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Poco después del amanecer, tras tomarse ocho Schlitz, Schwartz, ni sobrio ni ebrio, se encaminó hacia el CDU bajo un cielo encapotado. Subió a su despacho en ascensor y abrió el armario donde guardaba las carpetas azules y las resmas del caro papel de color crudo con filigrana que había comprado en septiembre. La mesa de reuniones donde trabajaba estaba hecha un desastre, cubierta de tazas de café llenas de bolas de tabaco mascado, envoltorios de barras de proteínas, fichas con centenares de citas y frases escogidas que nunca había empleado. No había acabado la introducción, y mucho menos la bibliografía. Allá por diciembre, su supervisor, basándose en las investigaciones y el esbozo que Schwartz le había presentado, le aseguró que ganaría el premio de Historia.

Empleando el carnet de la universidad, forzó la cerradura del despacho de Duane Jenkins, el director deportivo. Allí había una impresora rápida y de alta calidad, para octavillas, pósters y comunicados de prensa. Schwartz puso su papel con filigrana en la bandeja, conectó el portátil y empezó a imprimir sus capítulos en borrador en letra Courier cuerpo 12, la fuente oficial de los deportistas idiotas.

Mientras las hojas emborronadas de Courier pasaban y se imprimían, por triplicado, descolgó el auricular del teléfono de Jenkins.

—Skrimmer —dijo—. ¿Cómo es que no estás en clase?

—¿Cómo es que me llamas cuando se supone que estoy en clase? —replicó Henry.

—Puedes tomarte un día libre, Skrim… —dijo Schwartz, ya harto de su propio discurso.

—Pero no puedo tomarme un día libre. Lo sé.

Henry parecía irritado; también él estaba harto de todo aquello. Schwartz no recordaba que se hubiera saltado nunca una sola clase. Quería sacar el tema del ataque de pánico de Henry, pero la distancia entre ambos era ya demasiado grande.

—¿Te encuentras mejor?

—Estoy bien —contestó Henry.

Y ése era en parte el problema: Henry siempre decía que estaba bien. En general, Schwartz consideraba que se trataba de la actitud correcta: si dices que estás bien, estarás bien. Era lo que convertía a Henry en un alumno perfecto. Excepto ahora, que nada iba bien. Probablemente Pella tuviera razón en que necesitaba un terapeuta, pero en todo caso no había tiempo para eso. Faltaban veinticuatro horas para el partido contra Coshwale, veinticuatro horas para el Día de Henry Skrimshander.

—Reúnete conmigo en el CDU dentro de diez minutos —dijo—. No hace falta que te cambies.

En un estante de su despacho, Schwartz tenía una larga hilera de DVD de Henry en entrenamientos de bateo. Etiquetados y ordenados por fecha, constituían un registro completo de su evolución como bateador bajo su tutela, grabados diligentemente semana a semana, desde su primera temporada hasta el presente. Juntos habían pasado cientos de horas viendo esas imágenes, descomponiendo y reconstruyendo la técnica de bateo de Henry fotograma a fotograma. Si hubiesen tenido el equipo de edición de imagen y tiempo de sobra, habrían podido aislar un fotograma de cada sesión y empalmarlos todos cronológicamente, de modo que al principio el Henry que esperaba el lanzamiento sería delgado e indefinido, sosteniendo tímidamente el bate trémulo por encima del huesudo codo derecho, mientras que el Henry que concluía el golpe con tan vigorosa determinación que el extremo del bate trazaba un giro completo y le tocaba la espalda entre los omóplatos, sería un Henry bien esculpido y resuelto, con la mirada endurecida, el cabello rizado cortado al uno, como un militar. La creación de un jugador de béisbol: la producción de pura eficiencia a partir del genio natural.

