16

Las quitanieves habían estado trabajando desde el alba y el sol del mediodía era cálido. Las carreteras estaban casi despejadas. Henry llevaba en el coche todo lo que, a su juicio, podía necesitar Owen: libros de texto, gafas de repuesto, jersey rojo.

—Es curioso, ¿no te parece? —dijo—. Me daba miedo lo que pudiera pasar el año que viene, al marcharte tú, y ahora es posible que tampoco yo esté aquí. —Titubeó, lanzó una ojeada a Schwartz y decidió mencionar la idea a la que venía dándole vueltas todo el día—. He estado pensando, y creo que si consigo una buena bonificación por el contrato, como dijo la señora Szabo, podríamos destinarla a pagar tu matrícula en la facultad de Derecho. Así no tendrías que endeudarte más.

Schwartz apretó el volante de tal modo que se le pusieron blancos los nudillos.

—Skrimmer…

—No sería un préstamo. Sería más bien una inversión. Cuando acabes de estudiar, ganarás mucho dinero. Así que podríamos…

—Oye, Henry, ¿cuánto dinero tienes en el banco?

Henry intentó recordar cuánto había gastado en su última compra de SuperBoost.

—No lo sé. ¿Cuatrocientos?

—Entonces eso es lo que tienes. —Rodeando el terraplén de nieve acumulada en el arcén, Schwartz orientó el enorme capó del Buick hacia el aparcamiento del hospital—. Diga lo que diga una agente de altos vuelos.

—Claro —coincidió Henry—. Sólo pensaba…

—Pues no pienses. —Schwartz, soñoliento y atribulado, apagó el motor—. Si te llama alguien más, agentes, ojeadores o lo que sea, diles que hablen con el entrenador Cox. ¿Entendido?

—Claro.

Cuando encontraron la habitación, Owen dormía.

—Está tomando mucha medicación —explicó la enfermera—. Aunque estuviera despierto, sólo diría incongruencias.

Tenía muy hinchado el lado izquierdo de la cara, desde la curva inferior de la cuenca del ojo para abajo. Henry contempló los moretones en pleno apogeo, la desagradable mezcla de violetas, marrones y verdes. Él le había hecho eso a su amigo Owen, que aspiraba el aire con un gruñido ronco; la hinchazón o el pómulo roto le dificultaba la respiración. Henry dejó sus pertenencias al lado de la cama.

Cuando llegaron al entrenamiento, Cox hablaba a gritos con Starblind.

—¡Starblind!

—¿Sí, entrenador?

—¿Te has cortado el pelo?

—Eh… no, entrenador.

—A mí no me vengas con ésas. Te vi ayer tarde a las ocho. Tenías más greñas que un perro.

El entrenador Cox sólo imponía dos reglas a rajatabla: 1) sé puntual y 2) no te cortes el pelo el día anterior a un partido. Un corte de pelo alteraba el equilibrio de un jugador, porque modificaba sutilmente el peso y la aerodinámica de su cabeza. Según Cox, hacían falta dos días para adaptarse. Eso le planteaba un problema a Starblind, cuya extrema sensibilidad a las fluctuaciones de su propio atractivo lo obligaba a realizar frecuentes visitas de urgencia a su peluquero.

—¿Quieres calentar banquillo mañana?

—No —contestó Starblind con semblante hosco.

—Pues después de entrenar haz veinte carreras cortas ida y vuelta. Para enderezar ese equilibrio.

Starblind soltó un gemido.

—Gime un poco más y serán treinta. —Cox le hizo una seña a Henry—. ¿Tienes un momento?

—Claro, entrenador.

Salieron al pasillo.

—Recibí una llamada del presidente de la UMSCAC —dijo Cox—. Por lo visto, la liga quiere dar bombo a eso de tu racha.

—Ah. No hace falta.

