Pella quería ir al Bartleby’s y sumirse en un estado de estupor a fuerza de whiskys, pero estaba en medio de Grant Street sin nada entre las plantas de los pies y el pavimento de guijarros, exactamente la clase de gesto en exceso teatral por el que se distinguía, o al menos esa impresión tenía ella, y por lo tanto no le quedaba más remedio que volver a Scull Hall. Los gorilas de la puerta, jugadores de fútbol, la habrían dejado pasar descalza, porque era chica y no cualquier chica, sino la novia de Mike Schwartz —ja, ja—, pero le habría dado asco pisar descalza aquel suelo pegajoso de cerveza y vestigios de vómito fregado y se habría sentido todavía peor.
¡Maldito Mike Schwartz! Cuántas noches en las últimas semanas había quedado con ella en algún sitio para después, en el último momento, telefonear y decir: «Lo siento, cariño, corazón, tesoro, gatita, mi vida, querida; lo siento, pero Henry y yo estamos en el gimnasio, Henry y yo estamos en el diamante, Henry está depre, Henry y yo estamos viendo un vídeo, Henry y yo estamos de charla», diciéndolo así sin más, empalagosamente, con toda naturalidad y una pizca de condescendencia, como si ella fuera casi capaz de comprender la abrumadora importancia de cada detalle de los estados de ánimo y las necesidades de Henry.
¿Y acaso había protestado ella alguna vez? Jamás. No había dicho, por ejemplo, que Henry era una persona adulta o prácticamente adulta que podía valerse por sí misma; ni que ser incapaz de lanzar una pelota de béisbol con perfecta precisión alguna que otra vez no podía considerarse una tragedia; ni que Henry empezaría a lanzar la bola mejor cuando le viniera en gana lanzarla mejor, y que quizá todo el mundo debería dejarlo en paz durante un tiempo, y que ya pasaría lo que tuviese que pasar. Era increíble cómo las personas se ponían obstáculos mutuamente, se obligaban a actuar de forma tan restrictivamente condicionada, como si el mundo fuera a acabarse a menos que Henry se recompusiera de inmediato, como si un pequeño forcejeo con la inseguridad no pudiera convertirlo en una persona mejor a largo plazo, como si existiera alguna razón de peso para que no se tomara un descanso del béisbol y aprendiera a hacer punto, o a tocar el violonchelo, o a hablar en gaélico; pero no, por Dios, no, tenía que trabajar mucho y concentrarse y machacarse y mantener el mentón bien alto y relajarse y pensar positivamente y seguir dándole duro, aceptar todos esos tópicos absurdos que Mike o cualquier otro le echaran encima, trabajar y preocuparse hasta empezar a tener ataques de pánico, cosa que, por el amor de Dios, tampoco era trágico, aunque sí, en efecto, distaba mucho de ser un indicio prometedor.
Pobre Henry. Como si a alguien le importase lo que le pasaba: un chico tonto con un problema tonto. Los problemas de cualquiera eran tontos a largo plazo, tontos en comparación con el calentamiento global, con la extinción de las especies, con esas enfermedades que se transmitían a través del agua o las aves y amenazaban con destruirnos a todos, tontos en comparación con el hecho brutal de la muerte; pero el problema de Henry era sencillamente tonto. Sin embargo, ella había perdido un sinfín de horas por el problema de Henry, dándole vueltas, deseando con toda el alma que se le pasara, para que Mike dedicase menos tiempo a pensar en Henry y más en ella. Porque Mike le gustaba.
O le gustaba antes, pensó mientras avanzaba con paso firme por el césped húmedo y oscuro en dirección a los amplios ventanales con cristales de espejo de la biblioteca; le gustaba antes, en el pasado. ¿Por qué habría de seguir gustándole? Hacía un mes que se conocían y él aún no se había recortado aquella ridícula barba. Pella detestaba las barbas. «Odio las barbas —declaró en voz alta, y golpeó con la palma el tronco nudoso y delgado de un abeto arrodrigonado del campus—. Las odio, las odio, las odio». El hecho de que hubiera escapado de un hombre con barba para caer en los brazos de otro barbudo demostraba que nada cambiaría jamás, que ella nunca cambiaría y que la vida, viviera donde viviese, estaba condenada a ser la misma mierda inmutable, porque ella estaría allí.
