—Trae —había dicho Hero en el turno del desayuno—. Ya me ocupo yo.
Pella lo apartó con un gesto.
—No te preocupes. Estoy bien.
En realidad el dedo no le dolía tanto; lo tenía rígido y amoratado, pero el dolor no era permanente. A veces dejaba escapar un grito, cuando se lo pillaba bajo una olla o una fuente o se golpeaba contra el borde biselado del fregadero. Spirodocus le había dicho que se marchara a casa, pero ella se había negado: quería ordenar los cubiertos en sus contenedores, eliminar la grasa del beicon de las sartenes con la manguera. Después del desayuno, quería reabastecer de ketchup, sirope y yogur de moras el llamado bufet de ensaladas, retirar la costra amarillenta de la mayonesa, rellenar de hielo el hueco bajo las bandejas de acero inoxidable. Era viernes, el día que le tocaba turno doble. Deseaba trabajar. No quería pensar en la noche anterior con Mike, ni en la noche que le esperaba con David. Quería estar allí, entre los melodiosos sonidos del portugués y la música salsa enlatada que emitía la radio de alguien, los rugidos intercalados del triturador de basura y el robot de limpieza, agua por todas partes, más los rugidos de Spirodocus cuando se enfadaba. Quería mantenerse en movimiento, permanecer allí, en el centro del ruido. Había dado cierto impulso a su vida yendo a clases y nadando y trabajando, sacando libros de la biblioteca, quedándose dormida en cuanto apoyaba la cabeza en la almohada. Para su sorpresa, había acabado pensando que pasarse cuatro años en Westish quizá no fuera lo peor que podía sucederle en la vida, pero a la vez percibía lo tenue que era esa evolución, la facilidad con que podía lentificarse e interrumpirse y volver al punto de partida: en la cama todo el día pero incapaz de dormir, aterrorizada por el día y doblemente aterrorizada por la noche, sin descolgar nunca el teléfono, con el único consuelo de no volver a necesitar consuelo jamás.
—Trae —la instó Hero con un ademán de impaciencia. Empleando un cuchillo de cocina, cortó un trozo de esparadrapo de tela blanco y se lo enrolló en torno al dedo herido y el anular, para unir los dos firmemente—. Así ya no te lo pillarás.
—Hum —dijo Pella, impresionada. Se la veía tan dura como un jugador de fútbol.
Después de un par de horas de vapor y agua caliente jabonosa, el esparadrapo se despegó y Hero cortó otro trozo. Pella acabó los dos turnos sin volver a pillarse el dedo. Luego, una vez fregados los platos del almuerzo, con el uniforme manchado de agua sucia y residuos de comida y con churretes de grasa pegajosa en la piel, se dejó caer ante una mesa redonda de melamina en el comedor desierto, con otra bolsa de hielo para el dedo. La luz vespertina que entraba por las altas ventanas con parteluces se convertía en un resplandor dorado y untuoso. David no tardaría en llegar.
Entre un turno y otro, el jefe de cocina Spirodocus le había entregado un sobre. Pella lo sacó en ese momento del bolsillo, sintiendo un extraño nerviosismo al plegar y arrancar los bordes perforados. Y allí estaba: un cheque ganado honradamente, a nombre de Pella Therese Affenlight. El estado había deducido los impuestos: seguridad social, asistencia médica, contribuciones estatal y federal; total: 49,83 dólares. Su primera aportación directa a la recogida de basuras y la enseñanza pública, el mantenimiento de las autopistas y las bibliotecas, las matanzas en la guerra.
Se quedó mirando el cheque, aunque no había gran cosa que ver. David y ella gastaban más en una cena. Pero no era una cantidad despreciable, y menos allí, en medio de ninguna parte, y menos aún cuando la comida y el alojamiento le salían gratis. Y era suyo. Ya no tendría que pedirle dinero a su padre. Podría comprarse ropa interior para sustituir la que había dejado en casa de Mike.
Necesitaba ducharse y cambiarse; David siempre llegaba antes de tiempo a todas partes. Pero, en lugar de marcharse, sacó una Sprite del expendedor de bebidas y se sentó a admirar el cheque un poco más. Aún tenía previsto vender la alianza, pero aquello era mejor. Como decía Ismael: «Recibir la paga: ¡nada puede compararse a eso!». Se avergonzaba de lo orgullosa que se sentía. El cheque demostraba que aquellas últimas semanas había estado viva, que había hecho algo, por trivial que fuese. Por eso la gente se aficionaba tanto a ganar dinero, incluso dinero que no necesitaba. Así se justificaban a sí mismos. Así llevaban la cuenta.
