Antes de acostarse, Pella había sacado su bañador del cesto de mimbre y lo había extendido en el lado de la cama que antes ocupaba David, como recordatorio de lo que le depararía el día. Se desvistió, se puso el bañador y volvió a vestirse. En realidad no había dormido; eran las tres y media de la mañana, hora de San Francisco. El bañador le iba un poco pequeño —de acuerdo, le iba muy pequeño—, pero era el único que tenía. Volvió la cabeza al pasar rápidamente por el espejo del tocador, calculándole a ese movimiento un tiempo equivalente a un parpadeo. Si nadie la veía, ni siquiera ella misma, daba igual qué aspecto tuviera.
Oyó pasos en la cocina, la protesta de la cafetera exprés al exprimir las últimas gotas, pero era demasiado temprano hasta para cruzar con su padre las cortesías de rigor. Bajó la escalera sigilosamente y salió al patio, donde una nieve espesa y húmeda empezaba a acumularse sobre la hierba. Se puso la capucha y, en un gesto quizá excesivo, ya que no era estrictamente necesario, se ató los cordones de la sudadera con un lazo.
Pella no se metía en el agua desde hacía una eternidad, y sin embargo, al contemplar la posibilidad de instalarse con su padre en Westish, el único pensamiento agradable que asomaba una y otra vez a su cabeza era el de nadar largos al amanecer. En el Tellman Rose había sido nadadora de competición, especializada en mariposa. En las vacaciones escolares, cuando visitaba a su padre, se entrenaba en el CDU a primera hora de la mañana, cuando en la piscina no había nadie más que los hombres mayores, cuyas piernas sin vello asomaban del holgado bañador con ribete. Profesores de ciencias, suponía ella; unos de esos encantadores hombres mayores perseverantes que se desplazaban en bicicleta, comían siete comidas frugales al día y se proponían vivir ciento veinte años. Su padre, aun sin ser nadador habitual, también era un poco así. A los sesenta años, no parecía haber rebasado más de la mitad de su paso por este mundo.
Pella cruzó el aparcamiento con la cabeza gacha, procurando evitar que la nieve oblicua le entrara en los ojos. Al subir los peldaños del CDU, tropezó con lo que resultó ser una pierna: la pierna peluda de una persona enorme y casi desnuda. Por lo visto, la privación de sueño la inducía a ver, en alucinaciones, a un leñador desnudo. El leñador estaba sentado en un escalón, envuelto en una toalla de un blanco níveo, mirando al frente con expresión triste mientras la nieve se acumulaba en su pelo, su barba, el vello del pecho. Ni siquiera cuando ella tropezó con su pierna y tuvo que apoyar las manos en el hormigón para no darse de bruces, advirtió su presencia. Pella se volvió hasta quedar sentada junto a él en la escalera.
—Bonita toalla.
No hubo respuesta.
—¿Estás bien?
Él encogió los enormes hombros. Pella nunca había visto, ni en alucinaciones, tal cantidad de carne desde tan cerca.
—¿Se te ha cerrado la puerta y no puedes entrar? —añadió ella—. Porque creo que abren a las seis. Deben de ser casi…
—La puerta está abierta. —El leñador dejó escapar un profundo suspiro—. Tu cara no me suena de nada —agregó con hastío, mirando todavía al frente—. ¿Eres de primero?
—No. Aunque supongo que podría decirse… Sólo estoy de visita. ¿Y tú?
—Mike Schwartz. —Cruzó la mano derecha por delante del cuerpo para tendérsela, pero mantuvo la cabeza vuelta hacia el aparcamiento, el estadio de fútbol y, más allá, la oscuridad del lago.
—Pella —dijo ella, omitiendo el apellido. Sentía un anonimato agradable, surgido de la nieve arremolinada y el hecho de que Mike Schwartz pareciera indiferente a su presencia, y no quería que esa sensación se disipara al pronunciar el nombre de su padre.
—Como la ciudad —dijo él.
—Exacto.
—Saqueada por los romanos en el 168 antes de Cristo.
—Se ve que alguien ha hecho los deberes.
Como una aparición —con aquel tiempo, con aquella luz gris previa al amanecer, todo semejaba una aparición—, un anciano se acercó en bicicleta, desmontó ágilmente y metió la bicicleta en un soporte al pie de la escalera. Tenía el cabello ralo salpicado de nieve. Descolgó un pequeño macuto de lona del manillar y subió al trote la escalera del CDU, saludándolos con la cabeza al pasar. A juzgar por la expresión neutra y afable del anciano, cualquiera habría dicho que Mike Schwartz se sentaba en la escalera envuelto en una toalla todas las mañanas para dar la bienvenida a los diligentes usuarios del gimnasio. Cosa que acaso fuera verdad, Pella no lo sabía.
—¿No tienes frío? —preguntó.
—El frío es un estado de ánimo.
—Pues mi estado de ánimo está helado. —Pella se puso de pie y se sacudió la nieve de los muslos—. Encantada de conocerte, Mike.
Fue entonces cuando él por fin volvió la cabeza y la miró por primera vez. Pella vio que tenía unos ojos de un atractivo color luminoso, como el ámbar translúcido en que se conservan los insectos prehistóricos. Se advertía en ellos una expresión de confusión dolida, como si ella le hubiera prometido quedarse sentada allí todo el día y de pronto incumpliera su promesa. Por un instante, Pella se sintió como si su alma fuese evaluada de un modo anormalmente profundo. A continuación, él bajó la mirada hacia sus pechos. Pella cruzó los brazos. Le molestó que la mirase de ese modo, echando a perder el momento; le molestó doblemente por el hecho de que debajo de la sudadera llevaba el bañador, que le aplanaba el busto y no la favorecía.
