En las solicitudes de plaza para las facultades de Derecho, como en la mayor parte de los documentos enviados por correo, Schwartz ponía el siguiente remite:
MICHAEL P. SCHWARTZ
CENTRO DEPORTIVO UNIVERSITARIO
WESTISH COLLEGE
WESTISH, WI 51851
Tenía alquilado un apartamento de dos habitaciones en Grant Street, en un barrio cercano al campus, con Demetrius Arsch, cocapitán en el equipo de fútbol y receptor suplente en el de béisbol, pero apenas ponía los pies allí. De día tenía que asistir a clase y entrenar, además de supervisar el régimen de trabajo de Henry, y por la noche trabajaba en la tesina —«Los estoicos en América»— en la planta superior del CDU, concretamente en una sala de conferencias con moqueta oscura de la que se había apropiado desde hacía tiempo y usaba como despacho particular. Schwartz no ocupaba un cargo oficial en el departamento de Deportes, pero le había dedicado tanto tiempo y esfuerzo en los últimos cuatro años que nadie le reprochaba que tuviera su propia llave del edificio. Libros de tapas quebradizas y sin alguna que otra hoja, reunidos a través del sistema de préstamo interbibliotecario nacional, se alzaban en torcidas pilas a lo largo y ancho de la mesa oval, rodeados de un mar de tarjetas codificadas por colores, cuadernos de espiral y tazas de café vacías convertidas en escupideras. Había dejado de mascar tabaco hacía dos años, pero lo ayudaba tanto a concentrarse que, al iniciar el esfuerzo final para la tesina, había hecho alguna que otra excepción. Con una buena mascada en la boca, además de un par de Sudafeds de propina, podía sacarse de la manga nueve o diez páginas en una noche. No tomaba Adderall.
Schwartz disfrutaba con esas horas de entrega, de intimidad. Durante el día, por más que se esforzara, por muchas cosas que consiguiese, una voz dentro de su cabeza le reprochaba su pereza, su desidia, su incapacidad para concentrarse. Sus preocupaciones eran triviales. Sus conocimientos de la historia eran poco profundos. Su latín daba pena y su griego era aún peor. ¿Cómo esperaba comprender a Aurelio y Epicteto, preguntaba la voz, cuando apenas era capaz de enlazar dos palabras seguidas en latín? Vos es scelestus bardus. Sólo allí, mucho después de las doce de la noche, cuando todos los demás dormían, cuando nada se esperaba de él, Schwartz podía convencerse de que trabajaba con verdadera intensidad. Esas horas le parecían robadas, añadidas a su vida. La voz se acallaba. Incluso el dolor de las rodillas remitía.
Sin embargo, esa noche en particular no parecía presentarse muy tranquila. Primero el accidente del Buda, y ahora ese bulto en el sobre que había colgado en la puerta de su despacho como buzón improvisado, y que vio cuando las puertas del ascensor del CDU se abrieron y puso un pie en el pasillo, iluminado sólo por sendos rótulos rojos de SALIDA que había en los extremos. Palpó con las yemas de los dedos el papel amarillo tostado: sin duda había algo dentro, algo que —lo sacó con el corazón acelerado— llevaba el membrete azul de la Universidad de Yale.
Schwartz se enorgullecía de su franqueza. Si uno de sus compañeros de equipo se escaqueaba, se metía con él, y si uno de sus compañeros de clase o profesores hacía un comentario que parecía engañoso o incompleto, se lo decía. No porque supiera más que ellos, sino porque el choque de ideas imperfectas era la única forma para cualquiera, incluido él mismo, de aprender y mejorar. Ésa era la lección de los griegos; ésa era la lección del entrenador Liczic, que se había acercado a su Buick y había golpeado la ventanilla con los nudillos.
