En el viaje de regreso desde Wainwright en transbordador, Schwartz, sentado a solas, escuchaba la vieja y maltrecha cinta de canciones de Metallica y Public Enemy cuidadosamente escogidas para antes de los partidos. El encuentro había acabado, y había acabado mal. Escuchaba la música no para estimularse, sino para acallar sus pensamientos. El sol se había puesto y un viento frío se filtraba a través de las junturas mal aisladas del viejo transbordador. Tras tomarse tres comprimidos de Vicoprofen y un puñado de Advil, se había abrigado lo mejor posible y ahora se preparaba para sumirse en un estado de inconsciencia.
A saber cómo, pese a la música atronadora y los ojos cerrados, percibió una presencia junto al hombro. Pensó que sería Henry, pero resultó ser el entrenador Cox.
—¿Has visto a Skrimmer? —preguntó éste.
—Creo que está en cubierta.
—¿En cubierta? Ahí fuera hace un frío que pela.
Cox se sentó, se frotó las manos y se echó el aliento en las palmas ahuecadas. Schwartz se quitó los auriculares y cerró el libro que no estaba leyendo. El resto del equipo, abajo en el bar, jugaba al póquer apostando sobrecitos de sal.
—¿Has hablado con él? —quiso saber el entrenador.
—Un poco.
—¿Lo sobrelleva?
Schwartz se encogió de hombros.
—Eso parece.
—¿No tiene ningún problema en el brazo?
—Tiene el brazo perfectamente.
Cox se acarició el bigote y reflexionó un instante sobre la situación.
—Pues, caray…
Segunda mitad de la novena. Dos eliminados, un corredor en la segunda. Westish por delante con el marcador 7 a 6. Loondorf lanzó una bola curva y potente y el bateador le pegó, mandando una bola rasante en dirección a Henry. Éste sólo tenía que pasarla a la primera base y el partido habría terminado. Sin embargo, se tocó la palma del guante con la pelota una vez, dos veces, tres, avanzando a saltos de costado hacia la primera como si deseara llegar allí brincando y entregarle la pelota a Rick en mano. Se golpeó el guante con la pelota una cuarta vez y, apremiado porque el corredor se acercaba ya a la primera base, soltó una bola tan alta y fuerte que Rick casi ni hizo ademán de cogerla. La pelota rebasó la valla baja por detrás de la primera base y, como no había gradas ni seguidores para pararla, rodó hasta la calle contigua al campo y fue a meterse en el hueco del guardabarros de una furgoneta. El marcador quedó en empate. El siguiente bateador logró un sencillo y puso fin al partido: la primera derrota de los Arponeros en dos semanas.
—Antes de ese último lanzamiento se lo veía bien —comentó Cox—. Creía que lo había superado.
—Yo también.
—Oye. —La voz áspera del entrenador se abría paso como una lija entre las ráfagas de viento—. He oído que vas escaso de fondos.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Nadie. Lo he oído yo.
—¿Se lo ha dicho Henry?
Cox se encogió de hombros.
—Déjame que te preste unos pavos —dijo—. Un hombre tiene que comer.
Schwartz tenía un bono para diez comidas semanales en el comedor. Últimamente había estado comiendo diez comidas semanales, además de lo que podía sacar a escondidas en la mochila, que no era mucho. Las vigilantes del comedor nunca habían sucumbido a sus encantos: su tamaño, una ventaja en otras situaciones, despertaba los recelos de ellas. Pella le llevaba sándwiches de jamón y queso después de su turno de lavaplatos. También se ofreció a invitarlo a cenar pagando con la tarjeta de crédito de su padre. Schwartz engullía los sándwiches, pero rechazó las cenas fuera de casa. Era vergonzoso permitir que a uno le diese de comer su novia. Sus citas consistían básicamente en encerrarse en la habitación de Schwartz, comiendo galletas saladas y bebiendo té Lipton mientras cada uno leía su libro. A veces, las noches que servían cervezas por un dólar, iban al Bartleby’s. Ahora que habían empezado a tener relaciones sexuales, él gastaba un par de pavos al día en condones. Los condones eran caros. Aunque no se quejaba.
