—Hoy… —anunció la profesora Eglantine con tono enigmático. De pie ante la pizarra, las piernas separadas como una bailarina, realizó con sus brazos huesudos y cargados de pulseras una serie de contorsiones en forma de pretzel y miró fijamente el radiocasete proporcionado por el departamento de Audiovisuales—. Hoy nos apartaremos de nuestra rutina habitual, y espero que tengáis la bondad de escuchar conmigo una grabación de nuestro querido, difunto y antisemita Thomas Stearns Eliot, en la que lee su más bien extensa creación poética La tierra baldía. Me gustaría que meditaseis simultáneamente sobre las formas en que el modernismo rechaza, conserva o incluso transforma, posiblemente, los elementos tradicionales de la oralidad de los que hemos hablado a lo largo del semestre.
Henry nunca entendía del todo a la profesora Eglantine, pero interpretó aquellas palabras en el sentido de que no habría demasiado debate. Con alivio, se repantigó en su silla. Ocupaba un lugar en la última fila del pequeño anfiteatro, entre Rick y Starblind, encajonados los tres en pupitres demasiado pequeños, con la superficie en forma de piano, por encima de los miembros de la clase menos atléticos y corpulentos, y luciendo la camisa y la corbata que se ponían los días de partido. El corbatín verde claro de Rick caía como muérdago por encima de una amplia y arrugada tela Oxford blanca, con manchas de sudor en las axilas, claramente visibles cada vez que al bostezar se desperezaba. Starblind parecía a punto para Wall Street o quizá Hollywood, con una vistosa corbata dorada y una camisa del vibrante color bermellón similar al de las hojas a finales de octubre. Henry vestía como siempre: camisa azul gastada, corbata azul marino y crudo de Westish. Rick y él llevaban sus gorras de los Arponeros. No así Starblind, que sólo se cubría el engominado cabello rubio en el terreno de juego. Las camisas y corbatas eran una imposición de Mike Schwartz que el entrenador Cox no aprobaba. «¿Qué tiene de malo una sudadera? —protestaba cuando los Arponeros entraban en el vestuario—. Malditos universitarios».
Henry había hecho las prácticas de física en el primer semestre, para que no le estorbaran durante la temporada de béisbol. En primavera se limitaba a cursar las asignaturas cómodas para los deportistas, de las que Owen y Schwartzy ya tenían los libros. Transformar la Tradición Oral, Literatura Inglesa 129, convalidable con Antropología 141, era una de ellas. No era tan fácil como para considerarla una asignatura cómoda, pero Rick y Starblind se habían matriculado, y Schwartzy le había «corregido» a Henry el trabajo sobre la Ilíada, con el que obtuvo un sobresaliente.
El aula daba al este y a esa hora solía estar bañada de luz, pero ese día las aguas del lago se agitaban sombrías y amenazaba lluvia. Henry sintió que una idea se filtraba en su mente, la clase de idea que nunca antes había concebido, ni imaginado siquiera que pudiese concebir: «Espero que llueva y se suspenda el partido».
«¡Marie! ¡Marie!», exclamaba Eliot, en lo que parecía un desesperado intento de captar la atención de Henry. Starblind escribió algo en un papel, que colocó en el pupitre de Henry: «¡?!».
Viniendo de Starblind, eso sólo podía significar una cosa. Henry recorrió el aula con la mirada, buscando a la chica en cuestión: sentada junto a la profesora Eglantine había una recién llegada. Tenía una melena ondulada hasta los hombros, del color del vino tinto o de un moretón. Parecía demasiado mayor para ser estudiante, pero demasiado joven para ser profesora. Podría haber sido una estudiante de posgrado, pero en Westish no había posgrados. Parecía exactamente la clase de chica —o tal vez debía llamarla «mujer»— de la que Henry no sabía nada. Su rostro era ancho y en forma de corazón, y mordisqueaba uno de los cordones de su sudadera, no por nerviosismo, porque era poco probable que una persona con ese aspecto sintiese nerviosismo, sino por alguna otra razón mejor. Quizá porque estaba muy concentrada en ese poema ininteligible y absorta en profundos pensamientos sobre el modernismo que recibirían la aprobación de la profesora Eglantine.
Starblind volvió a escribir: «Yo transformaría su oralidad. ¿Sabes quién es?».
Henry respondió que no encogiéndose ligeramente de hombros.
«No es lo que se dice una niña de primero. Tiene por lo menos 25 o 26».
Parco gesto de asentimiento.
