17

Affenlight subió la escalera de Phumber Hall manoseando nerviosamente la llave en el bolsillo de su abrigo. El rectorado estaba al lado, en Scull Hall, un edificio casi idéntico en muchos aspectos, con las mismas escaleras gastadas, los mismos rellanos con ventanas de celosía, el mismo olor indescriptible a agua del lago impregnado en la piedra centenaria, pero se sintió a años luz de su casa. Detrás de varias puertas se oía música a todo volumen. Se suponía que los estudiantes estaban cenando, pero dejaban la música encendida de todos modos. Los supervisores tenían que hacer hincapié en la conveniencia de ahorrar energía: debía hablar con el decano Melkin al respecto. Había platos sucios en los alféizares. De las puertas colgaban pizarras blancas con rotuladores negros sujetos mediante cables en espiral. Estaban cubiertas de números de teléfono, citas, indicaciones, todo anotado deprisa. En una habían dibujado con palotes a un hombre y una mujer cara a cara. Una flecha señalaba la erección de él, que le llegaba a la altura del hombro: TESIS, se leía. Otra señalaba el vello negro entre las piernas de ella: ANTÍTESIS. «Bueno —pensó Affenlight—, con eso está todo dicho».

La mayoría de los residentes de Phumber eran estudiantes de primero, todavía exaltados por sus libertades recién adquiridas. La última planta transmitía una mayor sensación de tranquilidad. Sin ruido, sin platos, sin caricaturas vulgares. Sólo dos puertas, una a cada lado del estrecho rellano. Affenlight se acercó a la de la izquierda y llamó con los nudillos. Prefería que Henry Skrimshander no estuviera en ese momento, para quedarse solo entre las pertenencias de Owen —no para fisgar, eso desde luego, sino únicamente para estar allí—, de modo que se alegró al no recibir respuesta. Llegaron voces desde abajo por el hueco de la escalera. Insertó la llave en la cerradura y abrió.

Ciertamente era la habitación de Owen: ordenada y llena de libros, con un ligero aroma a marihuana. En muchos sentidos estaba más arreglada que la de Affenlight: había plantas lozanas, cuadros en las paredes, estilizados aparatos electrónicos plateados. El desorden se restringía a una cama sin hacer.

«No te entretengas —pensó—. Nada de hojear libros. Coge lo que has venido a buscar y vete». Recorrió con la mirada las superficies en busca de unas gafas. Estaba claro cuál era la mesa de Owen: la más ordenada. Cuando se inclinó sobre ella, rozó con la muñeca el ratón conectado al ordenador. Con un ronroneo, la pantalla cobró vida. No pudo evitar mirar. El buscador de internet mostraba la imagen de un hombre de veintitantos años, musculoso, de piel bronceada y untada de aceite, sin un solo pelo, despatarrado en una tumbona de madera, con una mano ahuecada sobre la punta de un pene erecto y descomunal, como si fuera la palanca de cambios del Audi de Affenlight. Cerró el portátil de un manotazo e intentó identificar las hierbas de las macetas dispuestas en el alféizar de la ventana. Menta. Albahaca. ¿Y aquello era tomillo? Sí, tomillo.

El primer sentimiento definible que se abrió paso en su mente fue de decepción. «Owen nunca me deseará —pensó—. Si eso es lo que desea, a mí nunca me deseará». Tal vez había imaginado a Owen como una criatura espiritual, un espíritu puro al que unir el suyo, pero eso no era del todo así, ¿no? Porque Owen, además, tenía un cuerpo y la necesidad de otros cuerpos, y por lo que a eso se refería, ¿qué sentía Affenlight respecto al cuerpo de Owen? ¿Deseaba a Owen de una manera sexual? Porque aquella página web, aquella fotografía, aquello sí era sexual. Aquello era en lo que él se estaba metiendo, o intentando meterse. Tampoco era que Owen lo deseara a él. Pero si Owen llegase a desearlo —si Owen llegara a desear su cuerpo envejecido y blando, estupendo para sesenta años, aceptable para cuarenta, inconcebible para veinte—, cosa que resultaba cada vez menos probable, ¿querría él el cuerpo de Owen a cambio? Creía que sí, había fantaseado con ello, más o menos, pero en comparación con los contornos bien definidos de aquella fotografía, sus fantasías no eran más que caricias y calladas confidencias, ternura y abstracción.

