Más tarde, esa misma noche, Schwartz y Pella estaban en la cama de él. Ni siquiera con los analgésicos posteriores a un partido recorriendo su organismo, ni siquiera con la flojera que le entraba en las piernas, Schwartz había tenido nunca problemas para eso. Pella intentó estimularlo mientras se besaban, recorriendo suavemente la bragueta del calzoncillo con las yemas de los dedos, pero fue en vano.
—No pasa nada —dijo ella—. ¿Por qué no me lo cuentas?
—¿Contarte el qué?
—Ya sabes, lo de Henry.
—La cosa es grave —repuso Schwartz—. Empiezo a temer que lo sea. En los últimos dos partidos parecía que empezaba a superarlo. Pero hoy… hoy ha ido muy mal.
—¿Seguro que no tiene una lesión? Tal vez se haya lesionado el brazo y no se atreva a decirlo.
—Tiene el brazo perfectamente. Deberías verlo lanzar en los entrenamientos. O incluso en los partidos, en las jugadas rápidas, cuando no tiene tiempo de pensárselo. Entonces su brazo es un prodigio de la naturaleza.
Pella calló. Al otro lado del tabique se oía el estertor de Carne, suave, casi tranquilizador.
—Es siempre en las jugadas fáciles —explicó Schwartz—, cuando la bola llega directa a él. En esos casos es como si pudieses ver girar los engranajes de su cabeza: «¿Y si la cago? Igual ésta la cago». Me entran ganas de agarrarlo por los hombros y sacudirlo. Está creando un problema donde no lo hay. No lo hay.
Pella se arrimó más y volvió a deslizar la mano por encima de su bragueta. En la penumbra de la habitación, Schwartz veía bajo la sábana la oscurísima protuberancia del pezón más cercano. No había un solo centímetro del cuerpo de Pella que no deseara. A ella no le gustaban sus propias piernas, opinaba que las tenía cortas y regordetas, con unos tobillos demasiado gruesos para ser femeninos, puras tonterías, desde el punto de vista de Schwartz. Si algo deseaba distinto, era que hubiese más cantidad de ella, más y más Pella para anclarlo al mundo.
Desde la primera vez que tuvieron relaciones sexuales, no habían dejado de tenerlas ni un solo día. Pero esa noche algo fallaba. Él estaba demasiado cansado, demasiado tenso, se había tomado demasiadas pastillas en el transbordador. Ese paso hacia la domesticidad tenía que suceder algún día, era algo normal, natural e incluso potencialmente reconfortante, pero Schwartz sabía que no era la noche ideal para eso. Pella pensaría que no hacían el amor porque él estaba preocupado por Henry, y eso era lo último que quería que ella pensara, aunque fuese verdad.
Pella había dicho que daba igual, pero seguía insistiendo. Introdujo los dedos en la bragueta del calzoncillo y le acarició el pliegue donde la pelvis se unía al muslo. Schwartz intentó sentirlo. Misiles, secoyas, el monumento a Washington. «Vamos —pensó—. Una vez».
En el último cajón de su destartalada cómoda tenía unos cuantos comprimidos de Viagra, escondidos debajo de los vaqueros. Tampoco había por qué avergonzarse, ¿no? A veces —sí, de acuerdo, casi siempre— uno estaba borracho cuando llevaba a alguien a casa. A veces la chica era demasiado patosa, demasiado estridente, o directamente no demasiado sexy. A veces hacía falta una pequeña ayuda. Parte del alivio de haber conocido a Pella era la manera plena, esencial en que él respondía a su presencia; incluso había olvidado que tenía allí aquellas pastillas. Pero esa noche lamentaba no haberse tomado una.
Pella retiró la mano y la colocó sobre su vientre, por encima de la camiseta. Schwartz esperó oír un breve suspiro en señal de exasperación; creyó oírlo, pero si se dejaba de paranoias podía haber sido un simple bostezo.
—Es un bloqueo —dictaminó Pella—. Como el bloqueo del escritor. O el miedo escénico.
—Sí.
—Tal vez debería ver a alguien.
—Está viendo a alguien —dijo Schwartz—. A mí.
—Ya sabes a qué me refiero. A un profesional.
Schwartz se erizó.
—Henry no se prestaría a eso.
—Se prestaría si tú se lo dijeras.
—Lo asustaría. Pensaría que le pasa algo.
—¿Y acaso no le pasa algo?