Sentados en la escalinata de la biblioteca, dos chicos fumaban y se divertían observándola mientras ella le atizaba al árbol con una mano y luego con la otra.
—¡Después voy yo! —gritó uno de ellos.
—¡No, tío, voy yo! Me va la marcha.
Pella se volvió y les enseñó el dedo corazón. Ellos sonrieron y le dirigieron un saludo. Pella echó el brazo atrás para asestar un último manotazo purificador, pero lo hizo con demasiado ímpetu y en lugar de darle al tronco con la palma, lo alcanzó torpemente con el dedo corazón, hiriéndose con la corteza nudosa. Se metió el dedo en la boca y profirió unas palabras indiscretas, entre ellas «hay que joderse».
—¡Eso, nena!
—¡Ya pensaba que nunca ibas a pedirlo!
Tenía un esguince o una fractura en el dedo. Se encaminó hacia los dos chicos sin verlos realmente en medio de un zumbido intensamente rojo: uno llevaba un gorro de punto y el otro iba con la cabeza descubierta, y las mochilas de ambos estaban a un lado, en el peldaño superior al que ocupaban. Como era chica no se levantaron para luchar o huir, sino que permanecieron allí mirándola tontamente, con una estúpida expresión de curiosidad y asombro.
—Eh —dijo uno de ellos—. Es la novia de Schwartzy.
Probablemente en ese momento no hubiese nada oportuno que decir, pero ellos eligieron lo más inoportuno. Pella subió por la escalinata en diagonal, lanzando juramentos. Los chicos agarraron sus mochilas y entraron como flechas en la biblioteca. Rieron y chocaron los puños al ver que ella no los seguía.
Pella rodeó la fría y larga fachada lateral de hormigón de la biblioteca hasta el Patio Pequeño, a oscuras y en silencio, acogedor. Sentía el dedo rígido y le palpitaba de dolor. Las campanas de la capilla tañeron cuatro veces y cayó en la cuenta de lo tarde que era. No habría podido ir al Bartleby’s ni aunque se lo hubiera propuesto. Al detenerse en la oscuridad, advirtió la presencia de una figura —¿un atracador?, ¿un violador?, ¿un babuino?— colgada de un árbol cercano, elevándose y descendiendo, con la respiración jadeante.
—¿Henry? ¿Eres tú?
Henry, sobresaltado, se dejó caer del árbol y, tambaleante, dio un paso atrás.
—Hola.
—¿Qué haces?
—Pull-ups.
—¿Cuántos puedes hacer?
Él se encogió de hombros.
—Siempre se puede hacer uno más.
Pella escrutó su rostro en busca de la enorme tensión bajo la que, según Mike, se hallaba, pero no la detectó. Henry volvió a respirar con normalidad. Flexionó las muñecas distraídamente. Tenía la expresión ausente de un marine bien adiestrado. Una fugaz sensación de miedo asaltó a Pella, como si él pudiera agredirla de algún modo.
—Viene a ser como la paradoja de Zenón —dijo—. Me refiero a eso de los pull-ups. Si siempre se puede hacer uno más, ¿cómo se puede parar de hacer pull-ups?
Henry volvió a encogerse de hombros.
—No se puede.
—Ya. Supongo que por eso estás aquí a las cuatro de la mañana.
Él no contestó. Sin darse cuenta, Pella empezó a juguetear con la cremallera de su sudadera, un tic peligroso, considerando que no llevaba nada debajo. Se la subió hasta el tope.
—¿Qué te ha pasado en el dedo? —preguntó él.
—Nada. Le he pegado a un árbol.
—¿Quieres un poco de hielo? Hay una máquina de hielo en el sótano de mi residencia.
—No te preocupes. Ya lo cogeré en casa de mi padre.
—Vale.