«Un poco vieja, pero…».
A eso Henry no respondió.
«¿Novia de la Eggy?».
Henry puso los ojos en blanco. Sólo en los delirios sexuales de Starblind la profesora Eglantine podía tener una amante lesbiana de veintitantos a quien invitaba a su clase.
«No tienes remedio, Rick. Despierta».
Henry, con un mínimo movimiento, le dio un codazo a Rick. No le gustaba hablar durante la clase de la profesora Eglantine, no porque fuera a crearle problemas, sino porque la profesora parecía tan sensible como una rodilla en carne viva; a menudo lloraba en clase por la belleza de ciertos poemas, y Henry temía defraudarla.
Rick adelantó el mentón con un respingo. Se enjugó un hilillo brillante de baba que le resbalaba por la comisura de los labios y preguntó:
—¿Eh?
Henry señaló la primera anotación en el papel: «¡?!». Rick arrugó su amplia y pálida frente bajo el prominente flequillo rojizo y miró a su alrededor. La desarrugó, volvió a arrugarla, miró un poco más.
—Repámpanos —susurró, y cogió el lápiz de Henry.
Eliot seguía adelante con su voz monótona. La profesora Eglantine alzó la mirada al techo a la vez que movía los dedos, finos como el papel, en arcos arrebatados, igual que un director de orquesta. La misteriosa chica/mujer masticaba el cordón de su sudadera y entrechocaba rápidamente la puntera de una zapatilla deportiva con el tacón de la otra, de un modo que se habría interpretado como nerviosismo si no hubiese sido ella quien era. Quienquiera que fuese. Rick tachó «25, 26» y escribió «22», se golpeteó el mentón con el lápiz, tachó el «22» y anotó «23». Starblind señaló la pregunta «¿Sabes quién es?».
«Casi no la he reconocido. El Tellman Rose. Un curso por delante de mí. Pella Affenlight».
«¿Affenlight Affenlight?».
Rick confirmó la relación de parentesco con un gesto de asentimiento. «DESCONTROLADA —escribió—. Y una loca».
«¿Eso qué quiere decir? ¿Te la tiraste?».
«Yo no».
«Asombroso», escribió Starblind.
Rick pasó por alto el comentario. «Se fugó con un tío que vino a dar un cursillo sobre arquitectura griega». Volvió atrás e intercaló «viejo y barbudo» detrás de «tío».
«Me contaron que tuvo un montón de hijos».
Starblind dirigió una mirada al otro lado del aula y asintió con expresión pensativa. «Eso explicaría lo de las tetas».
Henry apenas prestaba atención al intercambio, que había desbordado el papel inicial y se extendía por toda una hoja de su cuaderno. Básicamente se dedicaba a mirar por la ventana, preguntándose si llovería. Una parte de él intentaba provocar la lluvia a fuerza de desearlo. Nunca había abandonado la creencia infantil de que podía alterar el curso de un acontecimiento lejano o natural con la mente. El campo de béisbol de Westish ya estaba encharcado, como siempre a principios de abril; quince minutos de lluvia continuada probablemente bastasen para que se aplazara el partido. El cielo se oscurecía por momentos. Una coloración grisácea, eléctrica y granulada empezaba a saturar el aula, armonizando su tonalidad con los chirridos y la crepitación del viejo casete. Cuando T. S. Eliot empezó a leer la parte sobre lo que decía el trueno, Henry, que más o menos había hecho los deberes y por tanto sabía que se acercaba lo del trueno, dio por sentado, de todos modos, que eso era señal de su propia influencia inconsciente. Da da da shantih shantih shantih, y pronto el cielo descargaría y la lluvia azotaría el campo y él no tendría que salir a intentar lanzar la bola. Pero la claridad del aula aumentó cuando la voz de Eliot se quebró y calló, y la profesora Eglantine dio por concluida la clase. Rick, Starblind y él se echaron al hombro las mochilas y se dirigieron hacia la puerta.
—¿Henry? —llamó una voz femenina: baja, cauta, inquisitiva, pero no por ello menos sorprendente.
