Pella era consciente de que había dormido muchas horas. El reloj de la mesilla —del lado de Mike— marcaba la 1.33, y la luz del día entraba a raudales por la ventana sin cortinas. Le resultaba agradable y a la vez inquietante pensar dónde había estado su mente durante las últimas doce horas o más. Deseó saber exactamente cuándo se había dormido, para tener constancia de su logro, cuantificar su viaje: ¡he dormido desde tal hora hasta tal otra!
No encontró a Mike por ninguna parte, y no recordaba su marcha. Tampoco había tomado somníferos, sino sólo media botella de vino, un poco más de la cantidad máxima que recomendaban los médicos. Fue al cuarto de baño, que estaba sorprendentemente limpio, al menos en comparación con el resto de la casa, orinó y, por curiosidad, abrió el armario que había encima del lavabo: sólo contenía una barra de desodorante, una pomada para el pie de atleta y un tubo de dentífrico. Asombrosas criaturas, los hombres. Descorrió la cortina de la ducha y encontró, dentro de la elegante bañera antigua con patas de garra, un maltrecho barril de cerveza con la tapa metálica enmohecida. Al menos tenían cortina de baño.
Habría sido un detalle que Mike dejara una nota —«¡Enseguida vuelvo!»—, pero no había visto ninguna en el dormitorio, ni en la cocina. Bueno, daba igual. Podía soportar esa omisión, teniendo en cuenta su gentileza al permitirle, a ella, prácticamente una desconocida, quedarse frita en lo que sin duda era el centro exacto de su pequeña cama, de modo que él había tenido que arrimar su enorme cuerpo a la pared.
En la encimera de la cocina, detrás de un puñado de notas pegajosas y dispersas y libros abiertos boca abajo, había una cafetera. La jarra de cristal no contenía más moho de la cuenta. Decidió prepararse una taza y bebérsela allí, antes de volver a casa de su padre, que probablemente estaría hecho una furia; no le había dicho que pasaría la noche fuera.
En la despensa, entre envases de cereales tamaño familiar y frascos descomunales de algo llamado SuperBoost 9000, encontró filtros y una lata de dos kilos de café sin marca. Todo a granel: ésa parecía ser la filosofía de Mike Schwartz. Los Affenlight, en cambio, eran unos esnobs del café. Retiró la tapa de plástico y olfateó el café, si es que podía llamárselo así: era del color marrón claro de las virutas de madera, pero menos fragante. Tendría que conformarse.
Vació el café viejo en el fregadero, donde se diluyó en el agua turbia, derramándose por los bordes de los platos apilados. De momento todo iba bien. Pero cuando intentó enjuagar y rellenar la jarra de cristal, no pudo colocarla bajo el grifo. Intentó apartar los platos para facilitar el acceso, pero la pila formaba una pirámide precaria, tipo torre Jenga, con vasos en lo alto, y temió que la vacilante construcción se viniera abajo.
En realidad, lo que debía hacer era lavar los platos. De hecho, sentía un intenso deseo de lavarlos. Empezó a amontonarlos en la encimera para llenar el fregadero de agua. Lo que estaba más abajo daba asco: platos con restos de comida reblandecida por el agua, vasos con una capa de espuma bacteriana. Pero eso sólo avivó su deseo de convertirse en la conquistadora de tanta mugre. Quizá se entretenía adrede, porque no quería enfrentarse a su padre después de haber pasado la noche fuera de casa.
Mientras echaba detergente líquido bajo el chorro de agua caliente, una objeción cruzó su mente: ¿qué pensaría Mike? Lavarle a alguien los platos constituía un gesto amable, pero también podía interpretarse como una reprimenda: «¡Como nadie más limpia esta pocilga, la limpiaré yo!». De hecho, alguna versión de esa interpretación era inevitable. Cerró el grifo. Incluso si ella y Mike llevaran meses saliendo, lavar los platos sin incitación alguna podría considerarse extraño. Una intromisión. Una conducta dominante. A menos que ella misma los hubiese ensuciado: eso sería distinto. En tal caso debería lavarlos, y no hacerlo plantearía sus propios problemas.
Los platos, sin embargo, no eran suyos, y Mike y ella no estaban saliendo. Ni siquiera se habían besado. Por tanto, lavarlos sólo podía considerarse un gesto extraño, neurótico, invasivo. El compañero de casa de Mike —el Sr. Arsch, según el buzón— lanzaría una mirada al orden que ella había impuesto y diría algo mordaz, del tipo «Tío, ¿ésa es una psicópata o qué?». Y Mike se encogería de hombros y nunca más volvería a llamarla.
Bajó la mirada hacia las burbujas blancas. El vapor se elevaba del agua, le acariciaba las mejillas y el mentón. Apoyó la mano en el grifo, caliente al tacto. Deseaba lavar los platos a toda costa. Una noche, ya tarde, no mucho después de trasladarse a San Francisco, había sentido el deseo de partir en dos un aguacate un poco blando y frotar el hueso con las manos. Fue un deseo como el que produce el éxtasis, pese a que no había tomado éxtasis. Obligó a David a llevarla a tres supermercados para buscar el aguacate que necesitaba. Le dijo que tenía antojo de guacamole: un capricho más aceptable, aunque no mucho más. Por suerte, él se durmió mientras ella deslizaba el hueso viscoso entre sus palmas, fingiendo que preparaba guacamole. A la mañana siguiente, después de enterrar las mondas y la pulpa verde amarillenta en el cubo de la basura, afirmó que se lo había comido todo. Todavía no sabía cómo se preparaba el guacamole.
Ese episodio destacaba en la mente de Pella como la cota máxima en lo que a deseos menores pero irresistibles se refería, y ahora su deseo de lavar aquellos platos era aún mayor. Le parecía estar viendo el blanco del fregadero recién restregado con lejía, las filas de cazos puestos a secar boca abajo en la encimera. Quizá el Sr. Arsch no pensase que era una psicópata, después de todo. Quizá se alegrara incluso. ¿Quién no querría tener una criada gratis? Quizá el Sr. Arsch estuviera triste, como lo había estado ella, y por eso reinaba tal desorden en la cocina. Quizá un fregadero bien limpio sería el estímulo que él necesitaba. La dejadez guardaba una estrecha correspondencia con la desesperación: la incapacidad de ejercer una influencia sobre el entorno, etcétera. Y hablando de desesperación, aún no había tomado su píldora celeste. Al cabo de cinco minutos probablemente tendría la cabeza como un bombo. Más le valía disfrutar del respiro mientras durase.
Mientras estos pensamientos se arremolinaban en su cerebro reanimado por las horas de sueño, había fregado varios platos y los había puesto a secar en abanico sobre la encimera. Un puñado de cubiertos la llamaba a gritos. Fuera cual fuese la represalia que la esperaba, no se dejó más opción que acabar de lavarlo todo. Introdujo la esponja entre las púas de los tenedores y restregó.
Cuando acabó, estaba sudando, y necesitaba su píldora celeste mucho más que una taza de café. Antes de salir de la cocina se detuvo un largo momento en el vano de la puerta, admirando el fregadero vacío.