30

Como muchas personas en el Medio Oeste, la señora McCallister empezaba su jornada laboral temprano. A las cuatro y cuarto de la tarde ya había trabajado una hora extra y volvía a su casa, donde la esperaban un jardín de dos mil metros cuadrados y una cena de varios platos preparada por el señor McCallister, que hacía tres años se había visto obligado a jubilarse a causa de una fractura en la cadera izquierda producida al caerse de un árbol durante la temporada de caza del ciervo. Ahora cultivaba hortalizas en el huerto, que empleaba para las salsas con las que condimentaba sus platos de pasta casera. A menudo, la señora McCallister le servía uno a Affenlight en su escritorio, al mediodía: incluso recalentada en el microondas de la oficina, la pasta siempre estaba exquisita.

Owen adquirió la costumbre de dejarse caer por el despacho de Affenlight a eso de las cuatro y media, después de marcharse la señora McCallister, los días que los Arponeros no jugaban en casa; debido a sus lesiones, aún no viajaba ni entrenaba con el equipo. Owen entraba sin pronunciar palabra, cerraba la puerta y se desprendía de su bolso en bandolera, en cuya correa llevaba varios pins: un arco iris, un triángulo rosado, un taijitu negro y blanco y otros en los que se leía CERO EMISIONES YA, POR UN SALARIO DIGNO y BÉISBOL DE WESTISH. A continuación, se tumbaba en el confidente, que en realidad no era tan largo como para tumbarse y además era demasiado duro para estar cómodo, pero eso a Owen, al parecer, le traía sin cuidado. Se descalzaba, cruzaba los delgados tobillos sobre un brazo del confidente y cerraba los ojos, entrelazando los dedos sobre la suave curva de su vientre de niño. La única señal de que no dormía era el golpeteo lento y pensativo de los pulgares entre sí. Quería que Affenlight le leyera.

Eso mismo deseaba el rector. La excusa original de esas sesiones era que a Owen le costaba concentrarse debido a las secuelas de la conmoción cerebral. Ya habían pasado dos semanas desde el accidente y Affenlight no sabía si seguía siendo así —Owen volvía a menudo la cabeza y seguía las líneas de la página—, pero no deseaba romper el hechizo preguntándoselo. Se levantaba de la silla de su escritorio, demasiado antigua y maciza para desplazarla, y acercaba al confidente una de las sillas de respaldo recto con barrotes ahusados para los visitantes, decoradas con la insignia de Westish, y allí se acomodaba. Owen sacaba sus tareas del bolso y se las entregaba. Ese día en concreto fueron los últimos dos actos de El jardín de los cerezos y un grandilocuente ensayo dramatúrgico de un dossier mal fotocopiado. Affenlight empezó a leer.

—¿No te parece extraño? —musitó Owen al cabo de un rato, aprovechando que el rector pasaba una hoja.

—¿El qué?

Owen, con los ojos todavía serenamente cerrados, se frotó el vientre.

—Ya sabes a qué me refiero: esto que hacemos todas las tardes. Yo aquí tendido, y tú me lees, y hablamos.

—Seguro que es poco habitual —concedió Affenlight—. Desde luego, yo nunca había hecho nada así.

—No es eso lo que quiero decir. —Se incorporó y se volvió para quedar sentado, abrió los ojos y los fijó en el rector—. Lo que quiero decir es que… casi parece que no te gusto.

—Sí me gustas.

Affenlight tendió la mano y rozó con las yemas de los dedos el pequeño bulto óseo en la base del cráneo de Owen, pero el gesto pareció insuficiente, por no decir falso. Se sintió como un colegial, intimidado. No habían vuelto a tocarse desde aquel primer momento vacilante sobre el linóleo iluminado por la luna.

—No sé si sabes lo que haces.

A una parte de Affenlight le molestó que Owen interrumpiera o restase importancia a su dicha. Porque era dicha, pensó, estar allí con aquel chico y leerle, aun cuando la lectura fuesen aquellas frases áridas como el desierto de un dossier académico mal fotocopiado. De todas las actividades que dos personas podían llevar a cabo juntas en privado, Affenlight sentía especial afición por leer en voz alta. Quizá eso formara parte de su instinto de soledad y aislamiento, una manera de revelarse a la vez que se escondía detrás de las palabras de otro. Tal vez debería haberse dedicado a la interpretación. A menudo pensaba que Pella sería una excelente actriz.

