28

Domingo por la mañana, el momento más tranquilo de la semana en Westish. El comedor no servía desayunos. La capilla no celebraba el oficio de primera hora. El CDU no abría hasta las once, y la biblioteca, hasta las doce.

La primavera había empezado de verdad, y los gorjeos de los petirrojos y los gorriones se elevaban en espiral hacia las gradas superiores del estadio de fútbol. Más arriba se oían los graznidos nasales de las gaviotas. Una palabra asomaba una y otra vez a la superficie de la mente de Henry. La escupió en los anchos peldaños de piedra. Volvió a asaltarlo, insidiosa, resplandeciente como un letrero de neón: «Gilipollas». La escupió y al instante lo asaltó de nuevo. Cuando llegó a la última grada, golpeó el número con el nudillo, el 17, recorrió el borde de piedra del estadio hasta la siguiente hilera de escalones y triplicó el ritmo de descenso. Los postes de la meta del extremo sur estaban descoloridos y desconchados. «Esos postes necesitan una mano de pintura, gilipollas».

Corría tan rápido como podía, con el chaleco muy ceñido, esprintando hasta lo alto y saltando peldaños hacia abajo, sin escatimar el menor esfuerzo. Pensó en motores calentando, quemando la gasolina derramada en los cilindros. Cuando se le nubló la vista y los ojos empezaron a escocerle a causa del sudor, pensó en la sal como un mal, una impureza, un error: échala en el cemento y observa cómo se evapora. «Entrégala en ofrenda, gilipollas».

Quería alcanzar ese vacío sagrado que caracterizaba sus mejores entrenamientos, sentir el cuerpo como un tambor hueco. Quería dejar que el fresco azul grisáceo del lago y el gris marrón verdoso del campus entraran en él y le abrieran los pulmones. Pero sentía una agitación excesiva, un mal humor excesivo. Acabó el estadio, por segunda vez, y empezó de nuevo en dirección contraria. El creciente dolor ascendió por sus tobillos hasta las espinillas. Aceleró el paso.

Completó el tercer estadio con un grito de guerra no muy convencido y se volvió para contemplar la distancia recorrida. No había conseguido apaciguar su espíritu, pero al menos las piernas le quedaron reducidas a miembros temblorosos, palpitantes, irreflexivos. El sol estaba a gran altura sobre el lago. Un par de aves que volaban en círculo se abatieron de pronto hacia una presa invisible y, al no encontrar nada, pararon en seco contra el agua. En el campo de fútbol, un copioso manto de rocío cubría los desperdigados retazos de césped, verdugones verdes entre los surcos del barro. Vio a Schwartz apoyado en el poste más lejano, tomándose el café de uno de los dos vasos de plástico que sostenía. Llevaba un pantalón de chándal del DDW, chancletas de baño y una camisa de franela cuyo faldón ondeaba al viento. Henry recogió su ropa dispersa y saltó desde lo alto del murete de piedra que separaba las gradas del campo.

—Tú estás mal de la cabeza, ¿sabes? —Schwartz le tendió un vaso—. Se supone que hoy es tu día libre.

Henry aspiró por la nariz el maravilloso dulzor químico del chocolate en polvo caliente, pero no pudo contener la respiración lo suficiente para tomar un sorbo.

—No podía dormir.

—Yo tampoco.

Cruzaron los campos de entrenamiento en dirección al CDU, sintiendo el sol caliente en la nuca, acompañados del ruidoso golpeteo de las chancletas de Schwartz en el barro. En el CDU recogieron sus guantes, un bate, un cubo de pelotas y un palo de escoba. A continuación, se dirigieron al diamante de béisbol.

La primera base estaba anclada en el suelo por medio de un poste metálico encajado en un agujero profundo y cuadrado; Henry sacó la base, la tiró a un lado y metió el palo de escoba en el agujero. Quedó plantado con una inclinación de unos grados con respecto a la vertical. Le dio una palmada para comprobar su estabilidad, apuró los posos dulces de su cacao y se alejó al trote hacia la posición de parador en corto.

—¿Cómo va esa ala? —preguntó Schwartz a voz en cuello.

El viento soplaba con fuerza desde el agua; resultaba difícil hacerse oír.

Henry ejercitó la articulación del hombro y le respondió con un pulgar en alto.

—¡Tómatelo con calma! —gritó Schwartz—. ¡Lo último que necesitamos es un ala muerta!

