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Affenlight ya no detestaba a David. Tampoco es que tuviera un gran concepto de él, pero en los últimos años había pensado más en David que en cualquier otra persona, a excepción de Pella y Owen, y con el tiempo esa clase de atención constante podía atemperarse y convertirse en compasión. Nunca perdonaría a David, pero ahora éste formaba parte de su vida, y Affenlight había conseguido admitir a regañadientes que seguiría viviendo y respirando lo quisiera él o no. Antes lo consideraba un mujeriego egoísta y rayano en la pederastia; ahora, un hombre con el que estaba peleado. Casi —¡Dios lo librase!— como un yerno, aunque desagradable.

Últimamente, por razones obvias, incluso sentía menos indignación moral. Siempre se había atenido rigurosamente a ciertas reglas en sus relaciones con las estudiantes, tanto cuando en su juventud era un solicitadísimo aspirante a adjunto como cuando era un solicitadísimo y atildado profesor, y aun en su etapa de fama a nivel de la CNN, cuando el Crimson sacó su foto bajo el encabezamiento EL LATIDO DE LAS HUMANIDADES. Esta resistencia a la tentación continua y a menudo flagrante le había dado autoridad para criticar a un individuo como David, un adulto que había seducido a una niña vulnerable y de gran corazón. Pero ¿qué podía decir Affenlight ahora? ¿Cómo podía saber que David no había sucumbido también a un sentimiento tan dulce y fortuito que lo había arrollado de forma tan plena como a él? Por otra parte, claro está, Pella sostenía que su matrimonio había acabado, y un hombre podía ser magnánimo en la victoria.

De modo que Affenlight casi sintió lástima por David cuando lo encontró en el pasillo, frente a su despacho, toqueteando el móvil, con aspecto de inquietud y aflicción. Le recordó, naturalmente, a Menelao, recién llegado para reclamar a Helena, pero David desmerecía un poco en la comparación. Fuera llovía a cántaros, y si bien calzaba chanclos de goma y una chaqueta impermeable, tenía empapados la cabeza y el pantalón. Affenlight se preguntó qué clase de hombre se ponía chanclos de goma para una misión como aquélla.

—David —dijo—. Guert Affenlight. Me parece que no te vendría mal un café.

—¿Dónde está mi mujer? —preguntó David.

Affenlight sintió una repentina calma. Era una situación que a menudo había visto en sueños: su enemigo allí, en su despacho, sometido a sus condiciones. Pero el deseo de reafirmarse y vengarse se había apagado.

—¿Has llamado a la línea de arriba?

—Repetidamente.

—Es posible que aún esté en el trabajo. —Affenlight señaló con el mentón hacia la puerta abierta de su despacho—. Pasa. Siéntate.

En persona, David ofrecía un aspecto menos imponente que el hombre que aparecía en la foto de la página web, con una camiseta de cuello cisne bajo el jersey, retrepado en la silla ante la mesa de dibujo, el lápiz portaminas en la mano y esbozando una benévola sonrisa. Poseía, al menos en el retrato, el puntilloso dominio de sí mismo que Affenlight asociaba a cierta clase de cristiano evangélico, con su cuidadísima y bien recortada barba y todo lo demás. Ahora se lo veía bastante menos sereno.

—Supongo que te habrás alegrado mucho de esto —dijo David en voz baja pero estridente, mientras su suegro, tras preparar el café, le entregó, lo quisiera él o no, una taza humeante.

En la estancia había otra silla con el emblema de Westish como la que había ocupado David; cuando Affenlight quería que un invitado se sintiera en igualdad de condiciones y cómodo, era la que elegía para sentarse. Esta vez se deslizó detrás de su enorme escritorio, cubierto de papeles. De un tiempo a esa parte, su rendimiento en el trabajo era a todas luces escaso.

—Eso depende de lo que quieras decir —repuso—. Estoy preocupado por Pella.

—Es mi mujer —dijo David, temblando y todavía chorreando agua. Dejó la taza de café en el borde del escritorio de Affenlight con un gesto cortante. Tal vez estuviera ejerciendo su derecho a rechazar la hospitalidad, o quizá prefiriese leche en el café—. Llevamos cuatro años casados.

—Lo sé. Aunque a mí no se me invitó a la boda, como bien sabrás.

—Tengo derecho a hablar con ella.

—Ya vendrá.

Un trueno de primavera, muy distinto de las secas detonaciones de julio y agosto, retumbó suavemente, sin descarga eléctrica. David cogió la taza del canto del escritorio, con cuidado de no derramar café sobre los papeles de Affenlight, y tomó un mínimo sorbo para tantear la temperatura. Pareció serenarse un poco. Echó una ojeada alrededor, fijándose en los diplomas enmarcados y los galardones, los lomos de los libros alineados en los estantes de nogal.

—Bonita obra de carpintería —comentó.

—Gracias.

—Ya no se trabaja así. Demasiado caro. ¿Son de los años veinte, estos estantes?

—Del veintidós, creo.

David asintió.

—El año que se publicó el Ulises, y la traducción de Moncrieff de Du côté de chez Swann. Y La tierra baldía, por supuesto.

Affenlight no supo si eso representaba un intento de ponerse a su nivel o si era la manera de hablar de David.