—Ya lo superará. Sólo necesita relajarse.
Pella volvió a rozarle el calzoncillo con los dedos.
—Quizá tú también deberías relajarte un poco.
Schwartz dio un respingo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Qué quiero decir con qué?
—Con que necesito relajarme.
—Nada. Sólo que esta noche te noto un poco tenso.
Fue lo de «esta noche» lo que sacó de quicio a Schwartz. Llevaba tenso todo el mes. Maldita fuera, llevaba tenso toda la vida. ¿Qué tenía de especial esa noche?
—No estoy tenso.
—Vale —dijo Pella—. Como tú digas.
La estrechez de la cama los obligaba a una incómoda cercanía. Schwartz estaba encajonado entre Pella y la pared. En la ventana colgaba, a modo de cortina, una sábana tan sucia que parecía gris y apenas impedía el paso de la luz del garaje del vecino.
Desde que vivía allí, después de dejar la residencia, Schwartz sólo había llevado a chicas alguna que otra vez; era mejor ir a la casa de ellas, con sus almohadones y álbumes fotográficos y aromas desconocidos, las sábanas limpias en la cama y los cartapacios cuidadosamente rotulados en los estantes. En un sitio como Westish, la presencia de la familia en la habitación de una chica era casi siempre palpable, no sólo por las fotografías enmarcadas, sino también por la meticulosa réplica de una habitación de la infancia, actualizada para la postadolescencia: los peluches conservados como reliquias, la caja de condones o el blíster de anticonceptivos de color pastel en forma de rueda dejado a la vista en homenaje a los padres que no estaban allí para poner reparos. Esas familias ausentes infundían tranquilidad a Schwartz; durante unas horas, las imaginaba como propias.
—Debería ver a un psicólogo —insistió Pella—. Un terapeuta de la conducta. Alguien que trate a deportistas. No tendría que hablar de su madre y hacer libre asociación ni nada por el estilo.
—Tal vez sea eso lo que necesita: hablar de su madre y hacer libre asociación.
—Lo digo en serio —replicó Pella.
—Y yo también —afirmó Schwartz, pero no era verdad. Por alguna razón, el intento de intervención de Pella lo estaba enfureciendo. Buscó una manera más suave y sincera de plantearlo—: Vale, un terapeuta, pero ¿quién lo pagaría?
—¿No podría ayudar la familia de Henry? Es decir, tiene la posibilidad de ganar mucho dinero, ¿no? Sería una inversión.
—Los Skrimshander no tienen dinero para invertir —dijo Schwartz—. Su padre no es rector de universidad.
—Yo no he pensado que lo fuese.
—Dudo mucho que seas capaz de imaginar una vida distinta.
—¡No busques pelea conmigo! ¿Por qué buscas pelea conmigo?
—Lo siento.
Permanecieron en silencio durante un rato. Al final, Pella dijo:
—Tenía pensado empeñar mi alianza de boda. Henry podría usar parte de ese dinero. A modo de préstamo.
En cuanto las palabras salieron de su boca, Pella supo que había cometido un error. Era un ofrecimiento sincero, hecho con el corazón en la mano, pero en el momento equivocado, y por la cara de Mike adivinó cómo lo interpretaría: pretendía inmiscuirse en su relación con Henry. Insinuaba que ella misma, o un terapeuta, podían ayudar a Henry, y él en cambio no. Esgrimía su posición económica superior. Le recordaba que si bien los dos cenaban galletas y té, ella no tenía por qué hacerlo.
—Henry tiene préstamos de sobra —dijo él.
—Pues entonces puedo darle el dinero. O dártelo a ti, y tú te ocupas del terapeuta. Henry no tendría ni por qué enterarse de lo que cuesta.
—Estoy seguro de que costaría mucho.
—Bueno, es un anillo muy caro —contestó Pella.
Algo se encendió en el pecho de Schwartz. Había buscado el nombre del marido de Pella en Google, había visto la fotografía en la web de su estudio: el Arquitecto repantigado en su silla ante la mesa de dibujo, lápiz portaminas en mano, mirando hacia la cámara con una sonrisa forzada y condescendiente. Tenía pinta de capullo con su jersey de cachemira y su barba bien recortada, pero le sobraba el dinero y sabía griego y, no nos engañemos, estaba casado con Pella, nada menos. Por más que ella lo menospreciara, él formaba parte de un mundo de privilegio despreocupado al que ella podía volver en cualquier momento.
