Mientras los Arponeros bajaban del autobús, uno tras otro dieron una palmada al aislante de goma negra en lo alto de la puerta para darse suerte. Tras un desplazamiento de cuatro horas hacia el sur, el tiempo había cambiado: los pájaros gorjeaban y un olor a tierra primaveral impregnaba el aire. Loondorf empezó a estornudar. Las nubes se dispersaban y se encogían, y entre ellas se veían franjas veteadas de un azul como el de una tela lavada a la piedra. Los jugadores del Opentoe, con sus raídos uniformes marrón y verde, marcaban con cal las líneas de falta y rastrillaban los recorridos entre base y base como viejos colonos.
—El mismo Opentoe de siempre —observó Rick O’Shea, rascándose la incipiente barriga de bebedor de cerveza, mientras intentaba quitarse el sueño de los ojos con un parpadeo—. Las mismas camisetas espantosas.
Starblind asintió.
—Los mismos capullos.
El Opentoe College tenía una especie de misión evangélica que conllevaba una amabilidad perpetua y uniformes irremediablemente pasados de moda. Los Arponeros los detestaban por eso. Era desquiciante que el único centro universitario de la UMSCAC que gastaba menos dinero en su programa de béisbol que Westish siempre consiguiera vencerlos. Los jugadores del Opentoe nunca soltaban un juramento. Si conseguías una base por bolas, el primer base decía: «Buen ojo». Si lograbas llegar a la tercera base con un triple hit, el tercera base decía: «Buen batazo». Sonreían cuando iban por detrás en el marcador, y cuando iban por delante se los veía pensativos y un poco tristes. Su equipo se llamaba los Santos Poetas.
Normalmente, el equipo iniciaba los ejercicios de calentamiento con una serie de estiramientos de yoga dirigidos por Owen. Ese día lo sustituyó Henry, que omitió la retahíla de comentarios de Owen («Imaginad que se os han disuelto los hombros, eso no, dejad que se disuelvan por completo…») y pasó, sencillamente, de un estiramiento a otro. Los Arponeros lo imitaron de forma mecánica mientras escrutaban las gradas. No había chicas. Opentoe andaba flojo de chicas, pero no paraban de llegar ojeadores, cada uno anunciándose como tal por medio de su ordenador portátil, o bien de su puro, según la generación, y estrechando la mano a los otros ojeadores.
Después de los estiramientos, Arsch acompañó a Starblind al bullpen, el área de calentamiento de los lanzadores, para empezar a aflojar los músculos con vistas a los lanzamientos. El resto de los Arponeros se dirigieron al trote a sus posiciones para los ejercicios de cuadro y exteriores. Schwartz, que reservaba su cuerpo para los partidos entrenando lo menos posible, se retiró a la caseta. Ése iba a ser un día largo: con las prisas por marcharse de casa, se había olvidado del Vicoprofen. Como un verdadero adicto, vació la bolsa, los bolsillos laterales y todo lo demás, desparramando el contenido sobre el banco. El registro dio como resultado dos Sudafed desportillados y mugrientos, tres Advil y un prometedor comprimido esférico que resultó ser una pastilla de menta. Se lo metió todo en la boca —al diablo con los gérmenes— y lo tragó ayudándose con un sorbo de Mountain Dew caliente.
Luego fue al bullpen con parsimonia para comprobar la evolución de Starblind. La bola golpeó el centro del guante con una sonora detonación.
—¿Cómo va la cosa, Carne?
—El chico está a tope, Mike. A tope de verdad.
—¿En bola curva?
—A tope.
—¿En semirrápida?
—Una tras otra —declaró Arsch—. Está a tope con todas.
Después de unos lanzamientos más, Starblind se acercó a ellos haciendo girar el brazo derecho en círculos rápidos y frenéticos. Starblind entraba en un estado de locura, casi de aislamiento mental, cuando lanzaba. Si uno no lo conocía, creía que se había metido una carretada de coca.
—Míralos —refunfuñó, señalando con la cabeza a los ojeadores, que seguían llegando.
Schwartz se encogió de hombros.
—Esto será así el resto de la temporada. Ya puedes ir acostumbrándote.
—¿Acostumbrarme a qué? —repuso Starblind con desdén—. Esos tíos sólo tienen ojos para Henry. Por más que yo eliminara a veinte bateadores por strike, a ellos les importaría un carajo.
—A mí no me importa un carajo —dijo Schwartz sin levantar la voz.
Cox reunió a los Arponeros.
—Éste será el orden de bateo: Starblind, Kim, Skrimshander; Schwartz, O’Shea, Boddington; Quisp, Phlox, Guladni. No le peguéis a la primera que venga, estad atentos. Mike, ¿algo que añadir?
