. Yo quería que te recuperaras. Así de sencillo. —David se miró las manos—. Oye, si quieres el divorcio, tendrás el divorcio. No voy a disuadirte. Pero esto… —Con un rápido vistazo abarcó no sólo el caracol y la clientela ya de cierta edad, sino la universidad, el pueblo y todo el Medio Oeste—. Esto no es para ti, Bella. Puedes vivir en el loft. Yo alquilaré un apartamento. Puedes buscar trabajo en un restaurante, matricularte en una escuela de cocina, dedicarte a esto como es debido. ¿Quién sabe? Igual algún día me encargas a mí el proyecto de un restaurante.

«Joder», pensó Pella. David no lograría conquistarla de nuevo —y menudo botín era ella—, pero sí iba a lograr destruir el escaso impulso que había conseguido. Si iba a matricularse en Westish, necesitaba creer que debía matricularse en Westish, que vivir cerca de su padre, trabajar para el jefe de cocina Spirodocus, estudiar con la profesora Eglantine, era la manera de empezar a construir una nueva vida. Si alimentaba dudas sobre si ése era el lugar que le correspondía, acabaría otra vez en la cama, paralizada por esas dudas. Las circunstancias se decantaban a favor de Westish: allí podía matricularse sin acabar la secundaria, la matrícula le saldría gratis, ya estaba allí y se sentía a gusto, pero ¿cómo no iba a tener dudas? ¿Justo cuando llegaban aquellos primeros platos de aspecto triste, cuando se iban los clientes, encorvados, cuando su padre, como de costumbre, no hacía acto de presencia, cuando Mike estaba mimando a Henry en algún sitio? Si esa noche hubiera supuesto un referéndum sobre su continuidad en Westish, los resultados no habrían sido buenos. Ya no quería a David, pero el amor le había enseñado a ver el mundo a través de los ojos de él, y a través de sus ojos aquel lugar era un vertedero insulso.

Ahora el vino era blanco, lo que significaba que habían pedido otra botella.

Dependía demasiado de los hombres, Mike por aquí, papá por allá, siempre necesitando a uno que la rescatara de otro; hasta Spirodocus era un hombre, en cierto modo. Tal vez necesitase a más mujeres en su vida, por eso se había prendado mentalmente de Judy Eglantine; pero siempre se había llevado mejor con los hombres y era poco probable que eso fuese a cambiar en Westish, donde la mayoría de las mujeres eran más jóvenes que ella y sin duda la rehuirían y la tendrían miedo y la llamarían putilla, hiciera lo que hiciese. ¿Era eso demasiado pesimista? En cualquier caso, no podía contar más que con sus propios recursos.

Se oyó un zumbido. David sacó la BlackBerry del bolsillo y echó un vistazo a la pantalla.

—Es tu padre —anunció.

—Pues no contes… —dijo ella, pero David ya había cogido la llamada. Le entregó el teléfono.

—Pella, lo siento muchísimo. Puedo estar ahí dentro de quin…

—No te preocupes —repuso ella con desenfado—. Creo que has hecho bien en no venir. David y yo teníamos que hablar de ciertas cosas solos.

—¿En serio? —preguntó su padre, incrédulo.

—En serio.

—¿No estás enfadada conmigo?

—¡Siguiente pregunta! —Desenfadada pero sincera. Desenfadada, sincera y ebria.

—De acuerdo… ¿No va demasiado bien?

—Eso es una actitud posesiva. —Pella oía ruido de fondo: voces, una especie de tintineo, música apenas audible—. ¿Estás en un restaurante?

—¿Yo?… No, no, claro que no. Bruce Gibbs me ha entretenido… El trabajo de un rector, ya sabes… ¿Seguro que no puedo hacer nada?

—Ya nos veremos mañana —dijo Pella.

Apenas eran las nueve y media, pero en el comedor la gente ya pagaba la cuenta y se ponía el abrigo para salir. La vida en el Medio Oeste: el noticiario de las diez y de pie al amanecer. Pella cogió la botella por el cuello, negándose a aguardar la mano invisible del camarero. Miró a David.

—Me acuesto con otro.

—No te creo.

Pella supo que lo decía en serio: no la creía.

—Es verdad.

—No te creo —repitió él—. Ni siquiera sé por qué lo has dicho. ¿Y nosotros qué?

—¿Nosotros? Pero si nosotros no nos acostábamos. Hace un año que no tenemos relaciones sexuales.

Él la miró con inquina.

—Eso no es verdad.

—Claro que es verdad —afirmó Pella—. Un año por lo menos.

Bella, ¿no recuerdas la última vez que hicimos el amor?

Ella hurgó en su memoria; pero ¿cómo iba a recordarlo? Con el paso del tiempo, habían hecho el amor cada vez con menor frecuencia, hasta que de pronto un día dejaron de hacerlo. No había sido el resultado de una especie de ceremonia, ni siquiera de una decisión consciente.

—Fue el día de Navidad —dijo David—. El día que te regalé esto. —Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un pequeño sobre marrón. Abrió la pestaña y dejó caer sobre el mantel dos magníficos pendientes de zafiro y platino en forma de lágrimas. Pella nunca los había visto. ¿O sí?

—Estás loco —dijo.

—He pensado que tal vez querrías quedártelos. A mí no me sirven de gran cosa.

Pella resistió el impulso de coger uno.

—No nos acostamos en Navidad —declaró.