Para Schwartz, eso constituía la paradoja presente en la esencia misma del béisbol, o del fútbol, o de cualquier otro deporte. Lo adorabas porque lo considerabas un arte: una actividad en apariencia sin sentido, llevada a cabo por personas con aptitudes especiales, una actividad que escapaba a todo intento de quienes pretendían definir su valor y sin embargo, de algún modo, parecía transmitir algo verdadero o incluso fundamental sobre la condición humana. Y la condición humana consistía, básicamente, en el hecho de que estamos vivos y tenemos acceso a la belleza, hasta podemos crearla aquí y allá, pero algún día estaremos muertos y ya no lo tendremos.

El béisbol era un arte, pero para destacar en él había que convertirse en una máquina. No importaba lo bien que jugaras a veces, lo que hicieses en tu mejor día, la cantidad de jugadas espectaculares que realizases. No eras un pintor o un escritor, no trabajabas en privado y desechabas tus errores, y no eran sólo tus obras maestras lo que contaba. Lo realmente importante, como ocurría con cualquier máquina, era la cantidad de veces que pudieras repetirlo. Los momentos de inspiración no eran nada comparados con la eliminación del error. A los ojeadores les interesaba poco la elegancia sobrehumana de Henry; si les hubiera interesado, habrían sido estetas embobados y ojeadores de poca monta. ¿Puedes rendir a petición, como un coche, una caldera, un arma? ¿Puedes realizar ese mismo lanzamiento cien veces de cien? Si no pueden ser cien, más vale que no bajen de noventa y nueve.

En el extremo izquierdo del estante de los DVD había un único videocasete sin etiquetar. Schwartz lo deslizó hacia fuera con un dedo y lo introdujo en el viejo aparato de vídeo.

—¿Qué es eso? —preguntó Henry.

—Ya lo verás.

Schwartz veía ese vídeo en ocasiones él solo, entrada la noche, igual que a veces releía ciertos pasajes de Marco Aurelio. Le devolvía un elemento indefinido de su personalidad que amenazaba con escapársele si no permanecía atento.

La cámara estaba colocada en un trípode por detrás de la meta. Una fina franja de la alambrada de protección asomaba oblicuamente en la sección inferior del encuadre. El sol era un resplandor blanco en la lente, eclipsando todo un lado, tanto que, cuando Henry se colocaba a la derecha de la cámara, su camiseta blanca y su escuálido cuerpo se disolvían en un espectral estallido de luz.

Henry se vio a sí mismo atrapar unos cuantos batazos rasantes y devolverlos a la primera base.

—¿Esto es en Peoría?

Schwartz asintió.

—Qué raro. ¿De dónde lo has sacado?

—De mi equipo de la Legión Americana. Grabábamos todos nuestros partidos.

Cuando Henry acabó de atrapar bolas aquella tórrida tarde, Schwartz se había acercado a la cámara y comprobado que la luz roja seguía encendida. Quería una grabación de lo que había visto, una prueba para otros, y sobre todo para sí mismo, de que no había exagerado el talento de Henry ni era una alucinación suya. De modo que se había apropiado de la cinta, la había visto varias veces y había enviado una copia por correo al entrenador Cox. Esa grabación había hecho las veces, poco más o menos, de solicitud de acceso de Henry a Westish.

Henry desconocía la existencia de la cinta. Schwartz no sabía exactamente por qué la había conservado en secreto durante los tres últimos años, como si una parte de Henry le perteneciera más a él que al propio Henry. Una parte que no quería compartir ni siquiera con éste.

—Qué raro —repitió Henry—. Fíjate en lo delgado que estaba. A ver si alguien le da a ese chaval un poco de SuperBoost.

—Tú mira.

Sin apartar los ojos de la pantalla, Henry se pasaba una bola de una mano a la otra.

—¿Qué tengo que ver?

—Tú mira, Skrim.

—Pensaba que quizá habías visto algo.

—Puede que tú veas algo —repuso Schwartz—. Si te callas y miras.

Henry parecía dolido. Dejó de jugar con la bola y fijó su atención en la pantalla.