—No lo dudo —dijo Schwartz—. No dudo que costó una fortuna.
—¿Quieres saber cuánto costó? —Pella levantó la voz y adoptó un tono igual de cortante—. Costó catorce mil dólares. ¿Así te sientes mejor?
—Me siento estupendamente —repuso Schwartz—. Me siento como catorce mil pavos.
—Ja.
En la calle alguien botaba una pelota de baloncesto. Cada bote reverberaba en las cañerías acanaladas que pasaban por debajo de los caminos de acceso, comunicando una sección de alcantarilla con la siguiente.
—Déjalo —dijo Schwartz—, no necesitamos tu dinero.
—No te lo estaba ofreciendo a ti —replicó Pella—. Y en todo caso no entiendo por qué te opones tanto. Si a Henry le doliera el codo, iría a un médico, ¿no? Y tú te asegurarías de que fuese al mejor médico que pudiera pagarse con dinero.
—No hablamos del codo de Henry. Hablamos de su cabeza.
—Era una analogía —precisó Pella, pronunciando la palabra como si él quizá no la hubiera oído nunca—. Y tan acertada como justa. Pero a ti no te interesa la justicia, ¿verdad?
«Maldita sea», pensó Schwartz. Si al menos hicieran el amor, todo acabaría bien. Los comprimidos de Viagra estaban allí al alcance de su mano, en el cajón de los vaqueros, tan cerca y sin embargo tan lejos.
—¿Te molestaría que Henry viera a un psicólogo y lo ayudara? —preguntó Pella.
—¿Y eso a qué viene?
—No puede ser que temas que no lo ayude… eso sería absurdo, porque ahora no lo está ayudando nada. Temes que sí lo ayude. Lo que te da miedo es que lo contraten y se convierta en profesional y le vaya bien. Mejor que bien. Será feliz como un niño con zapatos nuevos y ya no te necesitará. Pero mientras esté en Westish, mientras esté tocado, tú seguirás controlando la situación.
Schwartz fijó la mirada en la sábana gris y sucia que se hinchaba y agitaba por efecto de la brisa justo por encima de su nariz.
—Eso es una idiotez.
Sí era una idiotez, él sabía que lo era, pero una idiotez verosímil, y al oírla expresada en voz alta sintió que se le contraía el vientre.
Pero Pella no había acabado.
—Lo que necesitáis vosotros es psicoterapia de pareja. Un caso clásico de dependencia mutua. La neurosis y los deseos secretos de un miembro de la pareja manifestándose en los síntomas del otro…
—Bah, cállate ya.
—Ya me callo, no te preocupes —dijo Pella—. Pero antes tengo que decirte una cosa. —Su mirada se suavizó, sorprendiendo a Schwartz—. Va a venir David.
—¿David David?
—El mismo.
Eso proyectó nueva luz sobre toda la velada: la incapacidad para el sexo, la discusión posterior. Schwartz había estado dispuesto a aceptar la culpa, a presentar a Henry y el agotamiento y el Vicoprofen como pretextos. Pero Pella tenía su propio conflicto. Resultaba gracioso que hubiese llegado allí tan tranquila, dándole un beso, subiéndose encima de él y luego diciendo: «No pasa nada, cariño, no pasa nada, no te preocupes», cuando en realidad era su propia vacilación lo que él había percibido, las señales de advertencia transmitidas por su cuerpo. Lo cierto era que le preocupaba la visita de David. O peor aún: la alegraba.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Pronto?, ¿cuándo?
—No lo sé… quizá mañana…
—Quizá —repitió Schwartz. Pretendía emplear un tono sarcástico, pero sonó escéptico y patético. Volvió a intentarlo—: ¿Quizá?
—Mañana —reconoció Pella—. Vendrá mañana.
—¿Dónde se alojará?
—En un hotel.
—¿Dónde te alojarás tú?
Pella le dio una palmada en el hombro, aparentemente en broma, pero en realidad con más fuerza de la necesaria.
—¿Y tú qué crees? En casa de mi padre.
—No aquí.
—No puedo. Mañana no.
—Por tu marido.
—Es mi marido sólo porque aún no estamos divorciados.
—¿Y por qué viene?
