22

Affenlight salió sigilosamente de su despacho con un delgado ejemplar de Whitman oculto en el bolsillo interior del abrigo, como si de un arma se tratara. Se dirigió hacia su coche, arrimándose al muro de piedra blanqueada de Scull Hall para que no lo vieran desde las ventanas superiores. Scull Hall, aunque de tamaño y diseño parecidos a los demás edificios del Patio Pequeño, debía presentar un aspecto algo más distinguido, ya que alojaba el rectorado, y con ese fin la tierra del arriate que había entre la base del edificio y la acera ya había sido removida, abonada y sembrada con bulbos de primavera. El mantillo húmedo, salpicado de bolitas blancas de fertilizante, despedía un agradable y denso olor negro. Le había dicho a Pella que tenía que trabajar hasta las cuatro, y a esa hora irían a Door County a comprarle ropa.

Condujo a toda velocidad, aparcó el Audi, y ante él se abrieron las puertas de cristal del Saint Anne para darle acceso. Affenlight arrojó la colilla a un cubo de basura y se acordó de la madre de Pella, que se había pasado la vida —o al menos la época durante la que había tenido trato con él— entre enfermos y moribundos, pero nunca pareció experimentar un solo instante de debilidad física o psicológica. Quizá estuviera dotada de una constitución particularmente robusta, o quizá no pudiera permitirse quejarse o sentir dolor, teniendo tantos cuerpos frágiles que atender. Cuando Affenlight contraía la gripe o caía en uno de sus estados de abatimiento, ella arrugaba la frente y no le hacía caso. Él lo atribuía a falta de empatía, incluso quizá a una especie de estupidez, pero a lo mejor se trataba de sabiduría. ¿Había aprendido él —o aprendería alguna vez— a desechar los pensamientos que no le servían de nada? Seguía siendo una pregunta abierta: cuánta empatía podía soportar el amor.

Cuando entró en la habitación de Owen, éste se hallaba sentado en la cama, y ocupaba su silla —la de Affenlight— una mujer afroamericana muy serena, vestida con un traje sastre, aunque más cerca de la cama de lo que se habría atrevido a ponerse Affenlight.

—Rector Affenlight —dijo Owen con voz más fuerte que el día anterior—. Qué agradable sorpresa.

La mujer se levantó y le tendió la mano.

—Genevieve Wister.

Con su tono y su sonrisa insinuaba en cierto modo que era dueña de la habitación. Una médica, pues, o una fisioterapeuta; tal vez prescindieran de los uniformes durante el fin de semana. Llevaba la falda justo por encima de la rodilla. Pese a calzar unos zapatos con poco tacón, era casi imposible no fijarse en sus alargadas y estilizadas pantorrillas.

—Guert Affenlight.

La mujer le retuvo la mano unos instantes más de lo previsible.

—Una visita personal del rector —dijo con un tono difícil de identificar, situado en algún punto entre la ironía y el asombro—, y por un simple coscorrón en la cabeza. Siempre he sabido que Owen estaba en buenas manos aquí en Westish, pero esto supera mis expectativas.

¿Siempre lo había sabido? Affenlight miró alternativamente a Genevieve Wister y Owen Dunne, que asintió como en respuesta a una pregunta audible.

—Mi madre —aclaró.

—Ah.

Affenlight pensó de pronto que si en ese momento alguien le apuntara con una pistola al pecho y apretase el gatillo, Whitman recibiría el balazo. El librito de tapa verde descansaba sobre su corazón como un fervor oculto y ridículo. ¿En qué había estado pensando para llevarle poemas, unos poemas sobre muchachotes robustos, muchachotes elásticos y flexibles, muchachotes que se ponían a horcajadas sobre tus caderas? No sólo era ridículo; era un delito.

Mientras se planteaba esto, se sumió en el desánimo por verse privado de la ocasión de leerle unos poemas a Owen. Se había pasado toda la mañana soñando con ello. Pero ¡Whitman! ¿En qué estaba pensando? Leer en voz alta rayaba ya en la intimidad, una voz, dos pares de oídos, palabras bien compuestas… tampoco era necesario forzar la suerte hasta ese punto. Debería haber llevado Tocqueville. O William James. O Platón. No, Platón no.