Schwartz no sólo se había olvidado las pastillas, sino que tampoco se había acordado de elegir una frase. Eso era lo que pasaba cuando salías con una chica la noche anterior a un partido. Tendría que improvisar. Se inclinó hacia el centro del corrillo y examinó a sus compañeros de equipo, poniéndolos a prueba uno por uno con una pobre versión de La Mirada.
—Brook —dijo, fijando la vista en Boddington, uno de los pocos alumnos de último curso en el equipo—. ¿Cuál fue nuestro registro de partidos perdidos y ganados en tu primer año?
—Tres y veintinueve, Mike.
—O’Shea. ¿Y en el tuyo?
—Hum… ¿diez y veinte?
—Más o menos. ¿Y el año pasado? ¿Jensen?
—Dieciséis y dieciséis, Schwartzy.
Schwartz asintió con la cabeza.
—No lo olvidéis. Que no lo olvide nadie.
Miró alrededor e intensificó La Mirada hasta cinco en una escala del uno al diez. Miró a Henry y Henry lo miró a él, pero no se produjo ningún intercambio de provecho. Schwartz se quitó la gorra y se enjugó la frente. Se sentía un poco flojo, un poco raro, como si estuviera representándose a sí mismo en televisión. Dentro de la cabeza oía las reverberaciones de su propia voz.
Pero la tropa asentía, atenta, todos con expresión de sobria determinación: les encantaban las incendiarias arengas de Schwartz. Vivían esperando ese momento. Las imitarían delante de sus nietos. Schwartz continuó:
—Todas esas temporadas de derrotas. Y no sólo las nuestras. También las de quienes nos precedieron. Ciento cuatro años de béisbol, y el Westish College jamás ha ganado un campeonato. Jamás.
»Ahora somos un club de béisbol distinto. Estamos en once y dos. Tenemos todo el talento del mundo. Pero fijaos en esos tíos de la otra caseta. Venga, fijaos en ellos. —Esperó a que todos miraran—. ¿Os creéis que a esos tíos les importa nuestro registro? Nada más lejos. Piensan que van a arrollarnos, porque somos del Westish College. Ven este uniforme y les brillan los ojos. Consideran que este uniforme da risa. —Schwartz se dio una fuerte palmada en el pecho, donde el solitario arponero azul estaba en la proa de su barco—. ¿Esto da risa? —gruñó, y añadió unas palabrotas—. ¿Da risa? —Suavizó la voz en preparación para el desenlace; era importante variar el volumen y la cadencia—. Enseñémosles algo sobre este uniforme. Enseñémosles algo sobre el Westish College.
Escrutó a sus compañeros; apretaban los dientes y dilataban las aletas de la nariz. En su mayoría tenían los ojos ocultos tras gafas de sol, pero en su expresión se adivinaba que estaban decididos a ir a por todas. Hasta él se animó un poco.
Henry extendió una mano enguantada hacia el centro del corrillo, con la palma hacia abajo. Todo el mundo lo imitó.
—Owen a la de tres —dijo—. A la de una, a la de dos y a la de tres.
—¡Buuuda!
Starblind se adjudicó una base por bolas, Sooty Kim se sacrificó para que él llegara a la segunda, Henry tocó una base mediante un directo que le pasó rozando la oreja al lanzador. Schwartz la mandó a la luna en la zona centroizquierda. El campo del Opentoe no tenía valla exterior en el sentido habitual, sino sólo una alambrada lejana que lo separaba del campo de fútbol. Un hombre más rápido o mejor medicado habría llegado a la tercera o incluso anotado una carrera, pero Schwartz sólo consiguió trotar hasta la segunda, llevarse las manos a los riñones y quedarse allí con una mueca de dolor. Rick y Boddington, por su parte, fueron eliminados. Dos a cero, Westish.
Carne tenía razón. Starblind estaba a tope con sus lanzamientos, Schwartz nunca lo había visto así. Las únicas bolas devueltas fueron en forma de débiles globos o golpes con ligero efecto dirigidos hacia el lanzador. Schwartz oyó maldecir entre dientes a un par de Santos Poetas tras sus fallidos intentos de bateo. Las maldiciones eran distintas de las de él, pero las corrientes que se percibían por debajo de esos «caramba», «córcholis» y «atiza» eran igual de lúgubres. Enseguida recuperaban la alegría en la mirada, ya fuera porque los rodeaba un mundo de hazañas y milagros aun cuando perdían, ya porque jugaban contra el Westish y por tanto estaban destinados a ganar.
Entre un lanzamiento y otro, Schwartz dirigía miradas furtivas al numeroso grupo de ojeadores, sentados de tres en fondo detrás del receptor, todos con sus gafas de sol envolventes a fin de ocultar sus pensamientos. Si no había al menos uno por cada equipo importante de la primera división, cerca andaban. Casi deseó que Starblind no lanzase tan bien, para que los Poetas pudieran devolver más bolas y Skrimmer exhibiera su juego defensivo.
