18

Schwartz, despatarrado en el sofá con sus calzoncillos bóxer, abrió el segundo botellín de whisky Crazy Horse. Nunca bebía en plena temporada, y menos en vísperas de un partido, pero ése era un día especial. El día del Ingreso Denegado. Su pene asomaba por la bragueta del calzoncillo. Se lo sacudió unas cuantas veces, pero lo notó insensibilizado, como si perteneciese a otro. A mediados de junio sería una persona sin empleo ni casa, titulado en Historia y con una deuda de ochenta mil dólares en préstamos estudiantiles. El Crazy Horse, por un valor de seis dólares y noventa y cuatro centavos, lo había comprado a cargo de alguna tarjeta en la que aún no había rebasado el límite de saldo. No recordaba la última vez que se había hecho una paja.

Si no salía de casa, acabaría echándole mano a la botella de Smirnoff del congelador. Una idea tentadora, eso de acabar como una cuba, pero el autobús salía para Opentoe a las siete. Levantó la tapa del teléfono móvil por pura costumbre, pero no podía llamar a Henry, no después de dejarlo plantado a la hora de la cena. O mejor dicho, sí podía llamarlo, pero no le apetecía. Apuró el botellín y echó un vistazo a la estantería en busca del listín telefónico del campus. Parecía poco probable que constara el número privado del rector Affenlight. Pero allí estaba, claramente impreso. Una ventaja más de una universidad pequeña de humanidades.

Contestó el propio rector.

—Hola, señor Affenlight. Soy Mike Schwartz.

—Michael. ¿En qué puedo ayudarte?

—En primer lugar, quiero hacerle saber que Owen está mucho mejor. Parece que este fin de semana ya volverá a casa.

—Magnífico. Gracias por ponerme al corriente.

—Y gracias a usted por ayudarnos ayer. —Schwartz se dio cuenta de que articulaba con una precisión exagerada para compensar los efectos del Crazy Horse—. Todo el equipo lo agradeció mucho.

—No tuvo importancia. Además, sólo cumplía con mi trabajo. Buenas noches, Michael.

—También me preguntaba si podría hablar con su hija un momento.

—¿Mi hija? ¿La conoces?

—Nos hemos conocido esta mañana.

—Ah. Pues creo que has acudido al lugar adecuado. Espera un momento. —Se apartó el auricular de los labios—. Pella —llamó—. Al teléfono. —Siguió un silencio durante el que ella dijo algo en respuesta—. No es David —respondió su padre—. Es Mike Schwartz.

Pella cogió el aparato medio segundo después.

—No te has muerto congelado.

—¿Qué tal la natación?

—He aguantado un largo y medio. Luego he tenido que tumbarme en el suelo al lado de la piscina. El socorrista ha venido para practicarme el boca a boca, pero lo he ahuyentado.

—Por lo que se ve, ha sido duro.

—Prefiero empezar poco a poco. Me deja un amplio margen de mejora. —Iba a agregar algo, algo sobre la nieve.

Schwartz apuró el resto de su botellín y la interrumpió.

—Me preguntaba si estabas libre esta noche.

—¿Libre? Cielos, no. Después de un ensayo de canto a capella, me he ofrecido voluntaria para ir al comedor de beneficencia mientras acabo un trabajo sobre el tema de la venganza en Hamlet. Luego mi hermandad ha organizado un encuentro con los Alpha Beta Omegas, mi grupo de apoyo contra la bulimia se reúne para merendar, y después tengo una cita con el capitán del equipo de fútbol.

—El capitán del equipo de fútbol soy yo.

Se produjo un largo silencio.

—Ah, pues en ese caso… ¿a qué hora vienes a buscarme?

—Tienes el espíritu de esta universidad —comentó él mientras le cogía la sudadera y la colgaba de una percha en el pasillo de entrada de Carapelli’s—. Eres una verdadera Arponera.

Pella se miró su atuendo: un polo azul marino de Westish bajo un jersey de color crudo de Westish y los mismos vaqueros que había llevado en el avión.

—Lo siento —dijo—. No había mucho donde elegir en la librería.

—No te disculpes. Estás perfecta.

—Gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante.

—¿Siempre llevas barba?

Mike se tocó la mejilla a la vez que se deslizaba en el asiento del reservado.