—No necesito dinero —dijo Schwartz.
—Tonterías —contestó Cox, y empezó a separar billetes de cien de un fajo sujeto por una goma elástica. Colocó unos cuantos en la palma de Schwartz.
—No puedo.
—Y una mierda que no. Métetelo en el bolsillo.
Desde mucho antes de los tiempos de Schwartz, se rumoreaba que el entrenador Cox tenía un par de millones guardados en algún sitio. «Ya cuadra —decía Tennant—. Nunca lleva más ropa que el equipo gratuito del DDW. Come siempre en el McDonald’s, conduce un coche con quinientos mil kilómetros. Te lo digo yo: ese tío está forrado».
Schwartz nunca había sabido si creerlo o no. Cox rara vez hablaba de nada que no fuese béisbol. Cuando era tercera base en el instituto, lo contrataron los Cubs, jugó unos años en las divisiones menores y se retiró a los veintidós, porque, como él mismo decía: «No tenía madera. Joder, ni siquiera podía simular que tenía madera». Se trasladó a Milwaukee, empezó a trabajar de operario en la compañía telefónica, reparando líneas, se casó, tuvo un hijo, se convirtió en entrenador del equipo de béisbol de Westish, tuvo otro hijo, se divorció, dejó la compañía telefónica y abrió su propia empresa de transporte con dos camiones. Con ella, si había que dar crédito a la rumorología entre los Arponeros, había amasado millones.
Los billetes quedaron entre las palmas de las manos de ambos, sin que ninguno los sujetara. Era una situación arriesgada, teniendo en cuenta el viento. Schwartz vaciló. Con dinero, podía llevar a Pella a cenar al día siguiente. Podía compensarle las comidas a base de té y galletas, por no hablar de las noches que él había cancelado el plan del té y las galletas para ir a practicar bolas rasantes con Henry bajo la luz de las farolas del campo de béisbol de Westish. Podría llevarla al Maison Robert, el restaurante francés caro al que sólo había ido con su supervisor de Historia. Podrían beber vino. Cerró la mano, sólo un poco.
Cox se puso en pie y salió de la cabina. Los billetes amenazaron con salir volando de la mano de Schwartz. Se los metió en el bolsillo del cortavientos, acariciando el borde con los dedos para formarse una idea de a cuánto ascendía su recién adquirida riqueza. Había unos cuantos: nueve o diez. Cerró los ojos y se entregó al lento vaivén de las olas como si fueran Vicoprofen líquido.
Quizá habían pasado sólo unos segundos o tal vez una hora, pero de pronto Henry apareció ante él: sus ojos color azul claro reflejaban lo que sólo podía calificarse de angustia. Le temblaba el labio inferior y contraía el suave mentón, de modo que en su piel se formaba una red de sinuosas arrugas debidas al esfuerzo de contener el llanto.
—Skrimmer —dijo Schwartz.
—Hola. —A Henry se le quebró la voz lastimeramente; carraspeó para aclararse la garganta.
—¿Estás bien?
Henry asintió.
—Sí.
—Hoy has jugado bien. —Schwartz se quitó los auriculares de alrededor del cuello y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta—. Se te veía el brazo fuerte, se te veía todo fuerte. Estamos justo donde necesitamos estar.
—Por mi culpa se ha perdido el partido.
—Una mala jugada —comentó Schwartz—. A esas alturas ya deberíamos haber llevado una ventaja de doce.
—Pero no la llevábamos. —Henry se sentó al lado de Schwartz y volvió a levantarse de un salto como si el aluminio le hubiera quemado el trasero. Se llevó las manos a la gorra de los Cardinals, ennegrecida por el paso del tiempo, igual que un corredor de fondo protegiéndose de un calambre—. ¿Qué puedo hacer? —preguntó—. ¿Qué puedo hacer? —Hablaba en voz baja, con tono de incredulidad, o incluso asombro, por las circunstancias en que se hallaba.