—Está en Chicago por trabajo. O eso dice. De todos modos, fue una tontería por mi parte pensar que podía largarme y que ahí se acabara todo. Tenemos que sentarnos a hablar y aclarar las cosas. Hay que poner el punto final y demás. Ha estado telefoneando a casa de mi padre diez veces al día.
—Yo hablaré con él.
—Sí, ya —contestó Pella—. Eso es precisamente lo que va a calmarlo. Si se entera de que andamos follando…
—¿Eso es lo que hacemos? ¿Andar follando?
—Ya sabes a qué me refiero.
—¿Lo sé? Yo no lo tengo tan claro.
—¿Qué quieres que diga? Es verdad que andamos follando. O lo era hasta esta noche.
Schwartz no supo si aquello era una alusión a su incapacidad sexual de esa noche o una declaración de ruptura. Su móvil, en la caja de cartón que hacía las veces de mesita de noche, empezó a brincar y danzar. Pella se tensó de la cabeza a los pies. Schwartz no podía atender la llamada de Henry de ninguna de las maneras, no en ese momento; no obstante, la propia llamada constituía en sí misma el delito, y no contestar no servía de nada. El teléfono se estremeció por última vez y quedó en silencio.
—No me explico por qué accedí siquiera a venir aquí —dijo ella.
—Pues márchate. ¿Qué te lo impide?
—No te preocupes. Ya me voy.
Pella ya se había levantado y se subía la cremallera de la sudadera sobre el torso desnudo. Schwartz sintió una punzada de pesar ante la desaparición de aquella hermosa desnudez. Ya en la puerta, Pella se volvió; había fuego en su mirada.
—Te gusta complicar las cosas, ¿verdad? Mike Schwartz, el camello de Nietzsche. El peso del mundo sobre sus grandes y viejos hombros. Pero ¿sabes qué te digo? No todo el mundo quiere maximizar su dolor. Algunas personas ya tienen bastante con pasar de un día al siguiente. Lamento mucho haber ido a un colegio privado, ¿vale? Lamento mucho no haber trabajado nunca en una fábrica. Sí, colgué los estudios. Lavo platos en un comedor. Pero eso es sólo jugar a ser pobre, ¿no es así, Mike? No es real, no es sufrir de verdad, no es el puto South Side. Por lo cual me disculpo. Lamento sinceramente que mi padre fuera a la universidad en lugar de dedicarse a emborracharse…
—Creía que te ibas.
—Ya me he ido.
Cerró ruidosamente primero la puerta de la habitación y después la de la entrada. Luego se oyó el furioso tintineo de la campanilla de la verja al abrirse, semejante al sonido de una pandereta, y el posterior estruendo al cerrarse. Schwartz encendió una luz e intentó leer, pero no podía concentrarse, de modo que se tomó dos Vicoprofen que se había reservado para el día siguiente y salió al pasillo.
Bajo la puerta cerrada del baño se veía una ranura de luz. Se oyó la cadena y en la puerta, ocupando todo el vano, apareció el cuerpo rosado y ancho de Arsch, más ancho aún que el de Schwartz. Se rascó los huevos a través del calzoncillo.
—¿Estás bien? —preguntó, entornando los ojos porque no llevaba las lentillas.
Schwartz se encogió de hombros. Tuvo que arrancar las palabras de algún sitio muy dentro de él para decir:
—Podría estar peor.
—Uno siempre puede estar peor. —Arsch entró en su habitación y regresó con un montón de galletas de jengibre, nueces y chocolate hechas por su madre—. Caliéntalas en el microondas unos segundos. Hay leche en la nevera.
—Gracias.
Arsch se rascó los huevos un poco más y volvió a entornar los ojos. Había algo reconfortante en su amabilidad, pero también en la amplitud de su contorno físico, algo que revelaba la existencia de fuerzas superiores a Schwartz, fuerzas que, si no eran realmente capaces de protegerlo, al menos no necesitaban su protección.
—Yo no pienso andar de mal rollo por una zorra —dijo Carne, citando el rap del momento—. Sólo me importa el juego.
—Gracias —repitió Schwartz.
La puerta de Carne se cerró y los muelles de la cama gimieron sonoramente al otro lado del tabique.