Henry se quedó inmóvil en la puerta. Aciagas situaciones desfilaron por su cerebro. Era la profesora Eglantine, dirigiéndole la palabra expresamente por primera vez en el semestre. Como mínimo debería haberse leído el trabajo sobre la Ilíada después de que Schwartzy se lo reescribiese. Schwartz tenía cierta tendencia al alarde, a introducir palabras extranjeras antiguas con letras que Henry ni siquiera era capaz de encontrar en el Word. El engaño habría sido motivo suficiente para excluirlo del equipo y quizá expulsarlo de Westish. Pero no podía impedir que lo contratara un equipo profesional; eso sólo ocurriría si seguía jugando fatal, pero los equipos tomaban en consideración lo que llamaban «carácter»: llevaba toda la semana quedándose después de los entrenamientos para rellenar exámenes psicotécnicos presentados por ojeadores de distintos equipos.
Si un compañero de equipo te dijera que había violado a alguien, ¿qué harías?
¿Qué es lo que más te gusta del dinero?
Si fueras un animal, ¿qué clase de animal serías?
Por pura pereza había prescindido de leer el trabajo y reescribir las partes que sonaban demasiado a Schwartzy; normalmente era más cuidadoso con esa clase de cosas.
—¿Henry? —repitió la voz, ahora más cerca, más vacilante incluso, y Henry cayó en la cuenta de que no se trataba de la profesora Eglantine sino de Pella Affenlight, allí de pie, sin libros—. ¿Eres Henry Skrimshander?
Él asintió desconcertado.
Ella se presentó.
—He supuesto que eras Henry. Mike me ha hablado mucho de ti.
—Ah. —Henry se sintió un tanto decepcionado. Había estado a punto de creer que, por alguna razón, aquella exótica desconocida sabía quién era. Últimamente había salido mucho en la prensa local—. ¿Tú conoces a Mike?
—Bueno, sí… —Ahora fue ella quien pareció decepcionada—. Supongo que no me ha mencionado.
—Claro que te ha mencionado —respondió Henry vagamente, aunque en realidad Schwartz nunca le había hablado de ella—. Es que… ando con muchas cosas en la cabeza.
—Eso he oído.
Rick y Starblind observaban la conversación, afortunadamente sin oírla. Henry les lanzó una mirada severa y desesperada por encima del hombro de Pella, exigiéndoles que se largaran de allí. Starblind se lamió el dedo índice lascivamente y trazó una pequeña muesca en el aire. Finalmente se marcharon en dirección a la puerta norte. Henry se fue en sentido contrario. Pella Affenlight se colocó a la par de él y permaneció a su lado mientras hacían cola en el comedor y volvían a salir al patio, donde se instalaron con sus bandejas cerca de la estatua de Melville. Los días que brillaba el sol ése era un lugar muy frecuentado, porque desde allí se veía el lago sin necesidad de abandonar el patio, pero en ese momento el cielo era una bóveda gris y baja, y tenían a Melville para ellos solos. Henry tomó un sorbo de leche desnatada, que a la luz del día presentaba una débil coloración azul, y esperó a que la chica hablara.
—Debe de estar bien eso de ser tan bueno en algo —comentó Pella.
Un trueno vibró en algún lugar al nordeste.
—Hum —musitó Henry, incómodo.
—¿Te abochorno? No es ésa mi intención.
—No pasa nada.
—Sólo me preguntaba cómo se siente uno cuando hace algo tan bien y lo sabe. Cuando estudiaba en el instituto, durante un tiempo quise ser artista, pero desistí, porque nunca habría sido capaz de convencerme de que se me daba bien de verdad.
Henry, sin saber qué decir, aparentó interés con un murmullo para animarla a continuar.
—O sea, pinté alguna que otra cosa que no estaba mal, pero nada de lo que hacía tenía vida, ¿entiendes? Al final, lo mandé a la mierda. Llegué a la conclusión de que lo que me gustaba, más que pintar, era mancharme de pintura y beber mucho café. De modo que ahora sólo lo hago de vez en cuando. —Hundió el tenedor en el plato de garbanzos, agachó la cabeza y se echó a reír. Si hubiera podido decirse con un mínimo de certidumbre que alguien como Pella era capaz de dar muestras de nerviosismo, tal vez hubiese podido afirmarse que aquello fue una risa «nerviosa». Alzó la mirada hacia Henry—. ¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué se siente siendo el mejor?
Henry se encogió de hombros.
—Siempre hay alguien mejor.
—No es eso lo que dice Mike. Según él, tú eres el… ¿cómo se llama?… el parador número uno de todo el país.
Henry se detuvo a pensar un momento.
—Pues no se siente gran cosa —contestó—. En realidad sólo te das cuenta cuando la pifias.
Pella asintió y acabó de masticar.
—Te entiendo.