—Se supone que es para motivarme —explicó—. Mientras acabo la tesina. En plan «estoy tan ocupado con eso que no tengo tiempo para afeitarme».

—¿Te sirve?

—Últimamente no. Deduzco que no te gustan demasiado las barbas.

Pella se encogió de hombros.

—Mi ex lleva barba.

—David.

—¿Cómo lo sabes?

—He oído que se lo mencionabas a tu padre. Mientras yo hablaba con él por teléfono.

Una mujer se dirigió anadeando hacia su mesa por la alfombra roja y los saludó con los brazos abiertos.

—Chicos, creía que ya no… —Al ver a Pella, soltó un gritito y se volvió hacia Mike como para protegerlo de cualquier mal—. ¿Dónde está mi Henry?

—Henry le envía recuerdos, señora Carapelli —repuso Mike—. Esta noche tenía que estudiar.

—¡Estudiar! Eso no parece propio de mi Henry. —La señora Carapelli dirigió a Pella una mirada desdeñosa, formal, como si dijera «seré tu servidora», al mismo tiempo que deslizaba hacia ella una carta sobre la mesa. Hasta la carta en sí parecía un insulto: a Mike no le dio nada—. ¿Desea usted algo para beber, señorita?

Pella miró a Mike.

—¿Pedimos vino?

—Pues… claro.

—No es imprescindible.

—No, no. Una botella del mejor blanco.

Mike le dio una palmadita en el hombro a la señora Carapelli, quien giró sobre sus robustos talones y se alejó pisando fuerte.

—La señora Carapelli no parece muy interesada en atraer nueva clientela —comentó Pella.

—No te lo tomes como algo personal. Henry y yo llevamos años viniendo aquí todos los viernes.

—Pero esta noche él tenía que estudiar…

Mike plantó un codo en la mesa y se llevó una mano enorme a las entradas del pelo.

—Ahora mismo me cuesta hablar con Henry.

—Cuéntamelo —propuso Pella.

Pero cuando Mike empezó, al principio titubeante, a Pella se le aceleró el corazón de aquella manera espantosa que tan bien conocía. En la barra, una pareja de treintañeros tenía las manos cogidas y las piernas entrelazadas bajo los taburetes. La mujer llevaba un vestido rojo en desagradable contraste con el enorme óleo que, en un recargado marco, colgaba de la pared por encima de sus cabezas; en el lienzo, rojos e intensos dorados aparecían dispuestos en gruesas capas donde la luz se reflejaba como en un Van Gogh malo. Pella sintió que se le formaban gotas de sudor en el nacimiento del cabello. «Ahora no», pensó. Los ataques de pánico venían siendo súbitos e intensos en los últimos meses, y sabía cómo sobrellevarlos, pero aquél no sería precisamente el momento más oportuno. Se planteó disculparse e ir al baño, pero habría sido una descortesía por su parte, ya que Mike estaba en medio de su relato y cada vez más animado, y además el lavabo parecía muy lejos, en el otro extremo del salón, al final de un pasillo, detrás de un recodo y una puerta, y seguro que flotaba en el aire un espantoso olor a cítrico…

Mike había parado de hablar y la miraba, ladeando la cabeza en un ángulo que denotaba preocupación.

—¿Te encuentras bien?

Pella asintió al tiempo que se retorcía las manos bajo la mesa.

—¿Seguro? Se te ve un poco pálida —La miró con aquellos ojos luminosos y apoyó la mano en su brazo, sólo por un instante.

Ella intentó recordar si esa mañana había tomado las pastillas, tanto el anticonceptivo como la azul celeste. Pero la verdad era que había dejado de tomar anticonceptivos hacía muchos meses. «Contrólate, chica».

—Enseguida se me pasa —respondió—. Tú sigue hablando.

Para cuando Mike acabó su Historia de Henry, ya casi no quedaba vino. Se lo veía tan hundido que Pella se sintió mejor, como si un reservado en el rincón de Carapelli’s no tuviera cabida más que para cierta cantidad de angustia.

—Bueno —dijo ella mientras cogía un pequeño cuadrado de una pizza enorme y se lo servía en el plato—. A ver si lo he entendido bien. Desde que conociste a Henry has sido su mentor. Le has enseñado qué debía comer, qué asignaturas debía elegir, cómo pegarle a una bola veloz, o como se diga. Henry no pasa del punto A al punto B sin pensar: «¿Cómo querría Mike que yo hiciera esto?».

