25

La sensación de atonía propia de un sábado por la noche flotaba en el comedor universitario, y daba la impresión de que el jolgorio que tenía lugar en otras partes del campus había dejado allí un triste vacío. Ya no servían cenas, y en las sillas de color verde vómito sólo había unos rezagados solitarios, con la mirada fija en sus libros de texto a la vez que se llevaban la comida lentamente a la boca. Desde la pared del fondo, un reloj gigantesco observaba mientras sus manecillas de hierro saltaban ruidosamente marcando el paso de los minutos. «Vete a otro sitio —parecía decir el tictac—, a cualquier sitio menos aquí».

Pella franqueó la puerta abierta de la cocina. Un hombre menudo pero robusto, achaparrado como un túmulo funerario indio, sacaba a cucharones el puré de patatas de una cacerola para guardarlo en una gran bolsa. Tenía el rostro amplio y carnoso, nariz ancha y cicatrices de acné bajo los ojos. Llevaba un gorro de cocinero con la copa hundida y caída a un lado.

—Ya hemos cerrado —dijo con tono pesaroso, sin levantar la mirada antes de que Pella abriese la boca.

—Lo sé. Lamento molestarlo. Pensaba que tal vez…

—Ya hemos cerrado —repitió el hombre en voz baja, como una verdad triste pero ineluctable, y golpeó el borde de la cacerola con el cucharón.

—Lo sé, es sólo que…

Esta vez él ni siquiera repitió la frase, sino que se limitó a mover la cabeza gacha en un gesto de negación y golpear de nuevo con el cucharón el borde de la cacerola, produciendo de algún modo una larga y sombría O que armonizaba con el timbre de su voz: «Cerradooo».

—Ya —insistió Pella—. El caso es que, verá, me envía el rector Affenlight. —Se interrumpió y se dio un tironcito de uno de los lóbulos de la oreja recién perforados y aún tiernos, esperando a ver qué efecto ejercía el nombre de su padre.

El hombre en forma de túmulo levantó la bolsa del puré de patatas a la altura de los ojos y, con un sutil movimiento de muñeca, la hizo girar lentamente sobre su eje vertical, enrollando firmemente el cuello.

—El rector Affenlight —repitió con perceptible hastío—. Jefe de cocina Spirodocus. —El tono no dejaba distinguir cuál de los dos títulos estaba por encima; que, pese al rango de sus títulos, los dos eran sólo hombres, y que como tales sin duda morirían.

Abrió un frigorífico descomunal y echó dentro la bolsa.

A sus espaldas, en la cocina propiamente dicha, un hispano menudo lavaba una cacerola enorme con una manguera a presión. Restos húmedos de residuos chamuscados saltaban y le salpicaban la camisa. Pella imaginó el interior de la cacerola, cada vez más limpio a medida que el negro daba paso a un plateado reluciente bajo el potente chorro de agua que se abría paso a través de las incrustaciones de salsa, sopa o —como indicaba a su lado, en el mostrador, el cartel con el menú— lasaña de verduras del sudoeste. Al hombre, con la mirada vidriosa y el rostro reluciente por el sudor, no se lo veía muy contento precisamente, pero Pella envidió la claridad de su cometido. Sucio limpio. Una manguera así, pensó, sería una buena incorporación a la cocina de Mike y Arsch.

—La cosa es que… —dijo, sin saber muy bien a qué atenerse con el jefe de cocina Spirodocus, que había desprendido otra bolsa de un grueso rollo y continuaba guardando el puré de patata—. El rector Affenlight y yo (es mi padre, yo soy su hija) tenemos invitados, unos invitados imprevistos, y nos preguntábamos si tendría usted a mano algo que pudiera servirnos como aperitivo.

—¿A mano? —repitió el jefe de cocina con tono reflexivo—. ¿Servir de aperitivo?

