32

—¿Te encuentras bien?

—Claro.

—No, en serio. Se te ve tocado. Como si estuvieras enfermo.

—Estoy perfectamente —dijo Affenlight.

Ahora Owen y él estaban uno al lado del otro en el confidente, la pierna izquierda de Owen colgada sobre la derecha de Affenlight, ambos rodeándose mutuamente los hombros con los brazos.

—Si no estás bien, dímelo.

—Calla. —Era cierto que Affenlight tenía una sensación extraña en el estómago, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—¿Quieres que me vaya?

—No, ni mucho menos.

Pero no le desagradó cuando Owen retiró la pierna y el brazo para dejar espacio entre ellos en el confidente. Incluso sintió alivio. No quería que el chico se marchase, pero en realidad tampoco lo quería allí.

Owen lo miró con cautela y se ató el cordón de su pantalón de artes marciales.

—Tal vez esto no haya sido muy buena idea.

—Estoy perfectamente —repitió Affenlight—. Sólo necesito que me des unos segundos.

—No quiero que hagas nada que no quieras hacer. No quiero forzarte.

—No me has forzado. No me fuerzas.

Un desapacible gruñido resonó en el estómago de Affenlight. Se sentía confuso y le faltaban las palabras. Deseaba que Owen se marchara, al menos durante un rato, pero no quería verlo salir por la puerta.

—Si eres hetero, eres hetero —dijo Owen—. C’est la vie.

Pues sí, ¿acaso no era hetero? Affenlight se consideraba heterosexual, o al menos no se consideraba gay. Pero también sabía que nunca volvería a estar con una mujer. Ni con otro hombre. Tampoco era tan viejo, pero tenía la sensación de haber llegado al último movimiento de su vida sexual: en adelante estaría con Owen o con nadie más. Con nadie más o con Owen.

—Di algo —lo instó el chico.

—No sé bien qué decir. —Se fijó en su propia mano derecha, apretada contra el abdomen de una manera que indicaba malestar. Se metió la mano bajo el muslo—. Nunca había hecho esto.

—Sí, ya —dijo Owen—, eso es evidente.

Affenlight palideció. Lo que hacía no sólo era extraño y vergonzoso y en cierto modo indebido —indebido no en un sentido ético convencional, sino, sencillamente, por lo raro y violento y sin habla que se sentía—, no sólo era todo eso, sino que encima no lo hacía bien.

—¿Tan mal lo he hecho?

—Lo has hecho bien.

—¿Bien?

—Mejor que bien. Ha sido maravilloso. ¿Seguro que no te encuentras mal?

Affenlight asintió y le dirigió una mirada suplicante. Quería que comprendiese todo aquello que él era incapaz de decir en ese momento por falta de valor y claridad mental, que lo leyera en sus ojos sin necesidad de expresarlo, que lo entendiera sin enfadarse, pero eso era mucho pedirle a cualquiera, incluso a Owen. O tal vez éste sí comprendiera con toda precisión cómo se sentía, y en ello precisamente residiese el problema. Owen se puso de pie, le dio unas palmadas de consuelo en el hombro y salió del despacho.

Al cabo de unos minutos, Affenlight notó que se le pasaba el dolor de estómago. Se acercó a la ventana. Oscurecía. Una llovizna primaveral caía sobre los arriates y un suave viento hacía temblar las hojas nuevas de los árboles. No se encendió ninguna luz en Phumber 405. ¿Adónde había ido Owen si no a su habitación? A cenar, quizá. O a la biblioteca. O a los brazos de otro amante mejor y más apto. Affenlight ya lo echaba de menos. ¿Por qué había sido incapaz de actuar con mayor naturalidad, de ocultar su confusión hasta recuperarse? ¿Por qué no había podido explicarse ante aquel chico? ¿Acaso el amor a veces no tenía que explicarse a sí mismo?

Affenlight decidió, allí junto a la ventana, en su despacho a oscuras, abandonar la carrera para conseguir el afecto de Owen. Aunque tampoco podía decirse que realmente participase en esa carrera, no después de ese día. Owen no volvería, y mejor así. Owen sería más feliz con alguien de su propia edad, alguien a quien se le diera mejor ser gay. Affenlight llamaría a Pella, la llevaría a cenar al Maison Robert: en todo caso, eso era lo que debería estar haciendo. Su hija y él habían pasado muy poco tiempo juntos. El dolor de estómago había sido una señal.

