Cualquier duda que hubiera podido tener Pella acerca de la causa del extraño comportamiento de su padre se disipó cuando entró en el despacho y descubrió a una hermosa mujer negra, esculpida por el yoga, que permanecía acurrucada —o tal vez no tanto como acurrucada, pero sí sentada muy cerca para ser una casi absoluta desconocida— a su lado en el sofá. Tenía una piel juvenil, el cabello muy corto, las pestañas y las piernas demencialmente largas. Cuando las descruzó y se puso de pie para saludar a Pella, las piernas emitieron destellos curvos y sensuales como bruñidos pájaros de Brancusi.
—¡Pella! Encantada de conocerte.
Genevieve le dio un apretón en el codo y, con un movimiento fluido, como si hubiesen realizado ese intercambio un centenar de veces, cogió la bolsa de la comida. En presencia de aquella suntuosa criatura, Pella volvió a sentirse insípida y blancuzca. Se cruzó de brazos para ocultar sus pechos y bíceps fofos y pálidos, jurando echarse a la piscina al día siguiente con renovado vigor.
—Pella, éste es Owen —hizo las presenciaciones Affenlight—. Owen, Pella.
El chico sonrió con la mitad de cara y levantó una mano abierta a modo de saludo.
—Enhorabuena por la beca —lo felicitó Pella.
—Gracias.
Tenía la mitad del rostro que no sonreía tumefacta, salpicada de moraduras, y llevaba un extraño atuendo: camiseta blanca y pantalón de pijama rojo estampado con símbolos del yin y el yang en blanco y negro. Pero lo que más le llamó la atención fue su esbeltez y la delicadeza de su aspecto: sabía que jugaba al béisbol, y había esperado encontrarse con un deportista enorme, como Mike.
—Pella y yo estaremos en la cocina. —Genevieve fue hacia allí con la comida como si el apartamento fuera suyo—. Vosotros, chicos, intentad entreteneros solos.
Pella trotó obedientemente tras ella. Genevieve abrió los armarios sin equivocarse, encontrando fuentes cuya existencia Pella desconocía, y se afanó en sacar los platos preparados por el jefe de cocina Spirodocus —falafel, hummus, verduras, algo envuelto en hojas de parra, algo que olía a hinojo— de sus envases de plástico. Pella buscó la manera de ayudar. Al final vio la barra de pan de canela y pasas en la encimera, donde Genevieve la había dejado, y la metió en el horno.
—Bien, pues —dijo Genevieve, sirviéndose otra copa de vino—. Puesto que somos mujeres en la cocina, ¿podemos permitirnos un poco de chismorreo propio de mujeres en la cocina?
—Claro. —Pella miró con los ojos entornados la puerta del horno. ¿Ciento cincuenta grados? ¿Doscientos? Optó por el punto medio.
—Quizá deberías precalentarlo. —Genevieve la tocó en el codo para suavizar la orden.
—Claro. —Pulsó el botón que ponía «Precalentado».
—Tal vez deberías sacar antes la barra.
—Ah.
Pella retiró el pan y lo dejó sobre un hornillo. En su casa de Buena Vista, tenía una cocina de acero inoxidable autolimpiable con seis quemadores propia de un restaurante, y sin embargo ni siquiera sabía cómo no chamuscar comida preparada. Eso parecía una especie de metáfora de su vida, o de la modernidad, o de algo.
—Perfecto. Veamos. ¿Tu padre ya no está casado?
—Nunca lo ha estado —respondió Pella, mostrando más interés del que pretendía. Hacía mucho tiempo que no hablaba de chicos; era divertido, aunque el chico fuera su padre.
Genevieve asintió.
—Parece uno de esos solterones perpetuos. Responsable sin ser maduro. Y este apartamento: es como la habitación de un estudiante de literatura, pero con primeras ediciones en lugar de libros de bolsillo. ¿Dónde pasa los veranos?
—Aquí.
—Pobre hombre.
Genevieve llevaba el pelo más corto que Mike, pero tenía una manera parecida de tocárselo con la mano cuando algo la desconcertaba. Aunque quizá no fuese parecida en absoluto: el gesto de Genevieve era un ademán como de peinarse, natural y femenino, en tanto que el de Mike iba siempre acompañado de una triste exhalación. «En ese caso —pensó—, estoy buscando excusas para pensar en Mike. Lo que significaría que me gusta. Pero tal vez no quiera que me guste». Se sirvió un poco de vino en el vaso vacío de whisky y aparcó el tema. Había ido a Westish para intentar vivir sin compromisos.