Sucedió dos años después de morir su madre de cáncer. Él vivía solo. No había conocido a su padre; en algún momento, sus padres habían estado prometidos, pero él bebía y apostaba, y se marchó antes de nacer Schwartz. Cuando un mes después del entierro de su madre se presentó la mujer de Servicios para la Infancia, él le dijo que estaba a punto de cumplir los dieciocho años. Los datos que constaban en los documentos de la mujer eran muy distintos, pero él medía ya un metro ochenta, pesaba ochenta kilos y no solía tener problemas para comprar tabaco, a veces incluso cerveza. «Vamos —había dicho en la puerta del apartamento, con los brazos cruzados y el perro aullando a sus espaldas—, ¿acaso aparento catorce años?». Desconcertada, la mujer se marchó, y aunque no habría tenido que investigar mucho para demostrar que Schwartz mentía, nunca más volvió.
La familia de su tía Diane vivía cerca, y Schwartz a menudo iba a cenar allí. En retrospectiva, resultaba extraño que Diane lo dejase vivir solo de esa manera, pero bien es cierto que ella y su marido tenían tres hijos pequeños y un apartamento minúsculo, y no sólo los desconocidos veían como madurez el tamaño de Schwartz. Su madre había ahorrado un poco de dinero, que a él le sirvió para pagar el alquiler.
Su colegio —en el South Side de Chicago, cerca de los bloques de viviendas de protección oficial de Carr Heights— tenía detectores de metal en cada entrada y guardias armados en los pasillos. En las aulas no había ventanas, y el enorme cuerpo de Schwartz apenas cabía en los pupitres atornillados al suelo. Pese a ser blanco, los profesores lo miraban con recelo; parecían empeñados en conjurar un desastre indefinido pero inminente. De hecho, esa frase, «conjurar el desastre», habría sido un lema perfecto para el colegio: la función de aquel lugar, por lo que él veía, era sedar a tres mil futuros maníacos a fuerza de aburrimiento, hasta que una sucesión de cumpleaños los transformara en adultos. Schwartz no lo soportaba, y la cuenta bancaria menguaba. En noviembre de su segundo curso en el instituto, tan pronto como terminó la temporada de fútbol, dejó los estudios. Encontró un empleo en una fundición; para entonces ya medía uno ochenta y cinco, lo mismo que en la actualidad, y la gente solía preguntarle por su levantamiento de pesas en banco más que por su edad. Trabajaba en el segundo turno y, tras aprender a conducir un toro, cargaba con toneladas de metales de aleación de una punta a otra de la nave. Cuando acabó el período de prueba, ganaba trece dólares y medio la hora, más las horas extra. Algunas noches bebía a solas cerveza barata o Mickey’s, licor de malta, hasta el amanecer. Otras noches invitaba a chicas con las que había estudiado en el instituto a marisquerías con vistas al lago Michigan. Por las mañanas, si se levantaba con tiempo suficiente, iba a la biblioteca y leía las páginas de economía en la prensa: pensaba que cuando hubiera ahorrado unos miles de dólares, podría pasar al tercer turno y durante el día jugar en Bolsa por internet.
En el instituto nadie hizo alusión a su ausencia hasta el siguiente agosto, al inicio de la nueva temporada de fútbol. Una suave llovizna humedecía la calle cuando salió del trabajo y se encaminó hacia el coche, un Buick enorme, corroído por la herrumbre y sin parachoques trasero, comprado con sus primeras nóminas. Salía del trabajo sudoroso y cubierto de hollín metálico. Se metió en el Buick y hurgó bajo el asiento en busca de una cerveza. Era jueves, ya faltaba poco para el fin de semana. Sacó una lata caliente y cubierta de pelusa. Cuando la abrió, uno de los ayudantes del entrenador de su equipo del instituto llamó a la ventanilla del acompañante con los nudillos. Schwartz se inclinó y abrió la puerta. El entrenador se acomodó en el asiento y le preguntó qué demonios hacía. ¿No le parecía que debía dejar de comportarse como un maldito hispano y volver al colegio de una puta vez?
Schwartz miraba el pesado bulto bajo la sudadera del entrenador, cuyos contornos bien definidos revelaban a todas luces la presencia de una pistola. Se irguió ante el volante y miró fijamente al hombre.
—Ese lugar es una cárcel —dijo.
—¿Y esto no? —El entrenador rió entre dientes y señaló con el dedo el edificio alargado y chato de la fundición.
Era uno de los ayudantes del equipo técnico; Schwartz, que había sido capitán de los juveniles el año anterior, ni siquiera recordaba su nombre.