Las nubes empezaban a disgregarse sobre el lago, formando una gasa gris pálido a través de la que se transparentaba el azul celeste. El cielo se iluminaba lumen a lumen. ¿Cuántos días de partido lluviosos Henry había mirado por la ventana del aula o del autobús deseando precisamente esa clase de indulgencia? Pero ahora se le revolvía el estómago ante la idea de tener que jugar.
Cuando entró en el vestuario, Schwartz y Owen hablaban de Oriente Próximo. Henry llegaba tarde; la discusión ya había entrado en su fase final.
—Israel.
—Palestina.
—Israel.
—Palestina.
—¡Israel! —bramó Schwartz, y dio una fuerte palmada en la superficie de acero de su taquilla.
Owen negó con la cabeza y, sin menos convicción, susurró:
—Palestina.
Era la primera aparición de Owen en el vestuario desde el accidente.
—Owen —dijo Henry—. ¿Cómo va esa cara?
Era curioso lo mucho que se alegraba de ver a su compañero de habitación, pese a que eran precisamente eso, compañeros de habitación, y se veían a todas horas. Sin embargo, en las vacaciones de Navidad o de verano, cuando Owen fue a Egipto, como el verano anterior, o cuando volvía a su casa en California, como dos veranos atrás, Henry no lo echaba de menos en absoluto. Cuanto más lo veía, más echaba de menos no verlo.
—Mejor —respondió Owen—. Pero todavía tengo problemas cuando estudio. Me bailan las palabras.
—¿Vas a jugar hoy?
—No, no. Estoy excluido hasta que los huesos se suelden del todo. Dentro de un mes, dicen. He venido a dar apoyo a mis camaradas.
—¡Buda! —exclamó Rick O’Shea al salir parsimoniosamente del cuarto de baño, con el cinturón desabrochado—. ¿Qué pasa? ¿Echabas de menos verme desnudo?
—No me van los gordos.
—¿Gordo? Esto no es gordura. Sólo un poco de musgo en la vieja roca. —Rick se levantó la camiseta y apoyó la palma de la mano en la oronda barriga—. Mira, toca.
—Aj. Aléjate de mí.
—Tú te lo pierdes. —Rick se bajó la camiseta y palmeó a Henry en la espalda—. Hola, Skrim. ¿Cómo ha ido con Pella Affenlight? Parecía que te estuviera palpando la tela.
Henry miró alrededor, temiendo que Schwartzy lo hubiera oído e interpretado mal, pero Schwartz ya había arrastrado su maltrecho cuerpo al cuarto del entrenador para que lo vendaran. El rostro pícaro de Izzy asomó por detrás de una hilera de taquillas. Ladeó la cabeza mientras se quitaba del lóbulo de la oreja un reluciente diamante: estaba prohibido llevar joyas en los partidos.
—¿Palpándole la tela? —preguntó—. ¿Eso qué quiere decir?
—¿Cómo que qué quiere decir? —respondió Rick—. Es una frase hecha. Significa que a ella le mola. Está colada. Está palpándole la tela.
Izzy negó con la cabeza.
—Ésa no es ninguna frase hecha.
—Claro que sí. Se dice mucho.
—Qué estupidez. —Izzy se pasó el pendiente de una mano a la otra y escupió en una rejilla de desagüe del suelo—. Te la has inventado, tío. Admítelo.
—No me la he inventado.
—Sí te la has inventado.
—Que no.
—Que sí.
—Y si me la he inventado, ¿qué? —Rick estaba rojo de furia—. Además, ¿cómo te crees que nace una frase hecha? ¿Piensas que todas están escritas en algún libro? ¡Alguien tiene que inventárselas!
—Alguien —dijo Izzy—. No tú.
—¿Por qué? ¿Porque no soy negro? ¿Y qué tienen de extraordinario los negros?
—Somos más auténticos —intervino Owen.
—Los irlandeses somos auténticos. Fíjate en esta barbilla. ¿Te parece que esta barbilla no es auténtica?
—Es una frase hecha bastante buena —terció Henry—. Puede que alguna vez la use.
Rick sonrió, agradecido por esa clase de intervención amable que cabía esperar de Henry.
—Gracias, Skrim.
Izzy volvió a escupir.
—Qué estupidez.
Cox asomó la cabeza por la puerta del vestuario.
—¡Dunne! ¿Cómo coño estás?
—Mucho mejor, entrenador Cox.
—Pues tienes una pinta penosa. Desde luego, Skrimmer te dejó esa mejilla hecha un cromo. Skrim, ¿tienes un momento?