Dos clases de preguntas se agitaban en su cabeza: una tenía que ver con los deseos eróticos de Owen, la otra con los suyos propios. No había establecido un vínculo entre los deseos de ninguno de ellos y el porno duro. Sin embargo, allí estaba aquella página web, allí mismo. Constituía una parte de la vida de Owen, por pequeña que fuese; y ahora, como había incumplido su principio de no husmear, también parte de la suya. Levantó la tapa del portátil, preparado para mirar la imagen y calibrar su reacción. Volvieron a oírse pasos en la escalera, pero esta vez no se detuvieron en el rellano de la segunda planta.

Para cuando Henry llegó al comedor, ya habían recogido el bufet de ensaladas y en la sección de entrantes habían retirado y vaciado las bandejas de acero inoxidable. Encontró un teléfono de la red interna del campus y llamó a Rick O’Shea para preguntarle si le apetecía ir a Carapelli’s.

—Lo siento, Skrimmage —contestó Rick—. Starblind y yo ya hemos cenado. ¿Dónde está el grandullón?

—Trabajando en su tesina.

—Era de prever. Oye, tengo a mi abuela O’Shea en la otra línea. Me está explicando por qué Clinton era un presidente casi mejor que Jack Kennedy. Ya nos veremos mañana a primera hora, ¿vale?

Henry volvió al comedor, donde se sirvió dos vasos de leche desnatada. Tendría que doblar la dosis de SuperBoost y conformarse con eso.

Spirodocus, el cocinero, salió de la cocina acompañado del chacoloteo de sus zuecos de madera, con la mirada fija en su tablilla portapapeles.

—Hola, señor Spirodocus —lo saludó Henry.

Spirodocus apartó de mala gana la vista de la tablilla y tardó un momento en enfocar sus ojos hundidos entre pliegues de grasa. En general no le gustaba hablar con los estudiantes. Pero cuando vio que se trataba de Henry, lo saludó con un movimiento de cabeza.

—Muchacho, ¿cuándo volverás al trabajo?

—Pronto.

Henry casi disfrutaba con su empleo en el comedor. Spirodocus conseguía que muchos estudiantes que trabajaban allí dejaran el puesto ahuyentándolos con sus discursos y diatribas sobre la comida como arte, la cocina como taller, el plato como lienzo, ¿y podía acaso hacerse arte en un lienzo sucio? Pero para Henry esa clase de disciplina encajaba perfectamente con su rutina. Aun así… si salía elegido en el draft, si le pagaban por jugar al béisbol, ya no tendría que hacerlo.

—Creo —añadió.

Los pequeños y negros ojos de Spirodocus se empañaron.

—A ti podría sacarte provecho —dijo. Levantó torpemente una mano para darle unas palmadas en el hombro y añadió—: Tus compañeros son unos idiotas.

De vuelta en Phumber Hall, Henry dejó los vasos de leche en el suelo del rellano de la escalera y hurgó en su bolsa en busca de las llaves. Las encontró y en ese momento advirtió que la puerta no estaba cerrada, lo cual era raro, porque Owen se encontraba en el hospital. Empujó la puerta con la cadera y cogió los vasos. Al entrar en la habitación, percibió un movimiento con el rabillo del ojo. Sobresaltado, dejó caer uno de los vasos, que fue a estrellarse allí donde lindaban la alfombra tibetana de Owen y el suelo de parquet y estalló convirtiéndose en reluciente metralla. La leche salpicó su pantalón de chándal, la silla del escritorio y media alfombra.

—Henry. —El rector Affenlight dio dos rápidos pasos hacia el centro de la habitación—. Dios mío. Lo siento.

—Señor Affenlight. Hola. Lo siento. ¡Menudo susto me ha dado!