—Normalmente lo llamamos bola rápida.

—Bola rápida, bien. Y ahora tus esfuerzos se ven recompensados. Acertaste con ese chico: lo que viste en él hace tres años ahora lo ven todos los demás. Pero, a diferencia de lo que esperabas, eso no te hace feliz. De hecho, empiezas a sentir rencor hacia ese cabrón desagradecido.

Mike arrugó la frente.

—Henry es agradecido.

—Pero no lo suficiente. Sin ti, ahora mismo estaría trabajando en una fábrica. En cambio, está a punto de realizar su sueño. Y para colmo, va a embolsarse un pastón.

Mike apoyó los codos en la mesa y entrelazó las manos bajo el mentón. Para Pella representaba un alivio sentarse frente a alguien dispuesto a mostrarse tan abatido en su presencia sin la menor reserva, como si ella no estuviese allí. David nunca hacía eso; David siempre la miraba fijamente, sondeando, admirando, evaluando, disfrutando. Eso era lo que él llamaba amor.

—Con todo esto me siento como un gilipollas —dijo Mike.

—¿Por qué?

—Porque no me alegro por él.

—Sí te alegras.

—Pero en cierto modo no me alegro, y eso es irracional. Yo tenía un plan para Henry, y ha salido bien. Tenía un plan para mí mismo, y ha salido mal. No debería culparlo a él.

—En fin, los sentimientos no son racionales.

Mike plegó dos porciones de pizza formando una especie de sándwich y se las llevó a la boca. Por lo visto, sus aflicciones no le quitaban el apetito.

—Hablas con alguien que está haciendo un trabajo de doscientas páginas sobre Marco Aurelio.

—¿Qué edad tienes? —preguntó Pella.

—Veintitrés.

—Igual que yo. Y no sólo no iré a la facultad de Derecho este otoño, sino que ni siquiera tengo el título de secundaria. Colgué los estudios cuando conocí a David.

—Amor a primera vista, ¿eh?

Pella se encogió de hombros.

—Eso pensé entonces. Ahora sólo pienso que mi propósito era hacer algo grande. Algo que no hiciera nadie de mi edad. David vino a mi colegio a dar una conferencia. No era un profesor universitario, pero leía griego antiguo mejor que mi profesor. Además, estaba casado, aunque por entonces yo no lo sabía. —Alzó la vista para ver cómo reaccionaba Mike ante la entrada en escena de una esposa.

Mike abrió unos ojos como platos.

—¿David sabía griego?

Ella asintió.

—¿Y tú sabes griego? —preguntó Mike.

—Más o menos.

Él se acarició la barba.

—Uau.

—Fue en el último curso de secundaria —explicó Pella—. Acababan de aceptarme en Yale. Cuando yo era pequeña mi padre daba clases en Harvard, de modo que yo quería ser como él y a la vez fingía ser lo contrario. Antes me preocupaba que no me admitieran. Una vez admitida, sin embargo, empezó a parecerme aburridísimo, ¿entiendes? La mitad de mi clase iba a Yale. Pero un matrimonio con un mal comienzo… eso me ponía al menos cinco años por delante de la media.

¿Estaba divagando? Hablaba tan poco desde hacía un tiempo que le resultaba difícil saberlo.

—David vivía en San Francisco —prosiguió, saltando un poco en el tiempo—. Volví con él y nos trasladamos a un loft que tenía a medio reformar. No me enteré de la existencia de la esposa hasta pasado un tiempo: estaban separados. Para entonces ya me había hecho a la idea de quedarme.

Mike, impresionado, dejó escapar un gruñido.

—¿Y el rector cómo se lo tomó?

—Ya te lo puedes imaginar. Primero me llamaba y me soltaba un sermón, me decía que estaba arruinando mi vida. Después llegó el castigo del silencio, que se prolongó más o menos un año, aunque no estaba claro quién castigaba a quién. Desde entonces me manda una solicitud para entrar en Westish una vez al mes.

—Y ahora estás aquí.

—Y ahora estoy aquí. —Pella lo miró; Mike no apartaba los ojos de ella—. Puede que me quede una temporada.