—No me han admitido —dijo él, apesadumbrado.
—¿Admitido dónde?
Él señaló sus pies calzados con unas chancletas de baño, entre los que asomaba un sobre medio enterrado en la nieve.
—En la facultad de Derecho.
—¿Por eso estás aquí sentado en plena ventisca? ¿Porque te han rechazado en la facultad de Derecho?
—Sí.
—Se te está cayendo el taparrabos.
—Perdona. —Schwartz se ciñó la toalla—. Para que lo sepas, eres la única persona a quien se lo he dicho. Te lo cuento en confianza. Deberías darme unas palmadas en el hombro y decirme «tranquilo, tranquilo».
—Perdona. —Pella le dio las palmadas en el hombro—. Tranquilo, tranquilo. En cualquier caso, ¿para qué quieres ir a la facultad de Derecho? Los estudiantes de Derecho son los más aburridos del mundo.
—Mi plan era llegar a gobernador.
—¿De Wisconsin?
—De Illinois. Soy de Chicago.
—¿No eres judío?
—Actualmente hay tres gobernadores judíos —respondió él con solemnidad—. Pero sí.
Al anunciar tan elevada ambición, no pareció emplear un tono irónico. De hecho, ni siquiera parecía admitir la posibilidad de que existiese la ironía.
—Bueno —dijo ella—, siempre te queda el año que viene.
—Sí.
Pella tiritaba sin parar —ni siquiera se había traído de San Francisco unos calcetines—, pero por alguna razón no quería marcharse. El cielo empezaba a clarear bajo las nubes y la nieve había ocultado las tonalidades parduscas de principios de primavera. Mike, acodado sobre sus rodillas, se miró lúgubremente las manos entrelazadas.
—¿Y qué te parece Westish? —preguntó Pella.
—Me encanta. Es mi casa.
Era tan ingenuo, tan franco, tan físicamente enorme, que de algún modo la combinación resultaba enternecedora. Pella volvió a sentarse. Sintió el impulso de hacer, también ella, su propia confesión, para distraerlo de su pesadumbre.
—Mi padre es el rector de la universidad.
—¿Affy? ¿Es tu padre?
—Ajá.
—Entonces te habrás enterado de lo que pasó ayer en el partido.
Pella no lo sabía. Mike se lo contó.
—Tu padre incluso acompañó a Owen en la ambulancia. Y ayudó mucho a Henry a tranquilizarse.
Pella no sabía quiénes eran Owen ni Henry.
—Supongo que por eso llegó tan tarde al aeropuerto anoche.
—¿No te explicó la razón? Hum. Quizá le guste cumplir con sus obligaciones de buen samaritano a escondidas.
—Pensaba que eras judío.
—También lo son los samaritanos. Más o menos.
El leñador gobernador estaba resultando menos tonto de lo que Pella había supuesto.
—No me puedo creer que Affenlight sea tu padre —musitó Schwartz, mirando hacia el aparcamiento—. Ese tío da unos discursos magníficos.
—Lo sé.
—Él es la razón por la que vine a estudiar aquí. Tampoco es que tuviera muchas opciones. Pero vine aquí el fin de semana de puertas abiertas y le oí un discurso que nunca olvidaré. Sobre Emerson.
Pella asintió. Se conocía la cantinela de Emerson de memoria, pero era evidente que Mike quería contárselo, y si eso iba a animarlo, ella lo escucharía de buena gana.
—Su primera mujer murió joven, de tuberculosis. Emerson se quedó destrozado. Meses después, fue al cementerio, solo, y excavó su tumba. Abrió el ataúd y miró dentro, los restos de la mujer que amaba. ¿Te imaginas? Debió de ser terrible. Debió de ser terrible hacer algo así. Pero la cuestión es que él tenía que hacerlo. Necesitaba verlo con sus propios ojos. Entender la muerte. Convertir la muerte en algo real. Tu padre dijo que la necesidad de ver con tus propios ojos, incluso en las circunstancias más difíciles, está en la base de la educa…
—Ellen tenía diecinueve años —lo interrumpió Pella. Detestaba que las mujeres de los relatos carecieran de nombre, como si vivieran y muriesen para que los hombres tuvieran percepciones metafísicas—. Uno de los tratamientos que por aquel entonces los médicos recomendaban para la tuberculosis se conocía como «las sacudidas». Consistía en ir en coche de caballos a toda velocidad por caminos llenos de baches. Y eso unos meses, o incluso semanas, antes de su muerte. Tosiendo y escupiendo sangre sin parar.
—¡Oh! —exclamó Mike—. Qué horror.
—Pues sí. —Pella volvió a ponerse de pie y repitió el gesto de sacudirse la nieve de los muslos—. Bueno, más vale que vaya a nadar mis largos. —Se volvió hacia la puerta, esperando más o menos que Mike la siguiera, pero él permaneció inmóvil, contemplando cómo se acumulaba la nieve. Volviéndose hacia él, añadió—: Tal vez deberías ponerte un pantalón.
Él asintió distraídamente, absorto en alguna reflexión que ella no alcanzó a descifrar, quizá sobre la facultad de Derecho, o los discursos de su padre, o su compañero de equipo herido.
—Puede que lo haga.