—¿Qué?

—¡Calma!

Schwartz alzó una bola. Henry asintió y se colocó en cuclillas. La primera bola salió disparada muy alto, obligándolo a atraparla de revés, y golpeó sonoramente el guante. Tras una larga noche absorto en sus pensamientos, le sentaba bien pasar a la acción. Afirmó el pie de apoyo, fijó la vista en el palo de escoba y dejó ir el brazo. La bola surcó el viento lateral y alcanzó el palo de pleno.

En el cubo había cincuenta pelotas. Diecisiete dieron en el palo. Las demás trazaron un ajustado arco en torno a él, como los cuchillos de un artista circense en torno al cuerpo vestido de lentejuelas de su ayudante.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Schwartz mientras recogían sus cosas para dirigirse al comedor.

—No estoy mal. —Henry asintió con la cabeza—. Nada mal.

Martes. Muskingum. El cielo era un manicomio de nubes caóticas arrastradas por un viento cruzado, las de las capas inferiores tenues, blancas como algodón hecho jirones, las más altas de contornos grises e hinchadas por debajo, con un amenazador color cercano al negro. En las gradas no había más que ojeadores y novias cumplidoras. Los jugadores del Muskingum llevaban camiseta de manga larga bajo la del uniforme, ésta azul pastel. Los Arponeros tenían los brazos al descubierto. Schwartz insistió en ello: podía obtenerse una ventaja psicológica fingiéndose inmunes al estado del tiempo. Si uno fingía ser inmune, acababa siéndolo.

Henry comprobó si sus compañeros habían ocupado las posiciones correctas y le indicó a Ajay que se desplazara un paso a la izquierda.

—Sal, Sal, Sal —entonó—, Salvador Dalí, qué digo Dalí, si es Dolly, perdón, qué digo perdón, si es Parton. —El parloteo en el cuadro no estaba muy bien visto a nivel universitario, pero Henry no podía contenerse. Dio un puñetazo en la tierna concavidad del guante—. Pon el punto en la i, pon el palo en la te, ponle queso al canapé. Qué queso es, queso francés.

Sal inició sus extraños y entrecortados ejercicios previos al lanzamiento. Henry se acuclilló muy pegado al suelo. «Pégale y que venga hacia mí —rogó—. Que venga hacia mí». Era el momento de la redención. El lanzamiento fue una pelota con efecto a la derecha, tal como Schwartzy quería, baja y hacia el exterior. Henry abandonó su postura incluso antes de que el bate golpeara la bola con un sonido metálico y reverberante. En el último segundo, la bola tropezó con un bulto oculto entre la hierba y se desvió. Henry desplazó el guante y la atrapó limpiamente: si uno estaba atento, no existía el bote en falso.

Ahuecó la mano derecha contra la bola cautiva, la hizo girar entre los dedos para localizar las costuras, levantó el brazo, fijó la mirada en el guante de Rick. Su brazo avanzaba ya, no había tiempo para pensar, pero él pensaba de todos modos, debatiéndose entre acelerar el movimiento del brazo y ralentizarlo. Tomó conciencia de que calibraba y recalibraba, ajustaba y reajustaba la mira, como un francotirador del ejército hiperestimulado por drogas desconocidas.

En cuanto la bola abandonó su mano, Henry supo que la había pifiado. Rick O’Shea intentó rescatarla del polvo, pero le dio en la base del guante y la perdió. Henry se volvió de espaldas al cuadro, miró las nubes en movimiento, formó con los labios su nueva palabra preferida: «gilipollas».

Schwartzy pidió tiempo muerto, se encaminó lentamente hasta el montículo y le hizo una seña a Henry.

—¿Cómo estás? —preguntó, con la máscara protectora echada hacia atrás y la grasa negra deslizándosele ya hacia la barba.

—Bien —respondió Henry con aspereza.

—¿Seguro? ¿No te duele el alerón ni…?

—El alerón está bien. Yo estoy bien. Vamos a jugar, ¿vale?

—Vale —contestó Schwartz—. No se ha perdido nada. Vamos a por ellos.

Ahora Henry tenía otro error que expiar. «Pégale y que venga hacia mí —pensó—. Pégale a la pelota y que venga hacia mí».

—Sal… Sal… Salamandra —entonó, golpeándose el guante con rabia—. Suelta ya esa bomba con efecto. Permítenos a Ajay y a mí hacer un pequeño baile a dos pasos.