Por fin, en la segunda mitad de la cuarta un bateador del Opentoe logró colocar una bola baja en el hueco entre el parador en corto y el jugador de tercera base. Henry saltó hacia ella con su característica rapidez y la atrapó limpiamente de revés. Pero cuando plantó los pies para lanzar, la bola pareció quedársele pegada al guante. Tuvo que obligarla a salir, y la bola voló a baja altura y alejada de la almohadilla. Rick O’Shea se estiró cuan largo era, la rescató de la tierra y levantó el guante para enseñarle al árbitro que tenía la bola.
—¡A salvo!
—¡Cómo! —Rick, furioso, saltó como si lo hubiera picado una avispa—. ¡La he cogido! —exclamó, agitando la bola—. ¡La he cogido limpiamente!
El árbitro negó con la cabeza.
—Has sacado el pie de la almohadilla.
—¡Qué va!
Schwartz no sabía con seguridad si Rick había mantenido el pie en la almohadilla o no. Normalmente no habría protestado, pero Rick se mantenía en sus trece, y si el corredor estaba a salvo, la jugada contaría como error. La racha de Henry habría terminado, el récord de Aparicio quedaría imbatido. Se volvió hacia el árbitro de meta.
—¿Tú lo has visto, Stan?
—La decisión no me corresponde a mí.
—Aquí el responsable final eres tú.
Stan negó con la cabeza.
—Enseguida vuelvo.
Mientras Schwartz se dirigía hacia él, el árbitro de campo retomó su postura en cuclillas, con las manos en los muslos y la mirada fija en la meta, como si estuviera a punto de realizarse el siguiente lanzamiento. Era su manera de decir «no te acerques a mí». Schwartz se acercó.
—Revisión de jugada.
El árbitro mantuvo las manos inmóviles sobre los muslos, haciendo caso omiso de Schwartz con expresión seria.
—Stan me ha dado permiso para venir hasta aquí —añadió Schwartz.
—Me alegro por él.
Schwartz lanzó una mirada hacia Henry, que, con la cabeza gacha, muy concentrado, alisaba la tierra con un pie.
—La ha atrapado antes de que el otro llegara —dijo.
El árbitro permaneció acuclillado, la mirada al frente.
—Enderézate y háblame como un hombre —exigió Schwartz.
—Cuidado con lo que dices.
—Ten cuidado tú. Has metido la pata y lo sabes.
—No sé quién te has creído que eres, muchacho, pero más te vale que cuando acabe de contar hasta uno, te hayas ido de aquí.
—¿Muchacho? —repitió Schwartz. Bajó el mentón para fijar la mirada en los ojos acuosos de aquel hombre patético e inepto.
Bien porque el árbitro lo hiciera a propósito, bien porque balbuceó al hablar, nervioso al ver los ciento diez kilos de Schwartz cernidos sobre él, o bien porque sencillamente esas cosas eran inevitables cuando dos caras se acercaban tanto, el caso es que una gota de saliva saltó de su boca y fue a parar a la mejilla de Schwartz. Una nube roja envolvió a éste. No debería haberle hablado a Henry de la facultad de Derecho.
—Gilipollas de mierda —dijo con voz sibilante—. Tu trabajo de verdad te jode, tu mujer no, así que vienes aquí y mangoneas a un puñado de universitarios los fines de semana para sentirte todo un hombre, un puto hombre de pelo en pecho, un puto hombrecillo, ¿y encima ahora me escupes? ¿Tienes idea de con quién te la juegas? Voy a hacerte pedazos, voy a hacerte pedazos y comerme tus putas…
En ese punto lo interrumpió el entrenador Cox. Sujetándolo por la cintura, tiró de él para sacarlo del campo, masticando serenamente su chicle mientras Schwartz se revolvía y seguía despotricando contra el árbitro. Éste jugueteaba con su marcador de strikes y fingía no escuchar. Schwartz calló en mitad de una frase. La nube roja que flotaba detrás de sus ojos empezó a disiparse, y se preguntó qué había dicho. Naturalmente, lo habían expulsado. Lanzó una mirada a Henry, que respondió con un leve encogimiento de hombros. Schwartz no debería habérselo dicho, no justo antes de un partido.
Desvió la mirada hacia el marcador situado en el campo derecho. Allí estaba, clara como el día, la luz verde parpadeando a lo lejos debajo de la letra E. Alguien pronunció unas palabras por el altavoz anunciando el final de la racha de partidos sin errores de Henry. La multitud entera, incluidos los ojeadores y los jugadores de ambos equipos, se levantaron a una y empezaron a aplaudir.