Los Arponeros recorrían una carretera en mal estado camino de Opentoe, Illinois, para sus dos partidos consecutivos a mediodía. La mitad del equipo dormía. La otra mitad, con auriculares tamaño disc-jockey sobre las gorras de béisbol, miraba por las ventanillas las tierras de labranza que iban quedando atrás. La temprana luz saturada de neblina se filtraba por los cristales y untaba la insípida tapicería verde oliva de los asientos. A Schwartz le palpitaban las sienes a causa de una semirresaca. Dos botellines de Crazy Horse no formaban parte de su régimen habitual antes de un partido. Aun así, se sentía mejor que el día anterior. Dos partidos ese día, y al otro descanso, y después de eso, quizá, otra especie de cita con quien ya sabía. Procuraba no pensar en ella, ni siquiera en su nombre; deseaba mantener su existencia oculta en el fondo de su mente, como mil dólares de más en la cuenta bancaria. Mal ejemplo: su cuenta bancaria estaba oficialmente kaputt, su tarjeta de crédito a cero después de la cena de la noche anterior. Si quería tomarse un café en una parada de descanso, tendría que pedirle a Henry que se lo pagara. De pronto, Henry podía permitírselo.
Bueno, se concedería una reflexión rápida sobre Pella: para ser alguien que en principio padecía un insomnio atroz, desde luego dormía muy profundamente. Él había olvidado poner su despertador y el despertador de refuerzo del reloj de pulsera, y esa mañana no abrió los ojos hasta que Arsch tamborileó con los dedos en la puerta de su dormitorio y anunció que estaba listo para salir.
Lo que significaba que iban con retraso, porque a Arsch siempre se le pegaban las sábanas. Schwartz, con una contorsión, se zafó del abrazo de Pella, se puso un pantalón de chándal, volvió a meter el uniforme sucio en la bolsa de deporte (los Arponeros se lavaban ellos mismos la ropa, al menos en teoría) y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo para apartar un rizo de los ojos de Pella, sin saber si despertarla o no. Ella no movió un solo músculo. Quizá se quedara allí todo el día, durmiendo y durmiendo, sin más ruido en la casa que su respiración. La idea lo complacía.
Sacó el portátil y abrió el archivo de la tesina. Por primera vez desde que recibió la primera carta de rechazo, se sintió capaz de trabajar.
—¡Instituto! —exclamó Izzy, señalando un edificio alargado y gris de ladrillo con torretas y sin ventanas.
—Instituto —repitió Phil Loondorf.
Steve Willoughby se inclinó por encima del pasillo para echar un vistazo.
—Eso es una cárcel —dijo—. Es un centro penitenciario como que dos y dos son cuatro.
Al pasar el autobús traqueteante por delante del edificio, un cartel con letras mayúsculas confirmó que se trataba del Centro Penitenciario de Wakefield.
—¡No es justo! —protestó Izzy—. ¡Steve ha visto el letrero!
—No es verdad. Fíjate bien. Hay torres para francotiradores.
—¿Y eso qué, tío? En mi instituto también había.
—Eso es un punto para Willoughby —dictaminó Henry.
—Bah, tío. —Izzy se repantigó en su asiento—. El Buda no se lo habría dado.
—Yo no soy el Buda —replicó Henry, y con eso estaba todo dicho.
En ausencia de Owen, el árbitro habitual en el juego Instituto o Cárcel, Henry había accedido a asumir el papel de juez invitado. El estudiante de primero que alcanzara mayor puntuación en el viaje a Opentoe quedaba exento esa tarde de las tareas del cuidado del material.
—Eso significa que el marcador está dos, uno, uno —anunció Henry—. Y cero, ya que Quisp se ha dormido.
—¿Quién es mejor? —preguntó Izzy volviéndose hacia Steve y Loondorf—, ¿Henry o Derek Jeter, de los Yankees?
—Uf. Eso sí es difícil decirlo.
—Yo me quedo con Jeter.
—Henry es mejor en defensa, como mínimo.
—En defensa, desde luego. Pero Jeter es mejor al bate.
—¿Henry dentro de cinco años o Jeter?
—¿Quieres decir Jeter ahora, o Jeter dentro de cinco años? Porque para entonces estará para el retiro.
—Ya está para el retiro.
—Jeter hace cinco años. Henry dentro de cinco.
