Owen no había llegado. Aún no había llegado. Aún no había ejecutado su ligero toc toc toc con el dorso de la mano contra la puerta de castaño del despacho de Affenlight, tan maciza como correspondía a un rector, ni había entrado furtivamente y echado el cerrojo, ni se había desprendido de su bolso en bandolera, ni había cogido las manos de Affenlight para plantarle en los labios un beso irónicamente casto.
Eran las 4.44 según el reloj de Affenlight, las 4.42 en el reloj de pared. ¿Owen había llegado alguna vez tan tarde? Affenlight no lo creía. Abrió bruscamente el cajón central de su escritorio, haciendo chirriar los cojinetes en sus raíles torcidos. Hurgó entre un revoltijo de bolígrafos y grapas, paquetes de tabaco, blísters de Lipitor y Toprol abandonados, y sacó un tríptico de tamaño billetero con el calendario de béisbol de Westish, en cuya portada aparecía una foto de Henry.
Affenlight se sabía el calendario casi de memoria; se había convertido en el hincha más ferviente de los Arponeros después de toda una vida de benévola indiferencia hacia el béisbol. Iba a ver a Owen, claro, pero el equipo en su conjunto, capitaneado por el tenaz Mike Schwartz, tenía un aura de competencia desconocida en la historia deportiva de Westish. Y lo que más absorbía a Affenlight durante sus horas en el diamante era la esperanza de que Henry Skrimshander se restableciese. «Se restableciese», esa manera de expresarlo ya lo decía todo, como si Henry sufriese una terrible enfermedad de la que acaso nunca se recuperara. La empatía que Affenlight sentía por él superaba cualquier cosa que éste hubiese sentido por un personaje de una novela. Estaba a la altura, de hecho, de la mayor empatía que había experimentado en su vida por alguien. Todos tenemos nuestras dudas y fragilidades, pero el pobre Henry debía afrontarlas en público a horas establecidas, mientras la mitad de los espectadores depositaba sus esperanzas ansiosamente en él y la otra mitad casi deseaba que fallase. Como un actor en una obra de teatro, su desazón quedaba expuesta ante todos, pero en cambio no podía llegar a casa y convertirse en otra persona. Tan descarnada era su lucha que ir a los partidos parecía casi una violación de su intimidad, y en los peores momentos Affenlight se sentía culpable de estar allí y se preguntaba si de hecho no debería prohibirse la presencia de público.
Examinó el calendario: los partidos en CASA en negrita; los partidos en campo contrario en letra redonda corriente. Esperaba encontrar un partido en CASA ese día, un partido que hubiera pasado por alto, porque eso explicaría la ausencia de Owen, por lo demás inexplicable, y acercarse al campo de juego a ver unas cuantas entradas. Pero ése era el último día de abril y ni siquiera estaba incluido en la lista. Así pues, no había razón para que Owen no se hubiese presentado. Affenlight dobló el calendario y volvió a guardarlo en el cajón.
El día anterior había pasado algo; o al menos, en retrospectiva, daba la impresión de que había pasado algo. En su momento no le dio mayor importancia, o desde luego no le pareció algo crucial. Fue sólo uno de esos instantes que te obligan a admitir, porque no estás loco ni eres un absoluto fanático, que tu amante y tú sois personas distintas cuyos puntos de vista sobre el mundo a veces difieren. Pero tal vez fuera más que eso, tal vez Affenlight hubiese cometido una grave equivocación, porque ya eran las 4.49 según su reloj, las 4.47 según el reloj de pared, y Owen todavía no había llegado.
El día anterior, Owen había descubierto la larga hilera de anuarios de Westish que ocupaban todo el estante inferior que había detrás del confidente. Estaban ordenados por años, y a medida que uno los recorría con la mirada de izquierda a derecha, los lomos azules se veían cada vez menos descoloridos y las letras en pan de oro más vibrantes. Para Affenlight, aquellos anuarios eran como parte del mobiliario: desde sus primeros, nostálgicos días como rector, hacía casi ocho años, no se le había ocurrido echarle un vistazo a ninguno. Hasta que Owen, repantigado ociosamente en el confidente mientras él terminaba un memorando, sacó la edición del 69-70 y la abrió por una foto de media página en la que aparecía un joven alto empujando una bicicleta por el patio. Era un joven de hombros anchos. Lucía un pantalón gris de lana pinzado y una camisa de vestir de cuello ancho, remangada con una pulcritud muy reconocible, sin más señal de rebeldía que el cabello, ya lo bastante alejado de los dos años de cortes al uno impuestos por el entrenador Gramsci y a la altura del cuello de la camisa, adecuadamente leonino. Había hojas caídas en el suelo, y su sonoro crepitar casi se oía en la fotografía mientras el joven empujaba la bicicleta por un lugar situado a menos de cincuenta metros de donde se hallaban sentados en ese momento. El joven no sonreía, pero se lo veía bastante satisfecho de su libertad, la libertad de no tener que acudir a un entrenamiento de fútbol en una tarde de otoño. Aún no se había dejado barba.