—Claro, entrenador.
Salieron del vestuario y se pasearon por los pasillos del CDU. Los miembros del club de esgrima medieval se ejercitaban en una de las salas multiuso, con la mano libre a la espalda mientras danzaban a lo largo de líneas marcadas con cinta adhesiva. Llevaban chalecos de cota de malla y lo que a Henry le parecieron sombreros de pirata. En la otra sala multiuso, las luces estaban apagadas. Los altavoces de la estancia emitían una agradable música a base de campanillas e instrumentos de viento de madera, mientras los estudiantes permanecían sentados en el suelo con las piernas cruzadas.
—Si necesitas aligerar presión, es importante que lo hagas —dijo el entrenador animadamente.
Había un balón medicinal de cuero en el pasillo. Cox le dio un golpe sordo con el pie al pasar por su lado. No se le daban muy bien las conversaciones en confianza.
—¿Y bien? —dijo.
Henry asintió.
—Ya.
—Ha sido una mala semana. Pero no puedes hundirte.
—Lo sé.
—En el campo sencillamente relájate, con o sin ojeadores. Déjalos con lo suyo, déjalos que escriban en sus elegantes portátiles, que hablen con sus elegantes móviles. Relájate y juega como sabes.
—Vale —respondió Henry—. Lo haré.
—Sé que lo harás. —Cox le dio una torpe palmada en la espalda—. Estamos contigo, Skrim.
Para cuando Henry volvió al vestuario, las bromas habían dado paso a la solemnidad preparatoria. Cada Arponero se hallaba sentado a medio vestir o vestido del todo con el uniforme, delante de su taquilla, moviendo la cabeza al ritmo de las canciones de su lista de reproducción del iPod previa a los partidos. Schwartz utilizaba un antiquísimo walkman; Henry era el único que no escuchaba música. Izzy se giró las muñequeras para que el logo de Nike quedara bien alineado. Sooty Kim se abrochó los dos botones inferiores de la camiseta, se desabrochó uno, se abrochó dos más, se desabrochó otro. Detmold Jensen retocaba su guante de piel con unas pequeñas tijeras dentadas, cortando un centímetro superfluo de cordón. Henry se fue al lavabo, donde aún flotaba el inmundo olor de Rick O’Shea, y orinó un chorro largo y transparente. Se enjabonó los brazos y las manos con un jabón líquido industrial de color rosa caramelo y se enjuagó.
El estómago le hacía ruiditos extraños. Siempre se le agarrotaba antes de un partido, no por nerviosismo exactamente, sino más bien por autocontención, una concentración en un solo objetivo ante la que la idea de meterse algo en el cuerpo le resultaba extraña. Pero ese día le pasaba algo. Percibía un sabor a bilis en el fondo de la garganta. Entró en un retrete, cerró la puerta, se arrodilló para acercar la cara al inodoro. Sabía de jugadores de primera división que vomitaban a causa de los nervios. No era forzosamente una señal de debilidad ni nada a lo que hubiera que darle mucha importancia. Aun así, esperaba que nadie lo oyese. Soltó un hipido, dos, sin arrojar nada. No sabía muy bien cómo acelerar el proceso. Se metió el dedo índice en la boca y escarbó, se frotó la lengua, hurgó allí donde la lengua se unía al paladar. El dedo le sabía a jabón rosado, cuyo color inducía a pensar en algo dulce, pero era caliente y desagradable. Con ese sabor, el estómago se le revolvió aún más. Finalmente, localizó con el dedo el punto exacto. Sintió una sacudida en el vientre, tuvo una arcada y el almuerzo brotó en cascada y cayó a la taza en un solo chorro. Allí, desplomado en el suelo, se sintió mejor, casi amodorrado. Una feliz combinación de sustancias químicas irrumpió en su cerebro.
Regresó al vestuario. Iba con retraso, pero se cuidó mucho de no acelerar sus propios preparativos rituales, la doble y triple comprobación del suspensorio, la coquilla, el calzón, el pantalón, la camiseta interior de los Cardinals, la camiseta del uniforme, los calcetines, las medias de tira, el cinturón, los guantes de bateo, el guante, la gorra. Comprobó que conservaba la libertad de movimiento en todas las partes de su cuerpo: muñecas, dedos de manos y pies, los músculos anónimos que rodeaban la cavidad pectoral y los del cuello y la cara. Se desató los cordones y volvió a atárselos hasta encontrar el punto ideal de tensión, para notar presión en los empeines sin que llegara a apretarle. Siguió a sus compañeros al campo.