—Esto sólo es una mierda —repuso—, no una cárcel.
El entrenador se encogió de hombros. La silueta del arma se desplazó sobre su vientre.
—Como quieras —dijo—. Pero esta mierda no tiene equipo de fútbol.
Salió del coche y se fue. Schwartz apuró la cerveza mientras las gastadas varillas del limpiaparabrisas extendían las gotas de lluvia sobre el cristal.
Al día siguiente fue al instituto y luego al entrenamiento. La pistola en sí no lo había intimidado, aunque sí impresionado. Parecía señalar, si no afecto, al menos la posibilidad de algo similar. El entrenador no lo había dejado solo; no había dado por hecho que él ya sabía lo que hacía. Al contrario, se tomó la molestia de plantarse ante Schwartz para decirle exactamente qué pensaba de él, y lo hizo de la manera más imperiosa que se le ocurrió. Nadie más —ni parientes ni profesores ni amigos— había hecho algo así por Schwartz, ni antes ni después. Y juró que él haría lo mismo por otros.
Pero últimamente había estado mintiendo, incluso a Henry. Sobre todo a Henry, ya que éste no paraba de preguntar. Bien escondidos en el bolsillo interior de su mochila llevaba cinco sobres que había recibido de otras tantas facultades de Derecho. Todos contenían una carta encabezada con la espantosa frase: «Lamentamos informarle… No nos es posible en este momento… Por desgracia el número de solicitantes…».
Encendió la luz del pasillo y sostuvo el sobre en alto, al trasluz, pero era de papel de buena calidad, de fibras densamente entretejidas, y no se veía nada a través. Tal vez un sobre de buena calidad implicara buenas noticias; tal vez enviasen sobres translúcidos a los perdedores a quienes no aceptaban. Se lo puso en la palma de la mano, lo sopesó, aunque había oído decir que la prueba del sobre grueso o delgado era básicamente una estupidez. Lo sacudió contra la palma de la mano, para ver si dentro notaba desplazarse una tarjeta de respuesta: «Yo, Mike Schwartz, acepto humildemente su amable oferta». Imposible adivinarlo.
Ese sobre contenía su última esperanza. Por recurrir a una analogía trillada, iba cinco a cero, y ahora, con dos jugadores eliminados en la novena, sólo tenía una oportunidad de redimirse. El acceso a Yale era el más competitivo, pero las otras facultades en que había solicitado el ingreso eran casi igual de exclusivas, y su directora de tesina era una distinguida exalumna de Yale. Schwartz jamás había creído en el destino, pero quizá éste estuviese de su lado después de todo. Quizá esos cinco rechazos constituyesen una treta para crear suspense.
En cualquier caso, era absurdo quedarse allí parado especulando. La decisión había sido tomada semanas antes, por un puñado de decanos; no podía cambiarse. «Abre el sobre, capullo —pensó Schwartz—. Mira lo que hay dentro, reacciona, ponte a trabajar otra vez».
Introdujo una uña bajo el ángulo del papel engomado, pero no consiguió ir más allá. Se sentó apoyado contra la pared y dejó caer la carta entre los muslos. Tenía el cartílago de las rodillas hecho puré, resultado de demasiadas horas detrás de la meta, demasiadas series de sentadillas con demasiado peso, con la barra arqueada sobre los hombros como una coma. Los músculos de su espalda se contraían y palpitaban a ritmos dolorosos e impredecibles. Abrió la mochila, buscó el frasco de Vicoprofen y se llevó tres comprimidos a la boca. Intentaba evitar los calmantes cuando trabajaba en la tesina, pero esa noche era una ocasión especial. Lo que necesitaba era el jacuzzi; un buen remojón lo tranquilizaría y le daría fuerzas. Volvió al ascensor y pulsó S2, con la carta entre los dientes.