Echó la cabeza hacia atrás y exhaló un breve suspiro, o tal vez gemido, de aflicción. Dejó caer las manos a los lados del cuerpo, las movió en rápidos círculos, se las llevó otra vez a la cabeza. Sus gestos eran convulsos y extraños, los gestos de una persona envenenada por sus propios pensamientos.
—Todo va bien —dijo Schwartz—. Vamos bien.
Pero Henry ya se había dejado arrastrar por sus pies a través del vano de la destartalada puerta metálica de la cabina, que batió a sus espaldas, y había salido a cubierta. Schwartz se obligó a levantarse para seguirlo. Para cuando estuvo fuera, ya no se veía a Henry por ningún lado. Schwartz se apoyó pesadamente en la barandilla. La oscuridad era absoluta, en el cielo no brillaba una sola estrella ni una porción de luna. El Vicoprofen, aunque apenas le calmaba el dolor de las espinillas y las rodillas, se extendía por su cerebro con maravillosa suavidad. Lo único que deseaba Schwartz era estar en casa, descansando los pies, hecho un ovillo en la cama, como un niño, con una mano en la tersa y pequeña prominencia del vientre de Pella.
Se abrió una puerta de la cabina y apareció una silueta oscura. El recién llegado bostezó ruidosamente, dejó escapar entre dientes unos satisfactorios juramentos y, utilizando la puerta aún abierta a modo de escudo contra el viento, encendió una cerilla, cuyo resplandor reveló la cara carnosa, manchada y afablemente disoluta de Rick O’Shea, con un cigarrillo liado a mano entre los labios.
—¿Schwartzy? —dijo en medio de una calada, entornando los ojos y dejando que la puerta se cerrara bruscamente a sus espaldas—. ¿Eres tú, colega?
—Soy yo.
Rick se acercó con mucha parsimonia y se apoyó en la barandilla. Pensativo, expulsó una nube de humo en la negrura de la noche.
—Vaya mierda de partido.
Schwartz asintió.
—¿Has hablado con Skrim?
Antes de que Schwartz pudiera decidir qué responder, se oyeron a lo lejos unos pasos y otra figura se recortó en la oscuridad; llevaba las manos sobre la cabeza y sus codos extendidos semejaban alas. Movía la cabeza arriba y abajo, al son de una música inaudible. Cuando se acercó a ellos, Schwartz oyó una respiración entrecortada rayana en la hiperventilación.
—Skrimmer.
Schwartz apoyó la mano en la tela resbaladiza de la chaqueta del chándal de Henry, pero éste siguió adelante sin aflojar el paso.
—Estoy paseando —dijo entre jadeos, sin dejar de mover la cabeza—. Voy a seguir paseando.
—¿Estás bien, Skrim? —preguntó Rick—. ¿Tienes un calambre o algo así?
—Sólo estoy paseando —contestó Henry—. Seguiré paseando.
Se alejó por la cubierta en dirección a la proa y lo absorbió la oscuridad.
Rick dio una última calada antes de arrojar la colilla por la borda. La llama anaranjada rebotó una vez, dos, contra el casco y desapareció.
—Ataque de pánico —dijo.
—¿Qué hacemos?
—Mi madre suele tomarse un par de destornilladores. Dice que el zumo de naranja tiene un efecto tranquilizador.
Rick, asaltado por una sospecha, se fue tras Henry. Schwartz intentó seguirlo, pero las piernas no le respondieron.
Poco después, Rick y Henry volvieron a aparecer, caminando deprisa. Henry aún negó con la cabeza, sujetándose la gorra con las manos, y Rick, con la cara cerca de la de Henry, hablaba en susurros. Schwartz se apartó para dejarles paso.
Unas cuantas vueltas más tarde, Henry había bajado los brazos y Rick, con el pulgar en alto, miró a Schwartz. Realizaron otros siete u ocho circuitos, cada uno más despacio que el anterior, a medida que Henry se distendía, como un juguete al que se le acabase la cuerda. Cuando por fin se detuvieron, ya se avistaba el muelle desde el transbordador.