—¿Estáis mal de la cabeza? —Henry le dio un pescozón a Loondorf—. Cállate de una vez.
—Perdona, Henry.
Todos los que viajaban en ese autobús, de Schwartz al pequeño Loondorf, habían crecido con el sueño de llegar a ser jugadores profesionales. Uno no renunciaba al sueño, no en el fondo de su alma, ni siquiera cuando se daba cuenta de que nunca lo conseguiría. Y allí estaba Henry, haciéndolo realidad. Sólo él se dirigía hacia donde todos ellos, en sus ensoñaciones privadas en los jardines traseros de sus casas, habían pasado la mayor parte de la infancia: un diamante de primera división.
Schwartz, por su parte, había jurado hacía tiempo no convertirse en uno de esos patéticos exdeportistas universitarios que consideran el instituto y la universidad los mejores años de sus vidas. A menos que uno se muriese, la vida era larga, y no tenía intención de pasarse los siguientes sesenta años hablando de los primeros veintidós. Por eso no quería ser entrenador, pese a que era lo que esperaba todo el mundo en Westish, sobre todo los entrenadores. Él ya sabía que era capaz de entrenar. Lo único que había que hacer era mirar a los jugadores y preguntarse: ¿qué historia desea este tío que le cuenten de sí mismo? Y entonces había que contarle esa historia. Con un toque pesimista. Se incluían sus fallos. Se hacía hincapié en los obstáculos que le impedirían triunfar. Eso era lo que convertía la historia en un relato épico: el jugador, el héroe, tenía que sufrir mucho en el camino hacia su triunfo final. Schwartz sabía que a la gente le encantaba sufrir, siempre y cuando tuviese una finalidad. Todo el mundo sufría. La clave residía en elegir la forma de sufrimiento. La mayoría de la gente no podía hacerlo sola; necesitaba un entrenador. Un buen entrenador te hacía sufrir de la manera que mejor se acomodaba a ti. Un mal entrenador hacía sufrir a todo el mundo de la misma manera, lo que lo convertía en un torturador.
Durante los últimos cuatro años, Schwartz se había entregado plenamente al Westish College; durante los últimos tres se había entregado plenamente a Henry. Ahora ambos seguirían adelante sin él. «Gracias por todo, Mikey. Ya nos veremos». Después del draft, Henry tendría alrededor gente de sobra para decirle qué debía hacer. Un agente, un director deportivo, una legión de entrenadores, preparadores físicos y compañeros de equipo. Ya no necesitaría a Schwartz. Y Schwartz no sabía si estaba listo para eso, para que no lo necesitaran.
Izzy, sentado una fila por delante de Henry, se asomó por encima del respaldo para captar su atención.
—Si el año que viene juegas en primera división —musitó—, yo seré el parador titular. Eso molará. Pero tú no estarás aquí.
—No estaré en un equipo de primera —le recordó Henry—. Ni siquiera cerca. Estaré en el equipo filial de Montana o cualquier otro sitio así. Viajaré en un autobús como éste a diario.
Schwartz asintió para sí, complacido por la sensatez de Henry.
—Incluso en las divisiones menores echas un polvo detrás de otro —comentó Izzy—. Y cuando digo uno detrás de otro, lo digo literalmente.
—Qué interesante. —Henry miraba por la ventanilla con expresión distraída, haciendo girar una pelota en la mano derecha.
—Y por otro lado, los tíos quieren liarse a puñetazos contigo. Entras en un bar, y va uno y te atiza con una botella. Lo leí en Baseball America.
—¿Por qué iba a querer nadie pegarle a Henry? —Loondorf parecía dolido.
—Porque es un jugador de béisbol.
—¿Y qué?
—Pues que es un jugador de béisbol, tío. Tiene pasta, cadenas de oro, ropa molona. Lleva una gorra donde pone Yankees y es la auténtica. No la ha comprado en un mercadillo. Entra en un bar y las chicas se vuelven locas. Los tíos se ponen celosos. Quieren tocarle las narices, demostrar que son alguien.
—Quieren cargarse al hombre —apuntó Steve a modo de explicación.
—Eso. Cargarse al hombre.
Loondorf negó con la cabeza.
—Henry ni siquiera va a los bares.
Henry fue a sentarse junto a Schwartz, al otro lado del pasillo.
—Se hace raro no tener aquí a Owen.