—Correcto —dijo.

—¿Pella está bien? —preguntó David, y tomó otro sorbo más largo—. Has dicho que estabas preocupado.

—Está perfectamente. Mucho mejor que cuando llegó.

—¿Qué le pasaba cuando llegó?

La pregunta sorprendió a Affenlight. Su anterior comentario pretendía ser una pulla, no un tema digno de desarrollarse.

—Bueno, ya sabes… Se la veía bastante… vapuleada.

Indignado, David se irguió, agarrándose a los brazos de la silla.

—No estarás insinuando…

Affenlight levantó una mano con gesto apaciguador.

—No, no.

—Nunca haría una cosa así.

—Claro que no —confirmó Affenlight.

Llamaron a la puerta: ¿sería Owen? Más vale tarde que nunca. Lógicamente, estando allí David, Owen no podría quedarse, pero eso no importaba; lo que importaba era que hubiese decidido visitarlo. Affenlight echó la silla atrás, pero la puerta se abrió sin darle tiempo a ponerse en pie.

Pella apareció en el vano, vestida todavía con el uniforme del servicio del comedor. Affenlight no la había visto con gorra de béisbol desde que era niña. Quizá por eso le pareció de repente tan joven, o quizá fue por la manera en que se quedó, nerviosa, junto a la puerta, como esperando a que los adultos terminaran de hablar.

—No veo sangre en el suelo —comentó ella—. Buena señal.

Affenlight sonrió y dijo:

—Para eso hemos salido fuera, para no ensuciar.

David se había puesto de pie.

Bella.

Dio un paso hacia ella. Affenlight se tensó, dispuesto a interponerse, pero siguió detrás de su escritorio; se trataba de un impulso absurdo. Se besaron en la mejilla como dos personas bien educadas, mientras él examinaba el rostro de su hija en busca de una señal de amor.

David, con los brazos extendidos, sujetó a Pella por los hombros.

—¿Qué te ha pasado en el dedo, Bella? —El tono era tan admonitorio como solícito, una clásica mezcla de romanticismo y paternalismo.

—Tropecé con un árbol.

—Supongo que por aquí es un accidente habitual —bromeó él—. Demasiados árboles. Al menos se te ha puesto de un color bonito. —Aún la tenía sujeta por los hombros, observándola como si fuera su dueño. Fijó una mirada elocuente en su manchada blusa de cuello redondo—. Creía que íbamos a cenar.

—Y así es.

—¿Estoy demasiado elegante, entonces?

Affenlight conocía bien esa clase de hombre que se marchita en presencia de otros hombres, pero florece en el trato con las mujeres: sumamente heterosexual en su indiferencia a los de su propio sexo, o tal vez en su desprecio o su miedo, pero sumamente en sintonía con las necesidades y los intereses de las mujeres. David había florecido de ese modo nada más aparecer Pella.

—Tengo que cambiarme —dijo ella—. ¿Ya has pasado por tu hotel?

—No, Bella. He venido a verte a ti directamente.

—He reservado mesa a las ocho en el Maison Robert. Seguro que no te gustará, pero es lo único que hay.

—Seguro que me encantará —repuso David.

—Ya. —Pella miró a su padre—. ¿Crees que David tendría que pasar a recogernos? ¿O cómo lo hacemos?

—¿A recogernos? —exclamó David.

«¿A recogernos?», pensó Affenlight. En su conversación con Pella, a primera hora de la mañana, ella le había dicho que lo necesitaba durante la visita de David, pero no había imaginado que eso implicara cenar con él. Y no era que no estuviese dispuesto; si Pella lo quería como parachoques, accedería gustoso. Que ella desease su presencia resultaba halagador, una señal esperanzadora.

—A recogernos, sí —confirmó Pella—. A mi padre y a mí.

Bella. —David empezó a musitar en un tono bajo y mohíno, con la intención de excluir a Affenlight—. Oye, en serio…

Affenlight dirigió la mirada hacia el patio y a través de la lluvia menguante vio luz en las dos ventanas abuhardilladas de Phumber 405. Había alguien allí, Henry tal vez; pero de pronto se recortó contra la luz aquella inconfundible silueta estilizada, levantó la ventana con las dos manos y se inclinó hacia fuera, como si inspeccionase el patio brumoso. Desapareció en la habitación y volvió a aparecer con dos objetos pequeños y delgados entre los dedos. Uno se lo llevó a los labios, el otro lo encendió entre las manos ahuecadas y lo usó para arrancar del primero una punta de luz anaranjada. Owen volvió a inclinarse sobre el patio a oscuras, acodándose en el alféizar, y empezó a fumarse el porro. Al contemplarlo, Affenlight experimentó una profunda tristeza. No sólo porque Owen no hubiera ido, sino por lo satisfecho e independiente que se lo veía allí inclinado, fumando y abstraído en sus pensamientos, tan poco necesitado de ayuda o compañía, como un animal que comiera plácidamente en medio de la naturaleza. Affenlight no sólo se sintió superfluo, sino también, en comparación con tal plenitud y serenidad, desesperadamente desazonado en el fondo de su alma. Necesitaba a Owen, pero éste —que gozaba de aquella plenitud, o nunca estaba más allá de un porro bien liado de la plenitud— jamás lo necesitaría a él.