—Vaya, vaya —exclamó Owen—. ¿Y éste quién es?
—Ja, ja.
Affenlight cambió de posición en la silla. Se fijó en la taza de la señora McCallister que Owen había cogido y advirtió que no era la de siempre, sino una que ponía NO TE LLEVES TUS ÓRGANOS AL CIELO: DIOS SABE QUE LOS NECESITAMOS AQUÍ.
—¿Qué ha pasado con BÉSAME, SOY IRLANDÉS? —preguntó, procurando aparentar naturalidad.
Owen levantó la vista de la foto.
—Sencillamente he cogido ésta —respondió—. Puedo lavarla cuando acabe.
—No, no. No es necesario. Es que creía que te habías encariñado con la taza del irlandés, lo digo sólo por eso.
—Hum, hum, hum. —Owen señaló la fotografía, justo por debajo del pliegue de las mangas de Affenlight—. Menudos antebrazos.
—Eso es porque estoy agarrando el manillar. —Affenlight no pudo evitar dirigir una mirada a la versión actual de esos antebrazos; ya no eran tan impresionantes ni mucho menos.
—Esto fue… ¿cuándo? ¿En tu último curso?
—En tercero.
—Tercero. Dios mío. Debías de tener a todo el campus en una especie de desmayo colectivo coreografiado. Chicos y chicas por igual.
—La verdad es que no. Era tímido, anticuado. Un poco solitario. —Sonaba a falsa modestia, teniendo en cuenta el majestuoso porte del chico de la foto, pero era cierto.
—Sí, seguro. —Pasó a la última página, pero no encontró un índice—. ¿Hay más como ésta?
—No creo.
Owen, ávido de ver alguna otra, hojeó el anuario completo. Después sacó los anuarios correspondientes a los otros tres años del paso de Affenlight por Westish y los apiló en su regazo. Sonrió ante las fotos del actual rector vestido con el uniforme del equipo de fútbol, su corte de pelo al uno y las hombreras y el calzón ajustado; soltó una pequeña carcajada ante la barba a lo Whitman que empezó a cultivar en su último curso; al final no pudo resistir volver a la foto de la bicicleta. La mayor parte de las veces, Affenlight percibía un asomo de ironía en las atenciones de Owen; ahora, en cambio, se lo veía profundamente absorto. Affenlight tomó un sorbo de café, ya medio frío, y se movió en su silla de respaldo recto con barrotes ahusados. ¿Por qué usaba Owen una taza distinta? ¿Por qué miraba esas fotos cuando tenía al Affenlight real delante? Quizá debería haberse sentido halagado por las exclamaciones de admiración del chico, pero en cambio se sintió excluido de la transacción emocional, fuera cual fuese, que tenía lugar entre éste y el joven de la fotografía.
—Ojalá te hubiera conocido —comentó Owen con tono melancólico.
—¿Entonces en lugar de ahora?
Owen, con la mirada aún en la foto, tendió la mano para darle un apretón en el tobillo por encima del calcetín.
—Entonces y ahora —respondió—. Siempre.
—Yo entonces era distinto. Es posible que no te hubiese gustado.
—Me habrías gustado muchísimo. ¿Qué no me habría gustado?
—Yo era distinto —repitió Affenlight.
Por alguna razón deseaba dejar eso claro. El chico de la foto no era sólo su ser actual con unos antebrazos más fuertes y el pelo ondeante. Al fin y al cabo, también ahora podría dejarse crecer el pelo así, y le quedaría aún más llamativo a causa de las hebras plateadas. Pero no se trataba del pelo.
—En aquella época —explicó— no era yo. No así. Yo… yo nunca habría podido enamorarme.
—Sí, claro. —Sin dejar de mirar la foto, siguió acariciando distraídamente el tobillo de Affenlight—. Basta con verte. ¿Por qué alguien así iba a tomarse la molestia de enamorarse?
En efecto, ¿por qué? Owen preguntó si podía llevarse prestado ese anuario del tercer curso, explicando que le gustaría hacer una copia de la fotografía, y a Affenlight no le quedó más remedio que responder claro, por qué no, adelante. Y se besuquearon un rato y se leyeron en voz alta unos fragmentos del Rey Lear y Owen se marchó.
Eso fue lo que había ocurrido el día anterior. Y ahora las campanas de la capilla daban las cinco, y Owen no aparecía. Affenlight volvió a mirar el texto en negrita en el calendario de béisbol, esperando en vano que se materializara un nuevo partido en casa. Echó hacia atrás la pesada silla y se acercó a la ventana, desde donde miró hacia Phumber 405. Se había desatado un intenso aguacero primaveral y llovía a mares. No vio ningún movimiento detrás de las hierbas y los retorcidos cactus en miniatura alineados en los alféizares de la habitación de Owen. Abrió la puerta del despacho; al diablo con Owen, se prepararía el café él mismo. Allí de pie, en el pasillo, calado hasta los huesos, con el puño en alto para llamar a la puerta, había un hombre barbudo al que Affenlight nunca había visto, pero al que reconoció de inmediato por la foto que aparecía en la web de su estudio.