Owen se acercó, se inclinó hacia él y, cogiéndole la cara entre las manos, lo besó. Fue un beso en toda regla, sin la menor ambigüedad, pero a la vez suave y cauto, con la cabeza ladeada para apartar la zona herida. Affenlight, experimentando como nunca se había atrevido a experimentar algo rayano en la epifanía, comprendió que había muchas maneras de vivir que él nunca había nombrado ni probado. Las campanas de la capilla entonaron el lento canto de las seis de la tarde. Su lengua, la lengua de Owen, dos lenguas. Al menos no era tan viejo como para no tener labios que besar. Pensó en la máxima de Whitman sobre la atracción entre iguales. Aunque Owen y él no eran precisamente iguales y en cierto modo besar a Owen se parecía mucho a besar a una mujer: podía cerrar los ojos y encontrar la misma suavidad, el mismo roce de las narices, la misma densa humedad en el interior de la boca. Sólo que con las mujeres él se inclinaba hacia adelante, y ahora se echaba hacia atrás.

Owen se quitó el jersey, que era de color verde espuma de mar, suave al tacto, con un agujero en el codo. Affenlight recorrió con los dedos el brazo desnudo de Owen bajo la manga de la camiseta. Los dos volvieron a besarse, continuaron besándose, y, sorprendentemente, aquello seguía pareciéndose a lo que ocurría entre un hombre y una mujer —«aunque quizá soy la única persona en el mundo tan ingenua como para sorprenderse por eso»—. De pronto, Owen ahuecó una mano sobre el bulto que había aparecido en la entrepierna del pantalón de espiguilla de Affenlight. Éste dio un respingo. Owen se detuvo y lo miró.

—¿Estás bien?

¿Estaba bien? Estaba nervioso, eso desde luego. Incluso asustado. Si Owen hubiese sido una chica, Affenlight habría estado preocupado por la política, la ética, las relaciones de poder en una situación semejante —ésa era en gran medida la razón por la que nunca había ocurrido algo así con una chica—, pero en aquello había muchas más cosas de qué preocuparse, y era obvio dónde residía el poder: en Owen. Affenlight sintió aturdimiento, vértigo. Pero había llegado hasta allí y aparentemente no existía razón alguna para detenerse. Asintió.

—¿Seguro?

—Sí.

Owen desabrochó el gafete del pantalón y bajó la cremallera poco a poco, un elegante diente de plata tras otro. Tenía una sonrisa pícara, una sonrisa compleja —traviesa, beatífica y quizá un poco maliciosa— en aquel rostro hermoso y terso —¿acaso se afeitaba siquiera?— de una persona que no necesariamente envejecería, pero que sin duda moriría algún día. Avanzó con las manos a través de los obstáculos del pantalón y los calzoncillos y dejó a Affenlight al descubierto —«a Affenlight»: ¡curiosa sinécdoque!— y le besó la punta del pene de un modo femenino. Y siguió besándosela unos segundos más antes de alzar la vista.

—Mucho me temo que no voy a poder —dijo levantando la cabeza, esta vez con una sonrisa compungida, tierna y un poco irónica a la vez. Se tocó la mandíbula herida con un dedo—. Apenas puedo abrir la boca.

—No pasa nada —dijo Affenlight, y hablaba en serio, aunque su propia voz le sonó ronca y extraña.

Cogió el jersey de Owen del confidente y empezó a plegarlo, juntando las mangas. Lo pinzó con dos dedos por la raya central y se lo colgó del antebrazo, sintiendo en todo momento una creciente satisfacción por la meticulosidad de esta postergación, tan distinta del desenfrenado arrancamiento de prendas propio de los amantes cinematográficos. Había descubierto hacía tiempo que experimentaba un cosquilleo de placer erótico en el acto de abotonarle la chaqueta a una novia, subirle la cremallera del jersey hasta la barbilla, arrebujarla para protegerla del frío septentrional de Westish, New Haven, Cambridge, Westish otra vez. Después de plegar pulcramente el jersey, lo dejó en el entarimado alabeado entre los zapatos bicolores de Owen, que se parecían a los que solían usarse antaño. Luego, con la elasticidad de un hombre no mayor de cuarenta años, y el corazón sonoramente acelerado de un muchacho de diecisiete, se deslizó de la silla y se arrodilló, apoyando una mano en cada rodilla de Owen. El acto de arrodillarse, fueran cuales fuesen las circunstancias, siempre le recordaba, por irónico que resultase, cuando de niño rezaba junto a la cama, la vieja misa en latín —apenas había puesto los pies en una iglesia desde el Concilio Vaticano II— y, dada la hora, las vísperas; ad cereum benedicendum, como decían.