Dejó el cucharón en equilibrio en el borde de la cacerola, apoyó las manos en la encimera y por primera vez fijó en Pella unos ojos medio ocultos entre pliegues de carne. Por su actitud, la joven llegó a la conclusión de que se trataba de un hombre profundamente democrático, un hombre del pueblo, y lamentó no llevar puesto su habitual uniforme, la sudadera con capucha y el pelo desgreñado y ojeras, en lugar de aquel bonito vestido lila y pendientes y maquillaje. Jugueteó con el tirante caído del sujetador.

—Mil personas. —Spirodocus tendió su rollizo brazo y abarcó con un amplio gesto la cocina, el pasillo del bufet y el comedor—. Todos los días. Para mil personas es imposible hacer las cosas bien. Se hacen, sencillamente. ¿Lo entiendes?

Pella iba a responder que sí, que lo entendía, pero él ya había dado media vuelta sobre sus zuecos de suela de madera y entraba en la cocina. Sin aquellas alzas debía de ser de una estatura impresionantemente baja. Pasaron los minutos. No regresaba. Pella se temía que la hubiese dejado colgada. Pero no tenía un plan B, de modo que se quedó allí observando al lavaplatos hispano, que tenía el rostro morado a causa del esfuerzo de limpiar con su potente manguera.

Había renunciado a la idea de los aperitivos, pero seguía allí de pie sin saber qué hacer, cuando el jefe de cocina Spirodocus volvió, con una bolsa de supermercado en sus rechonchos brazos. Por encima de todo lo demás, asomaba una barra de pan cruda, con aroma a canela, salpicada de pasas.

—Métela en el horno en cuanto llegues a casa —dijo—. Sírvela con el café.

—¡Caray! —exclamó Pella—. Oh. ¿Lo ha hecho ahora mismo?

—Un chef nunca revela sus secretos. —Spirodocus adoptó una expresión amable por primera vez; su rostro pareció hundirse y suavizarse. Alargó el brazo para darle a Pella una torpe palmada en la espalda—. Dile a tu padre que he hecho lo que he podido. No tenía tiempo, no se me había avisado previamente, pero he hecho lo que he podido. ¿Vale?

—Vale. Muchas gracias, señor Spirodocus. Mi padre estará muy agradecido.

Se volvió para marcharse, pero de pronto se quedó como clavada al suelo embaldosado de colores azul y crudo. La pequeña voz del deseo entonaba algo desde su pecho, en susurros e incoherentemente; se detuvo e intentó escuchar.

Al cabo de un momento, Spirodocus apartó la mirada del puré de patata.

—¿Algo más?

—Hum… —Pella cambió el peso de un pie al otro—. Me preguntaba… en fin, ¿cómo le diría?, si contrata usted a gente para trabajar en la cocina. Para lavar platos y cosas así.

—¿Que si contrato a gente para lavar platos? —repitió el jefe de cocina con expresión de asombro, y asintió tristemente—. Sí.

—¿Y tiene previsto contratar a alguien ahora mismo?

—Siempre estoy contratando.

—¿Podría darme una solicitud?

Spirodocus enarcó las cejas.

—¿Para quién?

—Para mí.

Spirodocus recorrió con la mirada sus sandalias blancas sin tacón, sus piernas pálidas, su vestido bien planchado y todo aquello que encontró. Pella advirtió que la posaba más de la cuenta, no en los pechos, como era lo habitual en los hombres, sino en su tatuaje con aletas.

—¿Has trabajado alguna vez en una cocina? —preguntó.

—No. —La palabra salió de sus labios y quedó suspendida en el aire—. Soy muy trabajadora —se apresuró a añadir, y se preguntó si en algún sentido eso podía llegar a considerarse verdad.

—Tengo una vacante en el turno del desayuno —anunció Spirodocus—. Empieza a las cinco y media. De lunes a viernes.

—¿A las cinco y media?

El hombre volvió a asentir con infinita tristeza.

—Sí, lo sé, es demasiado temprano.

—Es temprano, sí —convino Pella—. Hasta el lunes.