Schwartz asintió con la cabeza. Tampoco era tan raro: en el autobús, el Buda se limitaba a leer en silencio y hacía de árbitro cuando surgía alguna que otra disputa en el juego Instituto o Cárcel.
—¿Has sabido algo de las facultades?
—Todavía no.
—Ya podrían darse más prisa.
—Sí, ojalá.
—Llevo semanas cargando con esto. —Henry metió la mano en la bolsa y sacó una botella de bourbon Duckling—. Quería estar preparado cuando llegara la buena noticia.
Un anhelo muy concreto se apoderó de Schwartz: el Duckling era su bourbon preferido y últimamente, desde que no tenía dinero para comprar una botella, le apetecía mucho echar un trago.
—Skrimmer… —dijo, pero no supo cómo continuar.
Henry no tenía documentación falsa, y no vendían Duckling cerca del campus. Debía de haberse tomado considerables molestias.
—Cógela ya —lo instó Henry, poniéndole la botella en las manos—. Estoy harto de cargar con ella de aquí para allá.
—No puedo —dijo Schwartz.
—Considéralo un regalo de la Pascua judía.
—Es jametz.
—¿Cómo dices?
—Si observara la Pascua judía, tendría que tirar eso a la basura. O dejar que me lo robasen los gentiles.
—Ah. —Henry se detuvo a pensar—. En ese caso, considéralo un regalo de graduación por adelantado.
Schwartz empezaba a irritarse. No podía decírselo a Henry en ese momento. Él ya tenía bastantes cosas en la cabeza: un partido sin errores ese día implicaba superar el récord de Aparicio, y por fuerza habría muchos ojeadores en las gradas. En cuanto Miranda Szabo te llamaba por teléfono, eras uno de los grandes, y debías dar la talla.
—No debe de faltar mucho —dijo Henry—. Ya te hablé de Emily Neutzel y Georgetown, ¿no?
Schwartz apretó los dientes. El autobús aminoró la velocidad para desviarse en la salida del Opentoe College. Los demás Arponeros movían la cabeza al son de sus listas de reproducción previas a un partido, acotando sus pensamientos a aquello que los ayudaría a ganar. Henry aún no había soltado la botella.
—Esa botella es cara —dijo Schwartz, malhumorado—. Deberías quedártela.
—¿Qué voy a hacer yo con una botella de whisky?
—Bebértela el día del draft. Celebrar tu fama y tu riqueza recién adquiridas.
El tono de sus palabras distaba de ser el adecuado, era mezquino, y el desconcierto asomó al rostro de Henry. En su cabeza, era Schwartz quien se bebería el bourbon el día del draft, entrechocando su vaso con el batido de SuperBoost de Henry mientras celebraban que los dos se marchaban de Westish a un mundo mejor y más grande. Henry guardó otra vez la botella en la bolsa. Se volvió para mirar por la ventanilla.
«Dios santo», pensó Schwartz. Cada vez que le llegaba una carta debería habérselo dicho a Skrimmer en el acto. Ahora se había metido en una de esas situaciones en las que no era posible ir en una dirección ni en otra. La única razón para no decírselo en ese momento era no distraerlo antes del partido, pero ya lo había distraído con su brusquedad y descortesía. Para eso bien podía aclarar las cosas.
—No me han aceptado. —Lo dijo más apesadumbrado y melodramático de lo que pretendía.
Henry lo miró.
—¿Cómo?
«Esta vez procura quitarle importancia», se dijo Schwartz.
—No me han aceptado.
—¿Dónde?
—En ningún sitio.
Henry negó con la cabeza.
—Eso no puede ser.
—No puede ser. Pero así es.
—¿Te han contestado de Harvard?
—Sí.
—¿Y de Stanford?
Para ahorrarle enumerar la lista completa, Schwartz metió la mano en la bolsa y sacó un fajo de sobres. Henry los pasó uno tras otro. No leyó las cartas; sólo echó un vistazo a los elegantes emblemas junto a los remites, y descartó cada una de las seis universidades. Le devolvió el fajo a Schwartz y lo miró con desolación.
—¿Y ahora qué?
El autobús se detuvo en el aparcamiento de Opentoe. Los Arponeros se levantaron de sus asientos, desperezándose y bostezando.
—Ahora jugaremos al béisbol —respondió Schwartz, tan animoso como le fue posible.