Schwartz volvió a sentir que la casa quedaba abandonada. A tientas, sorteó la mesa de cerveza-pong de camino a la cocina. «Lo que no había visto de esas zorras / es que todas conocen mi fama. / Mis asquerosos éxitos las ponen cachondas / y empiezan a gritar mi nombre». Dios santo, las cosas con que se llenaba uno la cabeza por mucho que intentara mantenerse al margen. No era precisamente Milton; ni siquiera Chuck D. En realidad debería pedir en el Bartleby’s que en la máquina de discos pusieran poesía en lugar de hip hop. Así, uno podría meter un dólar, marcar la 10-08: «Cuando temo que quizá deje de existir», y empaparse un poco de Keats mientras bebía su cerveza.
La cocina estaba inquietantemente inmaculada en comparación con el resto de la casa. El fregadero resplandecía bajo la luz de la encimera y casi había recuperado su color verde lima original. Pella había adquirido la costumbre de restregarlo cada vez que iba, de modo que Schwartz ahora también lo restregaba para que ella no tuviera que hacerlo, y desde hacía un tiempo daba la impresión de que incluso Carne se había sumado al esfuerzo frotando las manchas del linóleo —viejas gomas de mascar de inquilinos anteriores, escupitajos de tabaco más recientes— y lavando el cubo de la basura. Schwartz calentó las galletas en el microondas durante treinta segundos, se llevó una a la boca, sirvió un cuarto de litro de leche en un vaso de los Bears de Chicago, se lo bebió entero y liquidó el resto de las galletas a la luz de la nevera abierta. El bueno de Arsch había comprado una docena de Schlitz. Schwartz cogió dos, se fue al salón, que olía a humedad, y se sentó en el sofá, a oscuras. Era una idea estúpida eso de la poesía en la gramola, pero aun así le gustaba. Deseó decírselo a Pella, aunque sólo fuera para que se riese de él y le reprochara ese conservadurismo suyo propio de Chicago.
Nunca habían reñido; a ella se le daba bien, si el objetivo de una pelea era herir a la otra persona. Debajo de su ira, Schwartz percibió cierto contrapeso de satisfacción en el hecho de saber que esa clase de dolor podía producirse, que otra persona podía ser tan importante en la vida de uno como para herirlo así, y eso planteó la posibilidad de que Pella tuviese razón, de que él prefiriera sufrir y fuese feliz en su sufrimiento. Pero eso sólo podía ser verdad si se añadía una razón. Le gustaba sufrir por una razón. ¿A quién no? Pero todas sus razones se venían abajo. Las fue descartando mentalmente: la facultad de Derecho, la tesis, Henry, Pella.
Ya no era un chico de las barriadas. Si se mataba a fuerza de beber, como tantos otros Schwartz antes que él, o si se las ingeniaba para echarlo todo a perder, no tendría a nadie a quien culpar salvo a sí mismo. No había excusas. Lo que había era opciones, al margen de la facultad de Derecho de Yale. Si no había entrado en la facultad de Derecho era sólo porque no había presentado una solicitud en alguno de los centenares de centros donde lo habrían aceptado. Tenía todas las herramientas, herramientas retóricas, analíticas y críticas, herramientas para la reflexión, amigos ricos, referencias, respetabilidad. Demonios, incluso tenía mil pavos en el bolsillo de la chaqueta. Volvió a la cocina por otras dos cervezas.
Pella podía leer setenta páginas por hora de James, Austen o Pynchon y recordarlo todo, como si hubiera nacido para eso. A él le encantaba observarla mientras lo hacía, con las gafas de lectura en la punta de la nariz y sus pensamientos independientes de él.
Ella no entendía su vida. No era que él quisiese que todo fuera difícil, sino que realmente todo era difícil. Dinero aparte. Él no era listo de la misma manera que ella. Lo único que sabía hacer era motivar a los demás. Lo que en definitiva equivalía a nada. Manipulación, juegos de muñecos. ¿Qué no daría por tener un talento propio, un talento como el de Henry? Cualquier cosa. Lo daría todo. Los que no destacan en el campo, se dedican a entrenar.
Un coche recorrió lentamente Grant Street, vomitando desde sus subwoofers los resonantes graves de la misma canción estúpida que Schwartz había cantado hacía un momento. Se obligó a no recordar un solo verso más de la letra. Apuró la cerveza y regresó a la cocina en busca de otras dos. Extendió los billetes de cien dólares sobre la mesa de centro. Al lado había un encendedor, y se lo pensó largo rato, cogiendo un billete y agitando la llama por debajo. El borde inferior del papel se oscureció un poco, pero no estaba tan borracho ni era tan tonto como para hacer algo así.