—Han vuelto —anunció Izzy, refiriéndose a los ojeadores.
En el aparcamiento había una hilera de coches de alquiler baratos, de colores vivos que ahora se veían apagados por la luz gris del día. Se alternaban con unas cuantas berlinas de neumáticos gastados, todas con el suelo salpicado de envoltorios de comida rápida y vasos de plástico. Ésas eran las dos clases de ojeadores: los que alquilaban el coche y los que lo tenían en propiedad.
En los ejercicios de calentamiento, Henry se notó el brazo ligero y elástico, tan lleno de vitalidad como un pájaro; pero daba igual cómo se sintiera uno en los ejercicios de calentamiento. Había que rendir cuando se estaba sometido a presión. En sus turnos de bateo, logró un doble en la primera y un larguísimo home run en la tercera. Pero cuando le llegó una bola rasante fácil, vaciló, la pasó a baja altura y lejos de la primera base, obligando a Rick a recogerla casi del suelo. Al cabo de tres entradas, le ocurrió lo mismo, sólo que esta vez Rick ni siquiera pudo cogerla. Otro error, el quinto de la semana; se amontonaban ya como cadáveres en una película de terror.
Después del partido, la responsable de la sección de deportes del Westish Bugler, Sarah X. Pessel, se acercó a él con su grabadora.
—Hola, Henry —dijo—. Un partido difícil.
—Hemos ganado.
—Sí, pero me refiero a nivel personal.
—He conseguido hits en cuatro turnos de bateo.
—Sí, pero quiero decir en defensa. Parece que te ha costado. Hoy se te ha visto vacilar otra vez en un par de tiros.
—Llevamos quince partidos ganados y dos perdidos —contestó Henry—. Es el mejor comienzo en la historia de Westish. Sólo tenemos que seguir mejorando.
—¿No te preocupa, entonces, la manera en que estás pasando la bola?
—Quince y dos —repitió—. Eso es lo que cuenta.
—¿Y tu futuro personal? ¿Eso no cuenta también? Ahora que sólo faltan ocho semanas para el draft.
—Mientras el equipo gane, yo me doy por satisfecho.
Cada vez que Henry batía algún récord o alguien lo nombraba Jugador del Mes o la Semana, Sarah le pedía un comentario, y él contestaba, con la ejercitada indiferencia de una estrella, que renunciaría gustosamente a sus placas, estadísticas y trofeos, e incluso estaría dispuesto a calentar banquillo, si con eso los Arponeros, después de intentarlo durante cien años, ganaban por fin un título de liga. Hasta ese día siempre había estado seguro de que lo decía sinceramente.
—¿Sabes quién es Steve Blass? —preguntó Sarah.
—No me suena de nada —mintió Henry.
Blass había sido un lanzador estrella de los Pirates a principios de los setenta, considerado el mejor en su posición. De pronto, en la primavera de 1973, inexplicablemente se vio incapaz de lanzar la bola más allá del montículo. Durante dos años intentó por todos los medios recuperar el control, hasta que por fin se dio por vencido y se retiró.
—¿Y Mackey Sasser?
—Tampoco.
Sasser había sido un receptor de los Mets que desarrolló un miedo paralizador a la hora de devolverle la bola al lanzador. Hacía un amago, dos, tres, cuatro, cinco, incapaz de decidir el momento oportuno de pasar la pelota. Los hinchas del equipo rival se deleitaban contando a gritos el número de amagos. Los jugadores del equipo rival corrían de una base a otra. Una humillación total. Cuando eso le ocurrió a Sasser, dijeron que padecía la enfermedad de Steve Blass.
—¿Steve Sax? ¿Chuck Knoblauch? ¿Mark Wohlers? ¿Rick Ankiel?
Si Sarah X. Pessel no hubiese sido mujer, es posible que Henry le hubiera partido la cara. Probablemente su segundo nombre ni siquiera empezaba por X; quizá sólo le gustaba cómo quedaba en su firma en la revista.
—Ninguno de esos jugadores era parador en corto —contestó Henry.
—No te enfades conmigo, Henry. Sólo estoy haciendo mi trabajo.
—Estás en la universidad, Sarah. Trabajas para el Bugler. No te pagan por esto.
Sarah lanzó una elocuente mirada hacia el campo y luego la posó de nuevo en Henry.
—Y a ti tampoco.