—Desde luego que no hace falta. Pero a Dale se le ha metido entre ceja y ceja. Por la publicidad y esas cosas. —Se acarició el bigote y miró a Henry con la expresión de sorpresa que uno adopta cuando va a dar una gran noticia—. Alguien por ahí ha conseguido ponerse en contacto con Aparicio Rodríguez, y él ha dicho que vendría aquí de buena gana.

—¿Aparicio? —musitó Henry—. No hablará en serio.

—Según dice, le gustaría conocer al hombre que ha igualado su récord.

A Henry empezaron a zumbarle los oídos. Aparicio, su héroe, ganador de catorce Guantes de Oro y dos Series Mundiales. El mayor parador en corto de la historia.

—Por lo visto —continuó Cox—, viene a Estados Unidos todos los años por estas fechas para trabajar con los jugadores de cuadro de los Cardinals. Y se ha ofrecido a pasar por aquí antes de volver a Venezuela. Seguramente coincidiría con el último fin de semana de la temporada, cuando juguemos contra Coshwale. —Fijó una severa mirada en Henry—. Ahora bien, no quiero que esto se convierta en una distracción, ni para ti ni para nadie. Si para entonces seguimos aspirando al título, esos partidos contra Coshwale van a ser cruciales.

—No se preocupe. A mí no me distrae nada.

—Lo sé. —Una sonrisa asomó al rostro de Cox—. Te están pasando cosas, Skrimmer. Te están pasando cosas importantes.

Después del entrenamiento, Schwartz y Henry fueron al gimnasio de la cuarta planta del CDU, donde había una jaula de bateo improvisada con una red de nailon. Schwartz llenó la máquina de lanzamiento y luego se colocó detrás de Henry con los brazos cruzados, dejando escapar gruñidos y sonidos guturales, ofreciendo a veces alguna indicación. Henry bateó bola tras bola por el centro de la jaula. Su objetivo, como siempre, era darle de lleno, a fin de devolverla con la misma trayectoria e intentar meterla por la boca de la máquina de lanzamiento, haciendo girar en dirección opuesta los grandes engranajes de goma, como si invirtiese el sentido del tiempo. En cientos de sesiones como ésa nunca lo había logrado, pero seguía creyendo que era posible.

—Caderas —indicó Schwartz.

Ping.

—Así.

Ping.

—No te desvíes.

Ping.

Ping.

Ping.

Todos los viernes después de la sesión de bateo, incluso en plena temporada, Henry y Schwartz iban en coche a Carapelli’s, ocupaban su reservado habitual y comían los aperitivos que les servía la señora Carapelli, seguidos de una pizza especial de la casa extragrande, con ración extra de salsa, queso y carne. Después, mientras Schwartz tomaba a sorbos una cerveza en un vaso largo y Henry un descomunal batido de SuperBoost, hablaban de béisbol hasta que cerraba el local.

Pero esa noche Schwartz se encaminó a pie hacia la casa que Arsch y él compartían.

—¿Adónde vas? —preguntó Henry.

—A casa.

—Pero hoy es viernes.

Schwartz se detuvo y se miró los dedos nudosos. La uña del índice de la mano en que se calzaba el guante presentaba un color negro amoratado; se la había roto al recibir un revés del bate de un jugador de Milford la noche anterior, y no tardaría en caérsele. Se había quedado sin dinero, pero no era ésa la razón por la que no quería ir a Carapelli’s. Lo que menos le apetecía en ese momento era sentarse allí y simular que se alegraba de la inminente fama de Skrimmer. Aún no le había contado lo de Yale. Ni lo de Harvard. Ni lo de Columbia. Ni lo de la Universidad de Nueva York. Ni lo de la Universidad de California.

—Esta noche será mejor que me retire —contestó—. Tengo que darle un empujón a la tesina.

—Ah —repuso Henry—. Vale.

No quería anunciarle lo de Aparicio hasta que llegaran a Carapelli’s, donde habrían podido saborear la noticia como era debido. Pero podía esperar hasta el día siguiente, y así tendría que ser, porque Schwartz ya se alejaba por el aparcamiento con el cuello de la cazadora alzado para protegerse del frío.