Genevieve la miraba con atención.
—¿Disculpa? —preguntó Pella.
—Lo siento. ¿Te he ofendido con mi pregunta?
—¿Qué pregunta?
—Jamás se me habría pasado por la cabeza —se apresuró a decir Genevieve en tono de disculpa—; lo que ocurre es que cuando O estaba en el instituto, leyó el libro de tu padre (se me ha olvidado el título) y quedó prendado de él. Creo que fue así como conoció la existencia de Westish, buscando a Guert Affenlight en Google.
—Ah —dijo Pella—. Que si mi padre es gay.
Genevieve la observaba con inquietud, como si esperase su perdón.
—La verdad es que el libro tiene poco que ver con la homosexualidad en sí —aclaró Pella—. Trata más bien del culto a la amistad masculina en la América del siglo XIX. Clubes de chicos, barcos balleneros, equipos de béisbol. El desarrollo de las emociones previo a la era moderna de la igualdad de sexos.
—Pseudoigualdad, querrás decir.
Pella sonrió.
—Pseudoigualdad. Creo que mi padre se siente solo —añadió—. Cuando vivíamos en Cambridge siempre tenía una novia, dos novias, las que fueran. Pero ninguna duraba mucho. Creo que aún había pasado poco tiempo desde la muerte de mi madre. —Se interrumpió. De hecho, no sabía muy bien cómo se había tomado su padre la muerte de su madre, y esa sencilla frase en la que ella, de niña, siempre había creído, «había pasado poco tiempo», ahora le sonó a mentira—. De todos modos —concluyó con ostensible alegría, porque Genevieve la miraba con expresión compasiva, como diciendo lo mucho que lamentaba la muerte de su madre—, no le vendría mal una novia.
Genevieve vació los posos de la botella en su copa.
—Eso lo interpreto como una bendición.
Pella, encantada de seguirle el juego, hizo la señal de la cruz en el aire entre ellas dos. Sacó el champán que su padre había metido en el congelador, y las dos llevaron la comida y la botella al despacho.
—Por Owen —dijo su padre, levantando la copa—. Que su estancia en la tierra del sol naciente sea próspera, como lo ha sido en la tierra de la nieve reluciente.
—Qué tierno —comentó Genevieve—. Eso, eso.
—Lo echaremos de menos —añadió el anfitrión con tono melancólico—, pero lo sobrellevaremos.
Pella pensó que exageraba un poco; su padre debía de estar muy deseoso de colarse entre las piernas de Genevieve. Y no lo culpaba. Pocas mujeres llegaban a los cuarenta y tantos con unas piernas así.
Entrechocaron las copas.
—Para ti sólo un sorbito, hijo —lo instó Genevieve, inclinándose para darle un apretón a Owen en los dedos de un pie—. Estás medicándote. —Se volvió hacia Pella—. No te he preguntado qué haces en San Francisco.
—¿Qué hago? Bueno, verás…
—Espera, no me lo digas. Estás estudiando un máster. De… —Se apretó las sienes con los dedos y cerró los ojos—. De algo con estilo. Algo artístico. Algo como… arquitectura. —Abrió los ojos—. ¿He acertado?
¿Acaso David había dejado tan profunda impronta en ella? Pella cruzó el brazo por delante del cuerpo para rascarse un picor nervioso en las aletas del tatuaje.
—Has estado cerca —contestó.
—¡Lo sabía! ¿Cómo de cerca?
—Genevieve, a ver si tienes un poco más de tacto. —Owen bostezó, abriendo la boca con cuidado a causa de la hinchazón, y se frotó el vientre—. Sólo los americanos insisten en preguntarle a todo el mundo a qué se dedica.
—Pero aquí todos somos americanos, cariño.
Pella sirvió el champán restante, llenando la copa alargada de Owen hasta el borde en agradecimiento por su intervención. Él le guiñó un ojo, bebió un lento sorbo y volvió a pestañear hasta cerrar los ojos. Tenía unas pestañas hermosas, como su madre. Pella vio con extrañeza la placidez que le permitía adormilarse así, en presencia del rector de su universidad, en pijama. Empezaba a desarrollar cierta admiración hacia él.
—Que el castigo sea acorde con el delito —dijo su padre—. Genevieve, ¿y tú a qué te dedicas?