Apartó la mano y obsequió a Genevieve Wister con su sonrisa más encantadora, la destinada a granjearse la voluntad de las madres. Aun así, sentía cierto nerviosismo, como si se dirigiese a una anciana con autoridad y no a una persona doce o quince años más joven que él.

—El apellido me ha despistado —dijo a modo de disculpa.

—Cuando me divorcié del padre de Owen, decidí que «Owen Wister» no era muy buena idea.

—Ah —dijo Affenlight como un tonto. ¡Qué cosas tan extrañas tenía el amor! Conocías a una criatura dolorosamente hermosa, una criatura demasiado bien formada para haber surgido de un espermatozoide y un óvulo y todo ese imperfecto proceso tan susceptible de errores, y de pronto conocías a su madre.

—Tengo una buena noticia —anunció Owen—. Hoy recupero la libertad.

—Ya no tendrá que venir tan lejos para visitarlo, rector Affenlight —bromeó Genevieve.

—Estupendo. Me parece una noticia estupenda.

Cuanto más los miraba, más percibía el parecido entre madre e hijo. Al principio, los distintos tonos de piel lo habían confundido. El de Owen, salvo por sus magulladuras multicolores de un brillo metálico, se aproximaba al del propio Affenlight, aunque éste tendía a rubicundo y aquél a ceniciento. Genevieve, en cambio, tenía una tez en extremo oscura, como suele encontrarse en África Occidental. «Owen es negro», pensó. En realidad, eso él ya lo sabía, claro, pero se hizo evidente al ver a su madre.

Los rasgos de Genevieve eran más marcados, más vigorosos que los de su hijo, pero ambos tenían unos ojos oscuros casi idénticos, y las mayores semejanzas se hallaban en el cuerpo: los mismos hombros ligeramente caídos, las mismas extremidades delicadas, los mismos dedos largos y elegantes. La manera en que ella se sentó en el borde de la cama y le indicó a Affenlight que ocupara la silla extendiendo la palma con un movimiento parco y enérgico podría haber sido algo aprendido después de incontables horas observando a su hijo. O viceversa, claro.

—No puedo entretenerme —dijo Affenlight—. Sólo me he pasado por aquí un momento para asegurarme de que Owen estaba bien atendido. —Dirigió una sonrisa solícita a Genevieve—. Y salta a la vista que lo está.

—Es muy amable de su parte mostrar tanto interés —comentó ella.

—Es un placer. —Y sacó su pañuelo para enjugarse la frente. No se había sentido tan violento en presencia de otras personas desde… desde la noche anterior con Henry, en la habitación de Owen. Pero antes de eso hacía mucho tiempo.

—¿Me permitiría ofrecerle una pequeña muestra de mi agradecimiento? Owen y yo estaríamos encantados si cenara con nosotros.

—Ah, me es imposible —se apresuró a contestar Affenlight, pero quizá eso rayara en la descortesía—. Mejor dicho, me encantaría, y le estoy muy agradecido por su amabilidad, pero lamentablemente… bueno, no, lamentablemente no, claro… mi hija acaba de llegar de San Francisco. De hecho —lanzó un vistazo a su reloj—, ya llego tarde a…

—¿Su hija? ¡Perfecto! Pensaba que iba usted a poner como excusa un compromiso de trabajo. Podemos cenar juntos los cuatro. Invito yo.

¿Por qué, por qué no había pretextado un compromiso de trabajo? Affenlight apeló en silencio a Owen, pero éste, recostado en las almohadas, parecía tan entretenido y distante como si viera una película.

—Mi madre no viene aquí todos los días —señaló.

Genevieve asintió.

—Soy alérgica al Medio Oeste.

—Mi hija también —admitió Affenlight, y algo en su tono (él mismo lo percibió tanto como los otros dos) dio a entender que aceptaba la invitación—. Hay un restaurante francés cerca del campus —añadió—. El Maison Robert. No es muy refinado, pero se come bien.

—Estupendo —dijo Genevieve.

Cuando Affenlight se dirigió lentamente hacia la puerta, ella se levantó y tendió las manos haciendo ademán de abrazarlo. Él intentó minimizar el contacto y convertirlo en un amago de abrazo, pero ella lo estrechó con actitud de familiaridad. Whitman quedó atrapado entre los pechos de ambos.

—¿Y eso qué es? —preguntó Genevieve, soltándolo y golpeteando la tapa del libro a través del abrigo del rector.

—Nada —contestó él de inmediato—. Sólo un poco de material de lectura.