David la miró con una expresión serena y compasiva, de esas que normalmente precedían a alguna sugerencia expresada con suma tranquilidad: que debía «calmarse», o «beber un poco de agua», o «plantearse consultar a alguien».

Bella —dijo con tono de reprensión—, sabes que no me gusta nada cuando haces esto.

—¿Cuando hago qué?

—Cuando finges que no te acuerdas de algo. Como si uno recordara o no las cosas a conveniencia y pudiese desecharlas si no las quisiera. Aunque no alcanzo a entender por qué no quieres conservar recuerdos tan gratos. Nos despertamos. Brillaba el sol. Preparé el desayuno. Escuchamos la Segunda de Krebenspell. Hicimos el amor. Fuimos a comer al Trisquette. Te regalé estos pendientes.

Hablaba con tono detestablemente sereno. Pella sintió que se le disparaba la necesidad de tomar una pastilla celeste, pero no sabía bien dónde había dejado el bolso. Buscó la botella de vino, pero también había desaparecido, retirada por el camarero de manos lampiñas. Probablemente se la había bebido entera ella sola. David nunca pasaba de dos copas. Tendría que estar loca para no acordarse de esos pendientes, y a todas luces no estaba loca. No estaba loca a todas luces ni en la oscuridad más absoluta. No estaba loca, no lo estaba, no. Recordaba vagamente una comida a finales de diciembre, un mediodía espantoso, iluminado por un sol de color platino, los extraños chirridos de Deskin Krebenspell, a quien David consideraba literalmente «el único compositor vivo». No hicieron el amor: imposible. Pero la gente creía lo que quería creer. Ella acababa de decirle a David que se acostaba con otro, y David se negaba a creerlo, lo había olvidado al instante, porque su cerebro no podía soportar saber algo así. Si quería creer que habían hecho el amor en Navidad, allá él.

Los pendientes, sin embargo, eran otra cosa. Los pendientes existían. Allí estaban, en la mesa. Era cierto que le sonaban vagamente; quizá los habían visto en alguna tienda de Hayes Valley, Pella había expresado su admiración con grandes alharacas, y David, tomando nota de su reacción —nunca había sido tacaño con los regalos—, los había comprado antes de viajar a Chicago. Y ahora fingía que se los había regalado hacía tiempo. Pella cogió uno para volver a meterlo en el sobre marrón. Ése había sido un buen detalle: dárselos en su estuche nuevo habría puesto de manifiesto que eran nuevos. Era una maniobra propia de David intentar recuperarla de esa manera, haciéndole creer que estaba loca. Era él quien la volvía loca, y nadie más. Pero tenía buen gusto. El pendiente se le resbaló de la mano y cayó en el pálido líquido que quedaba en el fondo de la copa. Debería bebérselo, tragárselo, entonces sí estaría loca. Y lo enloquecería también a él.

Levantó la copa y la entrechocó con la de David, que seguía medio llena. Lo miró a los ojos malévolamente, se llevó la copa a los labios. «Que se joda Mike Schwartz», fue el brindis que le vino a la mente. «Que se joda Mike Schwartz, con quien jodo porque para eso vivo». Una frase perfectamente construida: nunca estaba demasiado borracha para equivocarse con la sintaxis. Era curioso que se le hubiera ocurrido pensar «porque para eso vivo» en lugar de «porque lo amo» o «porque me gusta». «Porque me gusta» habría sido lo más preciso, pero en realidad daba igual. David decía algo con la mano tendida hacia ella. Pella se echó hacia atrás. Tenía la copa casi invertida, pero el pendiente estaba encallado en la concavidad que había en la base de ésta. Dio un golpecito al cristal con la mano lastimada. El pendiente se desprendió y se deslizó por la copa hasta caer en su boca. Pella se lo paseó en torno a la lengua, sintiendo el frío del metal y la piedra. Lo probó con los dientes, se lo metió bajo la lengua. Le pareció que allí encajaba bien.

—Escúpelo —dijo David, alarmado.

Ella le sacó la lengua.

—Podría hacerte daño.

Una cena de mil dólares. Toda una performance artística.

—Estás comportándote como una niña de cinco años. No te favorece.

—Has dicho que a ti no te servían de nada.

—Deja de actuar. Escúpelo.

Pella le enseñó el interior de la boca, como una niña de cinco años que por fin se ha comido las espinacas; estaba limpia. Justo antes de tragárselo sintió un momento de emoción y luego miedo… ¿Y si se atragantaba? Pero era pequeño y pasó por su garganta sin problemas.

David parecía aterrorizado. Sacó el teléfono.

—¿Qué haces?

—Llamo a una ambulancia. Eso te destrozará los intestinos.

—Bah, relájate.

Pella, un poco inestable, se puso de pie y se alejó de la mesa. Contar sólo con sus propios recursos no facilitaba las cosas: podía implicar medidas extremas. En el lavabo de mujeres había dos compartimentos, los dos desocupados. Nunca había sido bulímica, pero era una de esas cosas que una chica sabía hacer. El pendiente salió en medio de una lluvia de vino rosado y salsa de caracoles. Sujetándose el pelo con la mano izquierda, rescató la preciosa lágrima azul de la taza con la derecha. Fue al lavabo a enjuagarse la boca y limpiar después el pendiente. Junto al lavabo había un cesto de mimbre con un popurrí de astillas aromáticas. En el espejo, se vio pálida y ojerosa. Aparentaba treinta años como mínimo. Pero había expulsado el vino del estómago y empezaba a sentirse mejor. Ni siquiera tendría resaca al día siguiente.