—Soy locutora de televisión, en el noticiario de San José.
—¡Vaya! —exclamó Affenlight—. Tenemos a una famosa entre nosotros.
—En realidad no hay tanto glamour. Todo el día allí sentada, buscando cosas en internet, luego una eternidad con la peluquería y el maquillaje… por eso me afeité la cabeza, para ahorrarme un paso.
Hizo una pausa para darle a Affenlight la oportunidad de hacer algún comentario favorable acerca de su pelo, pero él ni se dio cuenta. ¿Estaba Owen realmente dormido?, se preguntó él. ¿O sencillamente fingía dormir, para vigilar el modo en que él se comportaba con su madre? Eso sería muy propio de Owen: controlar la habitación desde su sopor.
—Ese pelo te queda muy bien —dijo Affenlight unos segundos demasiado tarde.
Ella sonrió de oreja a oreja y se pasó una mano por la cabeza con naturalidad.
—Díselo a mi productor. Pensé que iba a despedirme. Pero soy negra y llevo allí toda la vida.
—Vaya —dijo Affenlight.
Owen abrió de pronto el ojo sano.
—¿Y eso qué es?
—¿Qué?
—Fuera. Escuchad.
Affenlight se inclinó.
—No oigo nada.
—Habrá sido el viento —comentó Genevieve, pero entonces se oyó otra vez, un golpeteo en el cristal de la ventana, como si lanzaran piedrecillas.
Affenlight se acercó a la ventana y escrutó el patio oscuro. Incapaz de distinguir qué o quién estaba allí abajo, abrió la ventana y, al instante, retrocedió tambaleándose y derramó un poco de champán al llevarse la mano a la mandíbula. Un objeto redondo, más guijarro que piedrecilla, cayó al suelo del despacho.
—¡¿Quién anda ahí?! —preguntó a voz en cuello.
—Hola, rector. Soy Mike Schwartz. Apuntaba a… esto… apuntaba a la veleta.
Affenlight se frotó la mandíbula.
—Pues has fallado.
Tres pisos más abajo —allí donde, a la mañana siguiente, se proyectaría la sombra de la estatua de Melville— una silueta gris alzó los brazos con un gesto de disculpa.
—Se ve que estoy un poco cansado. Hoy hemos jugado dos partidos.
—Dos victorias, espero.
—Sí.
—Así se hace. Este año, caballeros, nos dais motivos para enorgullecemos. —Al apartarse de la ventana, Affenlight se palpó el pequeño bulto que empezaba a formársele en la mandíbula—. Buenas noches, Michael.
—Esto… ¿rector Affenlight?
—¿Qué pasa?
—Me preguntaba si podría hablar con Pella.
Affenlight miró a su hija, que respondió con un gesto de asentimiento. «Ajá», pensó.
—¿Te la bajo en un cubo —dijo hacia la ventana—, o prefieres subir tú?
—Subiré con mucho gusto, rector.
—Pero date prisa —gruñó Affenlight en un tono que pretendía remedar, medio en serio, la proverbial hosquedad de los padres ante los pretendientes de sus hijas—. El champán se calienta.
• • •
Mike Schwartz entró en la sala disculpándose entre dientes, con unas arrugas de arrepentimiento entre la barba y la gorra de béisbol. Se paró en seco al ver a Owen.
—Buda. ¿Ya te han dado el alta?
—Pues sí. Mike, te presento a mi madre. Genevieve, te presento a Mike Schwartz, la conciencia moral de Westish.
Genevieve se levantó del sofá para darle la mano a Mike; sus piernas destellaron bajo la falda azul marino.
—Ahora sólo me falta conocer al famoso Henry —declaró—, y habré aprovechado plenamente el viaje.
Affenlight, que se había marchado a la cocina, regresó con vasos y botellas en una bandeja.
—Llamad a Henry —dijo—. He pensado en probar un whisky, para celebrar la noticia de Owen.
—¡Sí, avisadle! —convino Genevieve—. Llevo años hablando con él por teléfono. Prácticamente es mi segundo hijo y aún no lo conozco. Qué vergüenza.
Mike negó con la cabeza.
—Seguramente ya se habrá acostado. Skrimmer ha tenido un día duro.
Owen preguntó qué había pasado, y Mike se recreó en la historia a tal punto que Pella perdió interés: un mal lanzamiento, otro mal lanzamiento, etcétera.