—Y no es para menos. —Affenlight empezó a recoger y echar en la papelera los fragmentos de cristal—. Ha sido una estupidez por mi parte.

—Ahora ya no hay nada que hacer, así que… —Henry arrojó la bolsa sobre la cama y cogió una toalla del cesto de la ropa sucia—. Deje, ya me encargo yo. —Resultaba extraño encontrarse al rector en su habitación, pero más extraño aún verlo de rodillas en el suelo, examinando la alfombra en busca de esquirlas invisibles.

—Lo siento mucho —se disculpó de nuevo Affenlight—. Estaba… bueno, verás, esta tarde me han llamado del hospital. Por lo visto, consto en la ficha de Owen como la persona de contacto, porque fui el primero en llegar allí. Necesitan que alguien le lleve las gafas.

—¿Las gafas? Qué raro. Se las he llevado yo mismo antes de ir al entrenamiento.

—Ah. Eso explica por qué no las encontraba.

—Se las he dejado al lado de la cama. O eso creo. Espero que no se hayan caído de la bolsa.

—Estoy seguro de que ha sido un malentendido —se apresuró a decir Affenlight.

Arrodillados uno en cada extremo de la toalla que absorbía la leche, extraían los trozos de cristal de entre las fibras de la alfombra. Henry buscó algo que decir. Affenlight parecía triste, o sentirse solo, o algo, aunque tal vez se debiera sencillamente a la situación, los dos allí encorvados en el suelo.

—La corbata —le advirtió Henry, cuando la punta de la corbata de seda del rector se hundió en un charco de leche.

—¿Eh? Ah. Gracias.

Cuando ya no encontraron más trozos de cristal, Affenlight se puso en pie y se abrochó el abrigo.

—Perdón otra vez por molestarte, Henry. Te debo un vaso de leche.

Al muchacho no se le ocurría nada que decir, pero en cierto modo tampoco quería que se fuese. Quizá no fuera el rector quien se sentía solo; quizá fuera él.

—¿Cómo se dice cuando das por supuesto que otra persona tiene el mismo problema que tú? —preguntó.

—Proyección —contestó Affenlight.

—Eso. Proyección. ¿Alguna vez le ha pasado?

—¿Te refieres a si proyecto mis problemas en otras personas?

—Sí.

El rector sonrió.

—¿Por qué? ¿A ti te pasa?

—Yo he preguntado primero.

—Sí, me ha pasado —reconoció Affenlight—. ¿No nos pasa a todos?

La puerta se cerró a sus espaldas y en la escalera se oyó el sonido de sus zapatos caros.

Henry mezcló la leche que le quedaba con tres medidas de SuperBoost, revolvió hasta conseguir una textura pastosa y se lo comió con una cuchara. No era una gran cena, pero ¿qué se le iba a hacer? Llevaba levantado desde el amanecer y no tenía energía para volver a salir de la habitación. Abrió su libro de física e intentó estudiar, pero lo que veía era la trayectoria de aquella pelota, desde que salía de sus dedos hasta que llegaba a la cara de Owen, una y otra vez. Sonó el teléfono.

—Henry.

—¡Owen! ¿Cómo estás?

—Mucho mejor, gracias.

Henry sabía que Owen diría exactamente eso, al margen de cómo se sintiera, pero de todos modos se alegró de oírlo. Mientras charlaban, notó que Owen no parecía el de siempre: las palabras le salían lentamente, y de pronto olvidaba hacia dónde iba una frase. Sólo se animó cuando Henry le contó su conversación con Miranda Szabo.

—¿Trescientos ochenta mil? —repitió Owen—. Dios mío. Eso es absurdo. Pero tremendo. Es absurdamente tremendo.

—Es lo normal —explicó Henry—. Pero los estudiantes de secundaria suelen recibir más que los universitarios. Tal vez a mi me den doscientos cincuenta mil.

—¿Una prima por tener menos estudios? Nunca he oído nada más ridículo. —Owen estaba exaltándose, con lo que su dicción mejoraba.