En la segunda planta había un jacuzzi nuevo, para cuya adquisición Schwartz se había encargado de reunir los fondos; aun así prefería el otro, un artefacto de hierro maltrecho en el subsótano, junto al vestuario. Aquello estaba oscuro como boca de lobo, pero los pies lo llevaron directamente a su taquilla. Cuando marcaba su combinación en la cerradura, derecha izquierda derecha, percibía una suave concavidad, semejante al hueco en el cuello de una chica, cada vez que alcanzaba el número correcto. Cogió una toalla del estante superior —olía casi a limpio— y se sentó en el banco astillado. Dejó la carta a su derecha. Las cañerías de agua fría goteaban; las tuberías de agua caliente apestaban a mugre chamuscada. Se inclinó lentamente, igual que un viejo, para quitarse el pantalón, las botas y los calcetines. Bajo los pies descalzos, notó el suelo de hormigón, que tenía una suave pendiente hacia el desagüe enrejillado y estaba resbaladizo a causa de las numerosas capas de pintura.
Los vestuarios, a juzgar por los que Schwartz había conocido, siempre estaban bajo tierra, como los búnkeres y los refugios antiaéreos. Se trataba de una necesidad simbólica más que estructural. El vestuario te protegía cuando más vulnerable eras: justo antes de un partido y justo después. (Y en la media parte, si el partido era de fútbol). Antes del partido, te quitabas el uniforme que llevabas ante el mundo y te ponías el que llevabas ante tu rival. Entremedias, estabas desnudo en todos los sentidos. Al acabar el partido no podías llevarte al mundo las emociones del juego —te encerrarían en un manicomio si lo hicieras—, de modo que ibas bajo tierra y te purgabas de ellas. Gritabas y tirabas cosas y aporreabas la taquilla, ya fuera de frustración o de alegría. Abrazabas a tu compañero de equipo, o lo ponías verde, o le dabas un puñetazo en la cara. Pasara lo que pasase, el vestuario seguía siendo un refugio.
Schwartz se ciñó la toalla a la cintura, cogió la carta —irradiaba energía en la oscuridad— y se encaminó entre las taquillas y los bancos hacia la sala del jacuzzi. Pulsó un interruptor: una única bombilla desnuda proyectaba una luz oscilante y polvorienta en la estancia. En el jacuzzi, él prefería la oscuridad total, pero ahora necesitaba luz para ver su destino. Pulsó otro interruptor. Al cabo de un instante, el agua del jacuzzi, con un gemido y un estremecimiento reticente, empezó a agitarse, despidiendo un olor a cloro estancado.
Dejó caer la toalla y, hundiéndose con cuidado en la bañera, colocó los riñones ante un chorro. Su vello pectoral flotó en la superficie como flora marina y se extendió hacia la luz. «Lo que necesita esta universidad —pensó Schwartz— es una masajista a jornada completa». Se permitió imaginar brevemente a la masajista: palpando los músculos de su cuello con manos implacables; acariciándole cálidamente la oreja con su aliento; rozándole el omóplato, quizá adrede, con un pezón a través de la fina blusa. La fantasía no lo llevó a ninguna parte; su pene permaneció aletargado bajo el agua, enroscado como un pequeño caracol marrón.
Cuando volvió a mirar el reloj, eran las tres y nueve. Le gustaba llevarlo con un adelanto de cuarenta y dos minutos —una costumbre algo irracional, lo mismo que dejarse el reloj puesto en el jacuzzi—, lo que significaba que eran casi las dos y media. Si quería trabajar unas horas antes de que saliese el sol, tenía que subir cuanto antes, mascar un poco de tabaco y ponerse a escribir. El calor y el vapor ablandaban la goma del sobre; sólo tenía que acabar de despegar la solapa y mirar dentro. Pero se inclinó hacia la vieja radio salpicada de pintura que estaba en el agrietado suelo de baldosas. Tras encenderla, volvió a hundirse en el agua y escuchó rock clásico mientras los ángulos del sobre se reblandecían y abarquillaban.
«Si no sale bien tampoco pasa nada —pensó—. Siempre queda el año que viene. Un año no representa nada a largo plazo. Volverás a Chicago, trabajarás de auxiliar en un bufete, o de voluntario en los juzgados. Sí, has estudiado para el examen de acceso a Derecho durante dos años, pero siempre puedes seguir estudiando. Conseguirás el dinero para un curso preparatorio de niños ricos y colgarás el puto título en la pared. Al final ganarás, porque te niegas a perder. Eres Mike Schwartz».