Spirodocus salió de la cocina acompañado del ruidoso golpeteo de sus zuecos, que calzaba para prevenir el dolor de espalda. Tenía la frente arrugada y la mirada fija en su tablilla sujetapapeles.
—Pella, sigues aquí. —Lo dijo como si fuera una gran verdad de la que acaso ella no era consciente.
—Aquí sigo, sí. —Con la mano ilesa, deslizó el cheque por la mesa, lo cogió entre los dedos y dio un golpecito con el borde de éste en la parte inferior de la mesa.
Spirodocus se sentó frente a ella.
—Deberías irte a casa —dijo—. Se te ve cansada.
Pella sabía por experiencia que ésa era una manera de hacerle saber a una mujer que tenía mala cara, que se la veía envejecida y ya no estaba en la flor de la vida.
—O sea que tengo ojeras.
Spirodocus apartó la vista de su tablilla.
—¿Ojeras? ¿Qué ojeras? Quiero decir que has trabajado duro y estás cansada. Vete a casa. Tómate una copa de vino con tu novio.
—Mi novio está en un entrenamiento de béisbol —repuso Pella, un tanto irritada.
Spirodocus agitó sus dedos rechonchos.
—Pues búscate otro. Una chica como tú tiene dónde escoger. —Dejó la tablilla en la mesa y la miró con expresión solemne—. Eres una buena empleada —añadió con sentimiento.
—Gracias.
Volvió a agitar los dedos, como para quitarle importancia a la naturalidad de la respuesta de Pella, y dijo:
—Escúchame bien. Tú te preocupas por la cocina. Secas las manchas de los vasos. Crees que nadie se da cuenta —se tocó la sien, cerca del ojo—, pero yo sí me fijo. Eres una buena empleada.
Pella sintió que se le empañaban los ojos. «Los seres humanos son criaturas ridículas —pensó—, o quizá sólo yo lo sea: una persona supuestamente inteligente, supuestamente consciente de la opresión sufrida por las mujeres y los asalariados a lo largo de milenios, y se me hace un nudo en la garganta porque alguien me dice que lavo bien los platos».
—Gracias —repitió, esta vez con una emoción sincera que igualaba la del propio Spirodocus.
El jefe de cocina se acodó en la mesa, apoyó la blanda barbilla en la mano y la miró entornando los ojos con expresión melancólica.
—Dios está en los detalles, como suele decirse. Tú eso lo entiendes. Creo que serías una buena cocinera.
—¿En serio?
Spirodocus se encogió de hombros.
—Es posible. Si fuera eso lo que quisieras.
—Ah.
Pella imaginó su futuro restaurante: un espacio pequeño y blanco, todo pintado de blanco pero cálido. Y de vez en cuando cogería una silla blanca o una mesa blanca y la pintaría según le dictara su estado de ánimo, pintaría el marco de una puerta o un fragmento de moldura afiligranada, colgaría un lienzo en la pared blanca, de modo que poco a poco el color afloraría en la blancura del restaurante. Así, cuando los clientes se sentaran allí en el transcurso de las semanas y los meses y los años, el lugar florecería poco a poco y cambiaría ante sus ojos, pasando del blanco a algo ingeniosamente chillón, un estallido de verde y mango y naranja. Y luego, cuando el proceso hubiese acabado, borraría lo que había hecho con un vendaval de pintura blanca y empezaría de nuevo. Ésa era la clase de restaurante que le gustaría tener. Los platos servidos aparecían más borrosos en su cabeza: veía las fuentes blancas desplazarse y entrechocar, pero no sabía qué contenían. Veía la disposición nítida y clara en las fuentes, los contrastes de color y textura, pero no la propia comida. Tendría mucho que aprender al respecto. Y, en realidad, cuando el restaurante abriese, estaría tan ocupada cocinando, supervisando la cocina, que no tendría tiempo para pintar. De modo que debería desarrollar un nuevo concepto de restaurante y de su funcionamiento, un concepto que no fuese el de un decorador de interiores, sino el de un cocinero, y ése era un concepto que aún no poseía, pero que quizá algún día le gustara adquirir. O acaso no quisiera ser cocinera; pero la posibilidad de hacer algo, de perseguir un objetivo, se le antojó, por primera vez en mucho tiempo, no sólo atractiva sino real.
—Ahora vete a casa —ordenó Spirodocus. Echó la silla hacia atrás y volvió a fijar la mirada en su tablilla—. Y si no lo dejas dentro de un mes, como hacen todos estos chicos, quizá pueda enseñarte algo sobre cocinar. Al fin y al cabo, no soy un novato.