—Qué bien. Al menos para mí.

Ella golpeó ligeramente la copa de vino vacía con la uña del pulgar. No había comido más de tres raciones pequeñas de pizza. Era la pizza más grande que había visto en la vida, y ni siquiera con las entusiastas acometidas de Mike se la habían acabado.

—¿Es divertida? —preguntó.

—¿Cómo?

—La universidad, quiero decir.

Él se encogió de hombros.

—A mí la diversión me da un poco lo mismo.

Las dos jóvenes camareras parecían hijas de los Carapelli, aunque mientras que la madre era morena y gorda, ellas eran morenas y voluptuosas. Una dejó la cuenta en la mesa al pasar junto a la hilera de reservados para recoger los dispensadores de parmesano y de pimiento rojo seco y triturado. Mike hurgó en su billetero, sacó una tarjeta de crédito azul y la colocó sobre la cuenta. Luego, tras mirar la tarjeta con los ojos entornados en una expresión inquisitiva, sacó otra vez el billetero y la cambió por una gris.

Sonrió valerosamente, pero la tarjeta gris tampoco lo apaciguó.

—Espera un momento —dijo por fin, y salió del reservado llevándose la tarjeta y la cuenta.

—¿Hay algún problema?

—Ningún problema en absoluto —respondió—. Enseguida vuelvo.

Pella deseó esconderse bajo la mesa: no llevaba un centavo, e irreflexivamente había pedido una botella de vino, y para colmo apenas había probado la pizza. Vaya una independencia la suya. Se hundió en el asiento, se ciñó el cuello del polo, comprado, naturalmente, con la Visa de su padre, que en ese momento estaba en el tocador de la habitación de invitados y que fácilmente podría haberse traído.

—La próxima vez pago yo —dijo cuando Mike hubo regresado. Ya había cogido su cazadora y la sudadera de ella—. Eh… esto… me he dejado el monedero.

Mike sonrió.

—No seas tonta. Te he invitado yo.

—Igualmente —insistió Pella. Mike no era un pipiolo, a diferencia de los demás chicos de Westish. Se lo veía joven y viejo a la vez, más o menos como se sentía ella—. Puede que esto te parezca extraño —dijo—, pero hacía una eternidad que no salía con alguien de mi edad.

—¿Y qué se siente?

—No está mal —respondió, mientras metía los brazos en la sudadera, que le sostenía Mike—. Nada mal.

Habían ido al restaurante en coche, aunque sólo estaba a unas diez manzanas del campus: un gesto caballeroso por parte de Mike, para que ella no pasara frío, o quizá sencillamente quería alardear de aquel coche suyo, grande como una barcaza. De regreso, tomó por otro camino, más largo, por la orilla del lago, pasando por delante del faro. Las olas rompían en la orilla, levantando cortinas de espuma. La negrura del agua, que se extendía al norte y al sur hasta donde alcanzaba la vista, se degradaba de forma imperceptible hasta convertirse en el negro del cielo sin estrellas.

—Me había olvidado de lo mucho que se parece al mar —observó Pella, bajando el cristal para olerlo.

—Salvo por la sal.

—Cuando vivíamos en Cambridge, mi padre me llevaba mucho al mar. Siempre encontraba una excusa, incluso en pleno invierno. —Un jirón de bruma entró por la ventanilla abierta, junto con un olor a pescado podrido.

—Debería haberte avisado —dijo Mike—. Es imposible subir ese cristal. Un momento. —Puso la calefacción al máximo y ladeó las salidas de aire hacia Pella. Ya habían rodeado el faro y se dirigían, muy despacio, de vuelta al campus, quedando ahora el lago en el lado de Mike. Pella sintió ese asomo de final triste que siempre la invadía cuando terminaba un viaje al exterior.

—Tenemos tres opciones —planteó Mike—. Podemos ir al Bartleby’s, que es un bar. Podemos ir a mi casa, que está patas arriba. O podemos dar vueltas hasta que mi coche diga basta, cosa que no tardará en suceder.

¿Le parecería a Mike demasiado atrevida, por no decir facilona, si proponía ir a su casa? Pella no sabía cuáles eran ahora las pautas en cuanto a citas en el ambiente universitario, si aceptar dos raciones de pizza y media botella de chardonnay almibarado equivalía a un acuerdo sexual. En todo caso, daba la impresión de que Mike tenía sus propias pautas en ese terreno. Ella no quería parecer una chica fácil o atrevida, pero, al igual que esa mañana en la escalera del CDU, se sentía reacia a separarse de él.

