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Henry vio ante él su aliento condensado. Bajo la chaqueta impermeable y la sudadera y el jersey térmico, y encima de la camiseta, llevaba el chaleco lastrado. Aún no nevaba, pero las nubes estaban muy bajas, combadas como un toldo a punto de venirse abajo. Apretó el paso hasta convertirlo en un trote. Dejó atrás el Patio Pequeño y entró en el Grande. Allí, los edificios eran de mayor tamaño, sobre todo la biblioteca de cristales ahumados y la capilla, que se alzaban en el extremo norte. Los árboles deshojados se estremecían a causa del viento. Sólo se veía una luz encendida, en una ventana del piso superior del CDU: el despacho de Schwartzy.

El estadio, una herradura enorme y oscura de piedra con arcos romanos, databa de hacía un siglo, y sus dimensiones revelaban una extraña ambición. Ni siquiera en los partidos inaugurales de cada temporada se llenaba más de un cuarto del aforo. Cuatro mañanas por semana, Henry iba allí y subía enérgicamente los altos y anchos escalones de hormigón que hacían las veces de gradas, y bajaba por los otros más estrechos que servían de escalera.

Dentro de aquel espacio semicerrado, el silencio tenía un olor distinto. No se tomó la molestia de hacer estiramientos: sólo dio unos cuantos saltos de puntillas, se meció adelante y atrás y empezó a ascender con brío en medio de la oscuridad. Las gradas de piedra llegaban a la altura de la rodilla, y cada paso requería un salto. Un acto de fe, porque estaba tan oscuro que apenas veía el siguiente escalón. El aire frío le agredía los pulmones. La primera vez que lo hizo, poco después de su llegada a Westish, resbaló y se melló un diente en la sección 3; luego, pasada la sección 9, se desplomó en el suelo, con ganas de vomitar, mientras Schwartz le susurraba palabras poco halagüeñas al oído. Eso era cuando Schwartz todavía hacía estadios, demostrando una agilidad sorprendente para su tamaño. Antes de que le empeorasen las rodillas.

A cada zancada, Henry sentía una sacudida gélida en la columna vertebral. Zancada. Zancada. Zancada. ¿En qué estaría pensando Schwartz al mandarlo allí a esas horas, con ese tiempo? A él le gustaba levantarse temprano, pero eso era absurdo, más noche que mañana, sin el menor asomo de la primera luz del alba ni el mínimo movimiento de los pájaros para hacerle compañía. Sólo frío negro y aquellas nubes opresivas. Apenas había dormido, preocupado por Owen, reproduciendo mentalmente el tiro fallido. Por supuesto, si Owen hubiese estado atento al partido en lugar de leyendo, aquello no habría pasado, pero no por eso Henry se sentía menos responsable. Además, al daño causado a Owen se sumaba la elemental frustración de haberla pifiado en el terreno de juego, algo que no le ocurría desde hacía tanto tiempo que había olvidado que fuese posible. Lo que él buscaba en el campo era la perfección. Al menos los ojeadores se habían marchado antes.

Después de un ascenso interminable, llegó a la última grada y golpeó con la mano enguantada el gran número uno de aluminio atornillado a la pared del fondo. Le dio un buen manotazo, pero los átomos helados apenas resonaron. Cuando se volvió, estaba en lo alto de un empinado precipicio que descendía hacia la oscuridad. Con la espalda pegada a la pared, avanzó de lado, tan deprisa como se lo permitían sus temblorosas piernas, en dirección a la escalera situada entre las secciones 1 y 2. Prácticamente podía tocar el ondulado edredón de nubes suspendido por encima de él.

Bajó velozmente por la escalera entre ambas secciones —el descenso, aunque más fácil para las piernas, era la parte que temía—, limpiándose la nariz con la manga. Le ardían las orejas. Al llegar al final, se volvió, dio un pequeño brinco y se agachó, como un saltador de altura al iniciar la carrera. «¡Vamos!», gruñó, con la voz de Schwartz, intentando darse ánimos mientras empezaba a ascender otra vez, arrastrando una cansada pierna tras otra, hasta que por fin golpeó con el puño el helado número dos de metal.

«Haz sólo la mitad», se dijo, mientras bajaba, notando un temblor en las extremidades que se le extendía por todo el cuerpo. Medio estadio, diecisiete secciones, y luego a casa y una ducha caliente, tan caliente que le parecería fría debido a la piel insensibilizada, y un chocolate caliente preparado con el cazo eléctrico de Owen, y cualquier otra cosa caliente. Y después volvería a refugiarse bajo las mantas, bien calentito, hasta la clase de física, para la que aún faltaban cinco horas.

Pero hacia la sección 5 sus piernas empezaron a desentumecerse, sus pulmones a abrirse y pensamientos más positivos desfilaron por su mente. Aumentó el ritmo. La sangre corrió por su organismo, captando calor entre las capas de ropa. Empezó a posar los pies en la piedra con mayor ligereza.

Primero se quitó los guantes y los arrojó a un lado. Dos secciones después, sujetó la gorra de los Cardinals con una mano para quitarse la chaqueta con la otra, y volvió a calarse la gorra a la vez que tiraba a un lado la ligera chaqueta impermeable, que flotó en el aire, hinchada por el viento, antes de caer sobre los escalones. Su cara irradiaba calor. Una mucosidad salada le resbalaba por el labio superior. Un pedo majestuoso lo impulsó hasta lo alto de la sección 12, justo en el inicio de la curva del estadio. Dio una palmada al número como si chocara los cinco con un compañero de equipo. El metal le respondió con una vibración animosa. Corriendo a buen ritmo, indiferente a la oscuridad, se quitó la sudadera y el jersey térmico de manga larga sin perder el paso. Siguió avanzando en la oscuridad, alegrándose de ella, formando parte de ella. Sólo llevaba el chaleco y la camiseta; generaba él mismo su propio calor. Una mancha caliente de oscuridad en la gran oscuridad fría.