—Pobre Henry —comentó Genevieve—. Por lo que dices, no le vendría mal una copa.
Era un buen whisky, concebido para tomarlo a sorbos, pero Pella se sirvió un trago de más y se hundió en el sofá. Mike, Owen, Genevieve… por lo visto, todos aquellos a quienes conocía querían hablar de Henry. Al salir del comedor universitario, había visto un ejemplar del Westish Bugler de ese fin de semana en una mesa, aún sin recoger. «Henry va a por el 52», rezaba el titular en grandes letras, y debajo aparecía una foto de media plana de un tipo en un campo de béisbol, lanzando una pelota. Llevaba la gorra calada hasta las cejas y tenía el mismo aspecto que cualquier tipo en un campo de béisbol lanzando cualquier pelota.
Cuando se produjo una pausa en la conversación, le tocó el codo a Mike y le dirigió su mirada incitadora más atractiva. Aunque en realidad era más bien una incitación a marcharse de allí. Él, desde luego, al echar piedrecitas a su ventana había ganado puntos en romanticismo, aunque resultara que en lugar de echarlas había realizado potentes lanzamientos propios de un atleta, y en lugar de piedrecitas eran guijarros, y en lugar de la ventana era la cara de su padre. Lo había intentado, a su manera osuna, cortés pero torpe: había estado pensando en ella. Y tenía aquellos ojos, aquellos adorables ojos de color ámbar…
Schwartz fijó esos ojos en los de ella con cara de incomprensión.
—¿Qué? —preguntó, interrumpiendo la conversación e induciendo a todos a volver la cabeza hacia ellos.
—Quizá deberíamos ponernos en marcha.
Mike la miró desconcertado.
—¿Por qué?
—Ya sabes… ¿no íbamos a ver esa película? ¿Esa que te apetecía ver?
—¿Estás de broma? —dijo él—. ¿Y perder la ocasión de probar la colección de whiskys del rector? Llevo años esperando esta oportunidad.
—¡Por favor, quedaos! —terció Genevieve—. Yo me voy mañana.
Y con eso se zanjó la cuestión. Affenlight, complacido por la alusión de Mike a su colección de whiskys, sacó otras tres botellas. Las probaron una a una, musitando «¡Oooh, la turba!… ¡Ah, el ahumado!», a la vez que emitían pequeñas exclamaciones de placer. Brindaron por la visita de Genevieve, por la llegada de Pella, por la Trowell de Owen, por Henry en su ausencia. Mike, más contento de lo que Pella lo había visto hasta ese momento, deambuló por el despacho inspeccionando los interminables estantes, y por fin encontró el mismísimo Libro: el Moby Dick de Arion Press, de gran formato y compuesto a mano, que Affenlight había comprado por mil dólares en 1985 y que ahora valía treinta veces más, aunque tampoco se podía asignar un valor a algo tan preciado y bello… Mike, Owen y Genevieve no tardaron en reunirse alrededor del rector para admirar El Libro y escuchar embelesados a aquél, que se lanzó a contar la historia del viaje de Melville al Medio Oeste, su propio descubrimiento del texto de la conferencia, maltrecho y traspapelado, y la posterior historia acerca de cómo surgieron la estatua de Melville y el nombre de los Arponeros.
Pella se quedó en el sofá. Su actitud frente a las interpretaciones de su padre era complicada. En el fondo le encantaba escucharlo y pensaba que debería haber sido un hombre muy famoso: rector de Harvard como mínimo, o presidente de un país pequeño pero influyente de la era postsoviética. Pero la manera en que recurría al encanto personal y luego se deleitaba en la adulación de su público la irritaba. Sabía que ése era precisamente el trabajo de un profesor: componer un repertorio de apuntes, pulirlos a lo largo del tiempo e interpretarlos de la manera más carismática posible. No cansarse nunca en apariencia de la propia voz, en atención a los demás. No obstante, sólo se podía escuchar la misma lección cierto número de veces.
Cuando acabó la conferencia, Mike envolvió la mano de Pella con su enorme zarpa y le sonrió con dulzura. Su irritación se desvaneció en cuanto vio el Westish College a través de los ojos de Mike. Para ella, era una institución a la que resultaba fácil acceder, en declive, demasiado rústica, en la que su padre se había exiliado; para Mike lo significaba todo, su hogar y su familia, el lugar donde se había dejado la piel y que, en cuanto concluyera el semestre, tenía previsto ponerlo de patitas en la calle. Había estado buscando un nuevo hogar, una facultad de Derecho que lo aceptara, pero eso no había salido bien. Si el hogar era el sitio donde uno tenía el corazón, Westish era el hogar de Mike. Si el hogar era el sitio donde debían acogerte, en cualesquiera circunstancias, era el de ella. Pella le dio un apretón en la mano.