—¿Puedo? —Genevieve era a todas luces una de esas personas a quienes no les molestaba el contacto físico con otros. Antes de que Affenlight pudiera apartarse, metió la mano por debajo de su solapa y sacó el libro—. Owen, mira. Walt Whitman, tu preferido.

—Whitman no es mi preferido —repuso el muchacho—. Es demasiado gay.

—Bah, venga —respondió ella, haciendo un gesto de rechazo con la mano con que sostenía el libro. Affenlight se planteó arrebatárselo, pero ya era tarde—. Antes te encantaba Whitman.

—Sí, claro, a los doce años. —Owen lanzó una mirada al rector—. Whitman atrae a los gays recientes. Es como una droga introductoria para luego pasar a cosas más fuertes.

—Estoy segura de que atrae a toda clase de gente —señaló Genevieve—. Es el poeta de la democracia.

Owen levantó la comisura ilesa de los labios en una sonrisa.

—¿Así lo llaman ahora?

En ese momento Affenlight necesitaba un cigarrillo más que en los tiempos en que fumaba medio paquete al día. ¿En qué año prohibieron definitivamente fumar en los hospitales? ¿Y qué pasaba si lo hacías de todas formas? Deseaba y a la vez no deseaba que Owen lo descubriera —como había ocurrido con aquella foto obscena en el portátil de Owen, la posibilidad de ser descubierto confería a todo un cariz más real, más emocionante y aterrador—, pero lo que desde luego no quería era que lo descubriese delante de su madre. Affenlight se alegró del comentario de Genevieve sobre el poeta de la democracia, porque si no él habría dicho eso mismo, o algo parecido, y se habría sentido un estúpido.

—Durante toda la secundaria Whitman te encantaba —afirmó Genevieve—. ¿Cómo decía aquel del árbol? ¿El roble? —Abrió el libro y empezó a examinar el índice.

—Por favor, guarda eso —pidió Owen como si se tratara de un pañal sucio. Tosió y, evitando en la medida de lo posible mover el lado de la boca tirante a causa de las costras y adormecido por los calmantes, empezó a declamar el poema con cuidado—: «Vi en Louisiana crecer una encina, / se erguía sola y el musgo colgaba de sus ramas…».

Affenlight sintió una creciente serenidad al oír la voz de Owen recitar esas palabras que tan bien conocía. Se pasaba una parte tan grande de su vida leyendo, que tenía sentido no hacerlo solo. Y ese poema siempre le había encantado; había admirado en el narrador exactamente lo que éste admira en la encina, la independencia manifiesta, incluso cuando el narrador insiste en su profunda dependencia de los amigos.

A mitad del poema, Owen se interrumpió.

—Ay —dijo—. Qué cabeza la mía…

Affenlight no pudo evitarlo. Se aclaró la garganta y prosiguió allí donde Owen lo había dejado, trabándose sólo cuando llegó a la expresión «amor viril».

—«A pesar de ello —terminó, incapaz de contener su tendencia a darle un tono oratorio más elevado—, y aunque la encina brilla ya en Louisiana solitaria en medio de un vasto claro, / echando alegres hojas durante toda su vida sin un amigo o amante cercano, / sé muy bien que yo no podría imitarla».

—Bravo —dijo Genevieve, y le devolvió el libro.

Affenlight sonrió tímidamente. Se sintió bien y puesto en evidencia a la vez, un poco ruborizado o, por así decirlo, «encendido». Se detuvo a pensar un momento en el sentido de la palabra «encendido»: uno está encendido cuando se siente feliz o se siente avergonzado, y encendido está el fuego cuando tiene llama y puede quemarnos. Miró a Owen para ver qué opinaba de su recitado, pero el chico tenía los ojos cerrados, no en actitud de soñolencia, sino como Sherlock Holmes en la ópera, aguzando el oído, con una leve sonrisa en los labios.

—Bien —dijo Affenlight—, creo que será mejor que me marche. Ya nos veremos esta noche, con Pella.

—Qué nombre tan bonito. —Genevieve le cogió las manos afectuosamente en un gesto de despedida—. ¿Quién sabe, O? Tal vez esta Pella Affenlight sea tu mujer ideal. Desde luego, tiene un padre la mar de apuesto.

—No me hagas reír —dijo Owen con los ojos todavía cerrados—, que me duele la cara.