Se encendió una luz en el apartamento de Affenlight. Últimamente, éste hacía un horario extraño: se despertaba muy temprano, incluso a las tres y media o las cuatro, y bajaba al despacho poco después. Quizá fuera algo propio de la edad, una especie de menopausia masculina. Durante toda la infancia de Pella había sido un profesor titular que se aferraba a las costumbres de un estudiante, trabajando hasta muy entrada la noche y obligándose luego a levantarse, legañoso, con mono de cafeína, la poblada barba castaña enmarañada, para mandarla al colegio.
No le apetecía que la sorprendiera llegando a casa al amanecer, despeinada, descalza y con el dedo hinchado. Quizá lograse entrar a hurtadillas mientras él se duchaba.
—Te dejo con tus pull-ups —le dijo a Henry—. Me espera un largo día.
—A mí también.
Mientras Pella abría la puerta lateral de Scull Hall, Henry dio un salto, se agarró a una rama e inició otra serie.
Su padre, ya afeitado y vestido, estaba sentado en el hueco de la cocina, tomando su café exprés para empezar el día.
—Pella —dijo cuando ella entró—. ¿Puedo hablar contigo un momento?
—No.
—Pues entonces permíteme que lo exprese de otra manera. —Su actitud era la del padre decepcionado y hosco, como si ella fuese una niña de octavo que ha vuelto a saltarse el horario de la casa—. Por favor, querida hija mía, toma asiento. Prepararé más café.
—Empiezo a trabajar dentro de una hora. No tengo tiempo para conversaciones. Lo siento. —Llenó una bolsa con hielo del congelador, la envolvió con un paño de cocina y se la aplicó en el dedo.
—¿Qué es eso? —preguntó su padre—. Déjame ver.
Pella encontró cierta satisfacción, por infantil que fuera, en levantar el dedo corazón en dirección a su progenitor. Y además un dedo horrendo: gordo y agarrotado, con un morado violeta que se extendía desde la segunda falange.
—Qué horror. ¿Qué te ha pasado, cariño?
—Nada. Me lo he pillado en una puerta.
—Pues tenlo un buen rato en hielo. Quizá hoy no deberías ir a trabajar.
—No es nada.
—¿Cómo que nada? Pella, mira lo hinchado que lo tienes. Llamaré al comedor para decir que no vas. Luego iremos a la enfermería para que le echen un vistazo.
—Ya es tarde para buscar a alguien que me sustituya.
Entre los dedos largos e ilesos de su padre, académicamente inmaculados, la taza de café parecía minúscula.
—No seas cabezota. Puedes cogerte un día libre.
—Me conmueve tener su permiso, señor rector. Pero prefiero hacer mi trabajo, gracias.
—De verdad, Pella, admiro tu ética del trabajo, pero…
—¿Quién te ha pedido que admires mi ética del trabajo? —repuso ella, levantando demasiado la voz—. ¿Acaso eres mi jefe?
—Bueno, no —respondió él, desconcertado—. Claro que no. Pero tu salud es más importante que unas horas de trabajo mecánico en el comedor.
Pella dio un respingo. Ella quería sentir que su presencia en el comedor era necesaria. ¿Era eso mucho pedir? Mike pensaba que para ella el trabajo representaba un juego, por ser su padre quien era. Y éste lo consideraba un alarde de falsa independencia y opinaba que en lugar de eso debería estar estudiando latín o lo que fuese. Ninguno de los dos lo había expresado con palabras, pero ella lo sabía. A menos que fuese simple paranoia, que estuviera viviendo otra vez dentro de su cabeza, pero uno siempre vive dentro de su cabeza y tiene que basarse en sus percepciones.
—¿Y qué más da si es un trabajo mecánico? —replicó. Fogonazos rojos estallaron detrás de sus ojos, igual que momentos antes en la escalinata de la biblioteca—. ¿Qué no es un trabajo mecánico? ¿Hacer exámenes en una universidad? ¡Ja! Pero al menos no es bochornoso, ¿eh? Soy la hija del rector, nada menos, y lo último que debería hacer es restregar ollas con un puñado de inmigrantes, ¿verdad?