—Voto por tu casa —contestó.

—Considérate advertida.

La casa presentaba la clásica miseria universitaria: cubos de basura en el porche, balaustres rotos en la barandilla. La antepuerta colgaba de una única bisagra; en la tapa del buzón, una cinta adhesiva con los extremos abarquillados rezaba: SCHWARTZ / ARSCH.

—Encendería las luces —dijo él mientras tendía el brazo para cogerla de la mano y guiarla por el salón a oscuras—, pero me da vergüenza.

Pella percibió olor a cerveza rancia y otro hedor nauseabundo, como de leche agria. El parquet pegajoso se adhería a las suelas.

—¿Cómo te las arreglas para ligar viviendo en un sitio así? —susurró.

—No ligo.

Ella hizo la vista gorda ante aquella mentira. Cruzaron un arco de escasa altura para acceder a la segunda estancia, quizá un comedor, aunque la mesa bajo la araña parecía de ping-pong. Allí, el olor dominante —a polvo y a quemado—, aún más fuerte que el de la cerveza, era parecido al que se respira en el sótano de una librería de viejo, de esas donde por veinticinco centavos pueden comprarse ejemplares de bolsillo de El guardián entre el centeno y Corre, conejo y novelas de León Uris.

—Libros —dijo Pella.

—Demasiados.

—¿Qué es ese ruido?

—El chico con quien comparto la casa.

Pella, una vez más, se sintió a la vez mayor y más joven de lo que la situación requería. Se había saltado toda esa etapa de compañeros de piso y tufo a cerveza y muebles del Ejército de Salvación, y desde luego no era algo a lo que uno quisiera volver después de vivir en una casa propia, limpia y bien decorada. Sin embargo, estando allí, con la enorme mano de Mike en torno a la suya, sintió que su esternón se liberaba de una presión padecida durante largo tiempo. Se imaginó escondida en aquel lugar durante un par de años, paseándose entre libros de bolsillo ajados, hasta salir por fin descansada y contenta. Aunque alguien tendría que fregar el suelo.

—¿Crees que se encuentra bien? —preguntó, refiriéndose al compañero.

—Ronca un poco. Ya te acostumbrarás.

—¿Cuándo?

—En unas semanas, como mucho. ¿Quieres beber algo?

—No.

Vieja. Joven. Vieja. Joven. Entraron en una habitación ocupada casi íntegramente por una cama baja, y Mike le soltó la mano para cerrar la puerta. Pella se sentó en el borde de la cama. Un grueso montón de libros resbaló del colchón y cayó ruidosamente al suelo.

—Lo siento —susurró.

—No te preocupes.

Pella se quitó los zapatos, se tendió apoyando la cabeza en la almohada y cerró los ojos. En los últimos cuatro años no había tenido relaciones sexuales con nadie aparte de David, y ya no recordaba la última vez que lo habían hecho. Hacía un año, como mínimo. Si en otro tiempo había sido una chica precoz y promiscua, ya no lo era. El mundo le había dado alcance y adelantado. Cualquier chica de hermandad que se hubiera acostado en aquella cama tendría probablemente más «experiencia», aritméticamente hablando, que ella. Oyó a Mike moverse a tientas en la oscuridad, luego el chasquido de una cerilla. La negrura de detrás de los párpados de Pella adquirió una coloración verdosa.

—Una vela —dijo sin abrir los ojos—. Qué detalle.

—Gracias.

Otro montón de libros fue apartado de la cama, y a continuación sintió que Mike se tendía a su lado. El peso de su cuerpo hundió el colchón, haciéndola girar hacia él. Mike susurró su nombre, lo cual, por alguna razón, a ella le pareció muy extraño. Quizá sólo pretendiera asegurarse de que lo recordaba. Sintió en la frente la suavidad de su barba, más densa, más sedosa que la de David. La llama de la vela parpadeó y flameó. El ronquido se oía levemente a través de la pared. Ella se acurrucó contra el cuerpo de Mike, percibió el olor a sudor de su cuello y se durmió.