—Los estudiantes de secundaria tienen más fuerza a la hora de negociar —dijo Henry—. Pueden negarse a firmar e ir a la universidad.

—¡Bah! Si es por eso, tú también puedes apuntarte a las pruebas de acceso a los programas de posgrado y amenazar con seguir estudiando. Cederán. Ya verás lo pronto que ceden…

—Espera un momento —lo interrumpió Henry—. Tengo otra llamada. —Cambió de línea.

—¿Henry? Soy Dwight Rogner, un ojeador de zona y ojeador de los Cardinals de Saint Louis. El partido de ayer fue magnífico. Me marché antes de que acabase porque me estaba muriendo de frío, pero me he enterado de que igualaste el récord de Aparicio. Enhorabuena.

—Esto… gracias.

—Seré franco contigo, Henry. Te vi jugar el año pasado, y ya entonces me quedé impresionado, pero pensé que aún te faltaban un par de años. Otro de los nuestros te vio el verano pasado y opinó lo mismo. Nuestra idea era esperar a ver.

—Ya. Esperar a ver.

—Luego, hace una semana, un ojeador de Florida empezó a darme la lata. «Dwight, ¿dónde tenías escondido a ese chico, ese tal Skrimshander? Es mejor que Vanee White». —Vanee White, como Henry sabía, era el parador en corto de la Universidad de Miami, elegido para esa posición en la selección ideal a nivel nacional—. Has hecho grandes progresos desde la temporada pasada, Henry, muy grandes. Acabas de cumplir los veinte, ¿no?

—En diciembre.

—Caray, eres un crío. Muchos chicos salen de secundaria con diecinueve años. Eso es fantástico. Tendrás tiempo para desarrollarte. Pero piensa que todavía es pronto y antes del draft pueden pasar muchas cosas. No obstante, te anunciamos desde ya nuestro interés por ti. Nos encantaría verte vestir la camiseta de Saint Louis. Lástima que ya hayamos retirado tu número.

—Lo sé. —Y Dwight sabía que él lo sabía. Por eso él llevaba el número 3, porque Aparicio lo había llevado para los Cardinals durante dieciocho temporadas.

—¿Ya tienes agente? —preguntó Dwight.

—No.

—Verás, en rigor no estoy autorizado a hablar de estas cosas. Pero debes saber, entre nosotros, que nuestra directiva te ve con muy buenos ojos, y buscamos jugadores en condiciones de ser contratados en las primeras rondas, tíos que no pretendan hacer saltar la banca. De modo que tenlo en cuenta cuando elijas un agente. Los agentes demasiado agresivos, como Scott Boras o Miranda Szabo, en realidad pueden echar a perder tus opciones en el draft. No sé si me explico.

—Entiendo.

—No es inusual —prosiguió Dwight— que un equipo y un jugador lleguen a un acuerdo informal antes del draft. Por ejemplo, nosotros podríamos acudir a ti y decir: «Henry, accederemos a elegirte en la primera ronda, en el puesto veintiséis, si aceptas firmar por una cantidad de dinero razonable. Pongamos seiscientos mil, o lo que sea».

Se oía otra vez el pitido de la llamada en espera: Owen, que volvía a intentarlo, pero Henry no tenía previsto moverse de allí.

—¿En la primera ronda? —repitió en voz baja.

—Eso entre tú y yo —respondió Dwight—. Pero sí. En la primera ronda.

—Uau.

—Es algo muy grande para asimilarlo así como así —prosiguió Dwight—. Y resulta un poco prematuro. Aún falta mucho para el draft, y pueden pasar muchas cosas. Pero nuestro director general quería que yo iniciase las conversaciones.

»Éste es el lugar ideal para ti, Henry. Con el debido apoyo, podrías convertirte en el próximo Aparicio. Personalmente, opino que todos los implicados (tú, yo, la directiva) deberíamos hacer lo posible para asegurarnos de que acabas poniéndote la gorra de los Cardinals de Saint Louis.

Henry alzó la mano y se tocó la visera.

—Ahora mismo la llevo puesta.