Se acercó a su escritorio, marcó el número del piso de arriba para comprobar si Pella estaba, lo dejó sonar dos veces. La puerta del despacho volvió a abrirse. Allí estaba Owen, su rostro maltrecho bañado por la luz de la lámpara, su sonrisa leve y sesgada más santa que ninguna de las que hubiera pintado jamás un gran maestro. Affenlight colgó el auricular justo cuando Pella contestaba.

—Pensaba que te habías ido —dijo.

—¿Ido? ¿Descalzo? —Owen señaló con la cabeza los zapatos bicolores, que seguían allí junto al confidente, con los tacones alineados.

«¡Cómo puedo ser tan tonto!», pensó Affenlight.

—He ido a preparar un café. —Y le entregó un tazón humeante. SI MAMÁ NO ESTÁ CONTENTA, NADIE ESTÁ CONTENTO, rezaban unas letras gastadas de color rosa en el tazón—. ¿Fumamos un cigarrillo?

Affenlight sonrió. Ése era el pensamiento que hasta ese instante no había alcanzado a concebir, el pequeño interruptor en el fondo de su mente que era necesario pulsar para arrancarlo de sus difusos temores y devolverlo a la vida física real: después del sexo, después del sexo oral, con su santo amante, su santo amante de veintiún años, su santo amante varón de veintiún años, había que fumar un cigarrillo. ¡Naturalmente! Las cosas eran más sencillas de lo que parecían. «Repítelo como un mantra, Guert: las cosas son más sencillas de lo que parecen».

—Fumar en el salón está expresamente prohibido —dijo, señalando con la cabeza el cartel pintado a mano mientras se acercaba al abrigo y palpaba los bolsillos en busca del tabaco.

Se estableció la rutina: cada día, después de hacer lo que quiera que hiciesen, Owen salía al pasillo y volvía al cabo de ocho minutos, siempre con los mismos tazones humeantes que cogía del estante de conglomerado situado encima de la cafetera: BÉSAME, SOY IRLANDÉS para él, SI MAMÁ NO ESTÁ CONTENTA para Affenlight. Bebían el café y fumaban un cigarrillo, conversaban, leían juntos a Chéjov, pasándose el libro cuando Owen ya no tenía dolores de cabeza. Con el paso de los años, los tazones kitsch habían quedado excluidos de los armarios de cocina de la señora McCallister. Quizá pareciera una tontería, pero a Affenlight le encantaba que Owen escogiera siempre los mismos, al extremo de enjuagarlos antes en el fregadero si los encontraba sucios. Tal constancia inducía a pensar, o esa impresión daba, que para Owen aquellas tardes juntos eran dignas de repetirse, incluso hasta el último detalle. Ése es el lado ensoñador y paradisíaco del ritual doméstico: cuando las mismas nimiedades cotidianas se apoderan con toda exactitud de los días porque uno quiere que así sea.

Affenlight le dijo a la señora McCallister que había iniciado un nuevo régimen de ejercicio diario y necesitaba tener despejada la agenda a media tarde. Por las noches se quedaba en vela pensando en Owen, parcialmente atento a la llegada de Pella, que volvía de casa de Mike Schwartz, y siempre experimentaba alivio al oír el golpeteo de sus chancletas en la escalera. Se levantaba antes del amanecer, daba el paseo habitual con el que tanto disfrutaba por la orilla del lago e iba al despacho para ponerse al día con el trabajo, que de un tiempo a esa parte venía descuidando. Rara vez dormía y rara vez estaba cansado. Sentía el corazón peligrosamente rebosante, henchido y tierno, como una fruta tan madura que amenazara con reventar la piel. Deseaba que cada día y cada momento, los momentos con Owen, los momentos entre Owen, duraran y duraran y duraran. En su vida había pasado por largos períodos de gratitud y alegría, pero apenas había imaginado ese nivel de plena satisfacción con las cosas tal como eran. Su desasosiego crónico había desaparecido. No deseaba nada nuevo. Sólo deseaba aferrarse a lo que tenía. Era casi un tormento. Todo lo que flotaba en el amplio panorama de su vida —un día soleado o un repentino chaparrón, un e-mail de un viejo colega, una conversación con Pella que no acababa en discusión— parecía cargado de tal intensidad que se sentía embargado por el lacrimógeno ánimo de una canción country y sólo podía hacer frente a su propia absurdidad burlándose de sí mismo. «Affenlight, viejo chocho y sensiblero; Affenlight, qué tonto eres».