—Disculpa —musitó Schwartz.

Era imperdonable lo poco que ayudaba a su amigo. Lanzar unas cuantas bolas rasantes de más, repetir tópicos estúpidos como «relájate» y «déjala volar»: eso era simple apoyo moral, nada más. En cuanto salía al campo de juego, Henry estaba totalmente solo.

En la pantalla se percibía esa soledad: la inexpresividad implacable, el aislamiento en el rostro sudoroso de Henry al recibir una bola de revés y lanzarla al guante de su rechoncho primera base. No era que Henry se retrajese de sus compañeros de equipo; de hecho, estaba más animado en el diamante que en cualquier otro sitio. Pero por mucho que parloteara, vitorease o brincara, siempre se apreciaba algo aterradoramente distante en su mirada, como un solista que, de tan abstraído en la música, se convierte en un ser inasequible. «No puedes venir conmigo hasta aquí —parecían decir aquellos afables ojos azules—. Nunca sabrás cómo es esto».

Ahora, cuando Henry salía al diamante, esos ojos decían lo mismo, pero con un creciente trasfondo de terror. «Nunca sabrás cómo es esto». El béisbol, a su manera discreta, era un juego extremadamente angustioso. El fútbol, el baloncesto, el hockey, el lacrosse: ésos eran deportes de refriega. Uno podía ser útil si empujaba y pugnaba más que el rival. Podía redimirse sólo con desearlo.

Pero el béisbol era distinto. Schwartz lo veía como algo homérico: no una melé sino una serie de combates aislados. Bateador contra lanzador, defensa contra pelota. No se podía embestir de aquí para allá, resoplando y abofeteando a los demás, como hacía Schwartz cuando jugaba al fútbol. Uno permanecía inmóvil y esperaba e intentaba mantener la mente tranquila. Cuando llegaba el momento, tenía que estar a punto, porque si la pifiaba, todo el mundo sabría de quién era la culpa. ¿Qué otro deporte no sólo llevaba una estadística tan cruel como el error, sino que, además, la exhibía en el marcador para que todo el mundo la viese?

Tardaron diez minutos en ver la cinta entera. Schwartz la rebobinó y a continuación la vieron a cámara lenta. Después otra vez a velocidad normal. Luego una vez más a cámara lenta. Un repentino chaparrón primaveral azotó el tejado metálico plano del CDU. En la pantalla, el chico defendía una bola tras otra, atento e incansable, absorto en su arrobamiento semiaburrido.

—¿Podemos irnos ya? —Nervioso, Henry golpeteaba la alfombra con un pie—. Me muero de hambre.

No era verdad; últimamente tenía muy poco apetito, pero quería irse de allí. Resultaba extraño, casi espeluznante, ver la intensidad con que Schwartz mantenía la atención fija en el vídeo, como si pretendiera que, por pura fuerza de voluntad, aquel chico flaco e irreflexivo volviese a cobrar vida. Como si Henry estuviera muerto en lugar de encontrarse allí sentado. «Estoy aquí», pensó.

—Una vez más —dijo Schwartz—. Sólo una vez más.

Volvieron a ver las imágenes, y de nuevo Schwartz acercó el dedo al botón de rebobinado. Para Schwartz, el chico de la pantalla semejaba un texto cifrado, una esfinge, un emisario silencioso de otros tiempos. «Nunca sabrás cómo es esto». Pero Schwartz llevaba años intentándolo, e insistía. Si hubiera podido meterse en aquella cabeza vacía, abrir de un golpe el oráculo del rostro imperturbable de ese chico —«sin expresión, expresa a Dios»—, tal vez hubiese sabido qué debía hacer.

Henry se fue a comer, Schwartz a Glendinning Hall con su pila de decepcionantes carpetas. Cuando llegó a casa, gastó tres cuchillas en afeitarse la barba que se había dejado mientras hacía la tesina.