—Pella…
—Nada de Pella. —Echó atrás una silla de un tirón y se dejó caer en ella ante la pequeña mesa de la cocina. Debajo de ésta apenas había espacio para aquellas cuatro piernas, las de su padre, con su elegante pantalón de traje, y las suyas, más blandas, menos majestuosas. Con aspereza, añadió—: Bien, pues, ¿de qué querías hablarme?
—No tiene importancia. Puede esperar.
—¿Por qué esperar? —Apoyó la mano en la mesa y se la cubrió con la bolsa de hielo envuelta en un paño de cocina. El dolor era como un combustible—. No te gusta que me quede a dormir en casa de Mike.
—Podemos hablar de eso en otro momento.
—Yo preferiría hablar ahora. He aquí mi postura: soy una mujer adulta; duermo donde me da la gana.
Su padre la miró. Obviamente, ella ya había herido sus sentimientos, en especial insinuando que era una especie de racista tácito. Pero los fogonazos seguían estallando detrás de sus ojos.
—Ahora plantea tú la tuya.
—Pella, por favor…
—Empezaré yo por ti. Crees que te falto al respeto. Crees que, como vivo aquí y no pago el alquiler, debo someterme a las reglas a que me sometía de niña. Crees que soy una niña pese a que he estado casada cuatro años.
Affenlight examinó los posos en su tacita. La cocina estaba en silencio. De pronto cesó el zumbido de la nevera, y el silencio fue aún mayor.
—¿Lo ves? —preguntó Pella—. ¿Verdad que es divertido?
Su padre rodeó la tacita con sus largos dedos hasta ocultarla por completo, en una especie de amenazador truco de salón. Le dirigió una mirada triste con sus ojos grises.
—Pella —dijo—. Te quiero. Si deseas oír mi consejo, y ya veo que no lo deseas, te diría que no te precipites a la hora de comprometerte con alguien. Mantente un tiempo alejada de los hombres.
—En este campus no hay más que hombres. —El «te quiero» había surtido efecto; la amargura había desaparecido de su voz—. Hombres muy jodidos.
Su padre sonrió.
—Me declaro culpable.
Pella notaba que, con el hielo, se le dormían los dedos índice y anular.
—Mike y yo hemos roto.
—Lo siento.
—Y David viene mañana. Mejor dicho, hoy.
—¿David? —Affenlight se puso tenso, como si hubiese oído a un intruso.
—Según él, está en Chicago por un asunto de trabajo. No es que me lo crea. Nunca antes ha ido a Chicago por trabajo. Pero sabe que estoy aquí y quiere venir. Le he dicho que no era buena idea, pero ha insistido. Así que va a alquilar un coche y va a venir. Hoy. Y cuando se marche, se habrá ido para siempre.
—Ya —dijo Affenlight.
—Y necesito tu ayuda para salir del paso. ¿De acuerdo?
Él asintió.
—Por supuesto.
Pella echó hacia atrás su silla, cogió la bolsa de hielo medio derretido y le dio un beso a su padre en la sien.
—Perdóname por ser tan mala.
—No eres mala. Hay Advil en el cuarto de baño.
Pella tomó unos cuantos analgésicos y se lavó la cara con una sola mano. Fue a la habitación de invitados y se desvistió lenta y torpemente, pasando con cuidado el dedo lastimado por la manga de la sudadera. Al menos no tenía que lidiar con una camiseta o un sujetador; ésa era la recompensa por dejárselos en casa de Mike. «No hay mal que por bien no venga», pensó. Tenía que levantarse al cabo de una hora, pero al menos no le costaría quedarse dormida. «Una prueba más de que no hay mal que por bien no venga».
Se acercó a la ventana para correr las cortinas. Empezaba a amanecer. Le pareció que no había nadie en el patio, pero de pronto una figura cayó de la rama de un árbol y aterrizó en cuclillas, con las rodillas separadas. Costaba creer que Henry siguiese allí fuera, pero allí estaba. Movió las muñecas, sacudiéndose el dolor o la tensión de los brazos. Rodeó el tronco cinco veces en el sentido de las agujas del reloj, luego otras cinco en sentido contrario. Dio una palmada, sólo una, y saltó para agarrarse de nuevo a la rama.