Después de otro whisky, la velada empezó a declinar hacia su final. Mike se quedó dormido en la butaca, con la barbuda mejilla aplastada contra la palma de la mano, mientras sus hombros, grandes como bolas de bolera, ascendían y descendían discretamente. Affenlight sorprendió a su hija contemplando la silueta dormida. A ella nunca le habían gustado los deportistas —eran demasiado formales, demasiado proclives a aceptar órdenes—, pero percibió que aquél en concreto tenía muchas posibilidades. David había dejado tres mensajes en el móvil de Affenlight en las últimas dos horas.
Genevieve tenía el hombro apoyado en el suyo, pero la atención puesta en Pella; las dos observaban a Schwartz y cuchicheaban como niñas. Affenlight se disculpó para llevar los vasos a la cocina. Cogió un paño y limpió unas migas de la encimera. Encendió la luz sobre el fregadero. Volvió a apagarla. Estaba demorándose y no sabía por qué, o al menos podía fingir que no sabía por qué, hasta que Owen entró en la cocina y se apoyó en la encimera ya sin migas.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Adelante.
—Parece que Genevieve se ha encaprichado de ti.
Affenlight forzó una sonrisa.
—Como antiguo profesor de lengua, quizá debería señalar que eso no es una pregunta.
—Seré más directo. No tienes intención de acostarte con mi madre, ¿verdad?
Al otro lado del arco, a menos de cinco metros, Affenlight veía las piernas oscuras y esbeltas de Genevieve cruzadas ante el sofá, con el pie de la pierna en alto meciéndose suavemente y la sandalia suspendida entre dos dedos.
—No —respondió—. Ninguna intención.
—Bien.
Owen lo miró fijamente y Affenlight sintió… bueno, se sintió como un idiota. ¿Y ahora qué? Se colgó el paño al hombro, tiró de él y se lo enrolló en torno a la mano como la venda de un boxeador. Desde la noche en que supo que la madre de Pella había muerto y que de pronto la visita de su hija dejó de ser una novedad, una continua broma en el departamento, para convertirse en una forma de vida permanente, Affenlight no había experimentado tan abrumadora impotencia.
—Te marchas —dijo, refiriéndose a Japón, no a esa noche—. Pronto.
—Sí.
—Te echaremos de menos.
Owen sonrió.
—¿Tú y quién más?
Affenlight no contestó. Era un poco más alto que el chico, pero por el modo en que estaban apoyados en la encimera, sus ojos quedaban exactamente a la misma altura.
—Quizá tengas que soportarme un tiempo más —comentó Owen—. El doctor Sobel me ha pedido que dé clases de dramaturgia a los alumnos de la escuela de verano.
Tres meses más: no era la eternidad que Affenlight anhelaba, pero era algo. Asintió, revelando parte de su alivio, pero no todo.
—Aquí el verano es maravilloso.
—Eso he oído.
—La pesca. Hay una pesca excelente.
Owen sonrió.
—Muy cruel para mí.
—Podríamos ir alguna vez —aventuró Affenlight—. Un sábado por la mañana.
Owen volvió a sonreír.
—Mientras no matemos ningún pez. —Rozó el mocasín de piel de potro de Affenlight con los dedos de los pies a través del calcetín—. Ni gusanos, claro está.
La luz de la luna proyectó una pequeña mancha en el linóleo desgastado, que Affenlight tenía intención de cambiar desde hacía tiempo y que en ese instante lo incomodó enormemente. ¿Y ahora qué? Owen se inclinó hacia él, con una ceja enarcada en expresión de benévola ironía, los ojos casi cegados como los de un profeta. Cada vez más cerca, cuidándose de proteger el lado dolorido y tumefacto de la cara. La luna se ocultó tras las nubes y un manto de uniforme oscuridad cubrió el linóleo por completo. Affenlight sintió que el corazón se le encogía y desbocaba. El teléfono volvió a vibrar en su bolsillo. El beso fue un tierno roce, en una comisura de la boca.