Sal lanzó otra bola con efecto, también buena. El bateador le pegó sonoramente mandándola a la izquierda de Henry. Éste la atrapó y se volvió hacia Ajay, que arrancaba ya hacia la almohadilla de la segunda base. La distancia necesaria para un pase natural sin levantar el brazo; lo había hecho diez mil veces. Pero en ese momento se detuvo e hizo un amago. Había lanzado la última demasiado floja; mejor infundirle ahora un poco de chispa… No, no, no demasiado fuerte, demasiado fuerte tampoco convenía. Hizo otro amago. El corredor ya se acercaba, y a Henry no le quedaba más remedio que lanzar con fuerza, verdadera fuerza, demasiada fuerza para que Ajay lograse atraparla a una distancia de menos de quince metros; lo desbordó, dio de refilón en la base de su guante y cayó por poco en el campo derecho.

Al final de la entrada, Henry se acercó a Ajay para disculparse.

—Olvídalo. —Ajay sonrió—. ¿Cuántas veces te he hecho eso mismo yo a ti?

Rick O’Shea le dio unas palmadas en los hombros a Henry.

—No te preocupes, Skrim. Nos pasa a los peores.

—¡Bates, bates, bates! —gritó alguien, tamborileando contra el fondo de madera de la caseta—. ¡Bates, bates, bates! ¡A por ellos, chavales! ¡Bates, bates!

Schwartz hizo un home run. Boddington otro. En la siguiente entrada, Henry, estando al bate, logró un triple que permitió vaciar las bases. Los árbitros dieron por concluido el partido después de seis entradas, con un marcador favorable para los Arponeros de 19 a 3. La regla de la misericordia estaba concebida para mostrarse misericordioso con el equipo vencido, pero nadie podía haber sentido mayor alivio que el propio Henry. Por primera vez en su vida no deseaba estar en un campo de béisbol. Durante el camino de regreso a casa, apoyado contra el trémulo costado del autobús, hubo de esforzarse para contener unas lágrimas de abatimiento.

—Tienes que relajarte en el campo —dijo Schwartz—. Relájate y las cosas saldrán solas.

—Lo sé.

—Tú suéltala, como si apuntaras al palo de escoba. Rómpele la mano a Rick si hace falta.

—Vale.

Fuera se desplegaba el deprimente paisaje de costumbre: vacas y vallas publicitarias, tiendas de pirotecnia y sex-shops. Schwartz eligió las palabras con cuidado.

—¿Por qué no te tomas un descanso mañana? —propuso—. Sáltate las carreras, entrena más suave, como hago yo. No tiene sentido machacarse.

—Estoy bien.

—Ya sé que estás bien. Sólo quiero decir que ya hemos superado la fase preparatoria. Tenemos quince partidos en los próximos veinte días. Necesitamos reservar fuerzas.

Cuando Schwartz volvió a mirarlo, Henry tenía los ojos cerrados y la frente apoyada contra la ventanilla mugrienta. Advirtió, por el tic nervioso en la comisura del ojo derecho, que en realidad no dormía, pero no dijo nada.

Schwartz se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, o al menos de una de las cosas que estaban sucediendo: empezaba a distanciarse de Henry, y para ello utilizaba a Pella. Por eso ni siquiera se la había mencionado. Durante años no había tenido secretos para Henry; ahora le había escondido dos en cuestión de semanas.

Eso era malo: distanciarse de Henry, cortar amarras en su relación con Skrimmer y dejarlo a la deriva a la vez que actuaba como si nada hubiera cambiado… y además hacerlo, si se paraba a pensar, porque no podía sobrellevar el éxito de Henry.

No podía hacer una cosa así, a Henry no. Le bastaba con ver lo que ya había comenzado a ocurrir. Quizá fuese por exceso de ego que Schwartz se atribuía la culpa, pero daba igual. Haría lo que estuviera a su alcance por ayudar a Henry a enderezarse. Si eso significaba coger el teléfono a las cuatro de la mañana cuando estaba en la cama con Pella, lo haría. Si eso significaba pasar los siguientes dos meses sin pensar en nada más que en Henry y en cómo ayudarlo, lo haría. Pella podía esperar. Su propia vida podía esperar. Henry lo necesitaba, y los Arponeros necesitaban a Henry. Eso era lo único que debía saber.