Sin embargo, ése era precisamente el problema: él era Mike Schwartz. Todo el mundo esperaba que triunfase allá donde fuera, y por tanto el fracaso, aun el pasajero, había dejado de ser una opción. Nadie lo entendería, ni siquiera Henry. Henry menos que nadie. El mito que se hallaba en la base de su amistad —el mito de su propia infalibilidad— se haría añicos.
«Parece que abril llega rugiendo —decía el locutor del programa de madrugada—. En estos momentos nieva copiosamente en los condados de Ogfield y Yammersley. Las precipitaciones podrían alcanzar la zona de Westish en menos de una hora, así que prepárense para un desplazamiento caótico a la ciudad. Se acabó el calentamiento global, ¿eh?».
Schwartz consultó su reloj, restó cuarenta y dos: casi las cinco. No había malgastado tantas buenas horas desde hacía años, al menos sobrio. Asaltado por un repentino deseo de hablar con Henry, salió de la bañera, avanzó a oscuras por el vestuario hacia su pila de ropa doblada y sacó el móvil del bolsillo de los vaqueros.
—Buenos días —respondió Henry cuando el timbre sonaba por segunda vez, al parecer sólo un poco aturdido.
Formaba parte de la rutina de ambos: Schwartz podía llamar a Henry a cualquier hora, o viceversa, y el otro contestaría enseguida y con naturalidad, listo para lo que fuese, sin la menor alusión a la hora intempestiva. Pues ¿qué era el sueño, qué era el tiempo, qué era la oscuridad, en comparación con el trabajo que tenían por delante? Normalmente era Schwartz quien llamaba, por supuesto.
Volvió a acomodarse en la bañera.
—Skrimmer —dijo—. ¿Te encuentras mejor?
Henry contuvo un bostezo.
—Supongo. ¿Dónde estás?
—En el CDU, con la espalda en remojo. Se acerca una ventisca. He pensado que quizá deberías ir al estadio antes de que llegue.
—Vale. Gracias.
Schwartz echó una ojeada a la carta que tenía en la mano. Al marcar el número de Henry no sabía muy bien por qué quería hablar con él; de repente tomó conciencia de que en realidad deseaba contárselo todo. Después podrían abrir el sobre juntos, compartir el martirio o el éxtasis o lo que fuera. Que Skrimmer lo apoyara a él por una vez.
—Oye —dijo—. Quería decirte…
—¡Por cierto! —De pronto Henry parecía completamente despierto—. Anoche pasó algo curioso. —Y empezó a contarle su conversación con Miranda Szabo.
—¿Tercera ronda? —repitió Schwartz—. ¿Dijo tercera ronda?
—Eso dijo. «Tercera ronda o por encima». ¿Crees que fue una broma? Yo todo el rato me imaginaba a una de las chicas del equipo de softball al otro lado de la línea, y a Rick y Starblind partiéndose de risa detrás.
Schwartz levantó la carta a la altura de los ojos y la hizo girar entre los dedos. Se la acercó a la nariz y olfateó la goma ya medio ablandada. Sabía qué esperaba Henry de él en ese momento, pero tardó lo suyo en encontrar las palabras que sonaran a propias de él.
—Va en serio, Skrimmer. A partir de ahora la vida será así. Esto es para lo que hemos trabajado durante los últimos cuatro años.
—Tres.
—Eso. Tres años. —La humedad había despegado la solapa del sobre. Schwartz la levantó con cuidado, hasta que vio el atractivo y prometedor color crudo del papel doblado—. De modo que la clave —prosiguió— es ceñirse al plan. Es imposible controlar el draft. Y si no puedes controlarlo, no vale la pena perder el tiempo con eso. Lo único que puedes controlar es la intensidad con que trabajes hoy.
—Tienes razón.
—Si ocurre este año, estupendo. Si no, ocurrirá el que viene.
Schwartz cerró los párpados antes de meter los dedos en el sobre: la carta, doblada en tres pliegues, protegida aún de la humedad de la estancia, presentaba una textura firme y prometedora. Henry decía algo sobre Peter Gammons, el comentarista de béisbol, pero su voz le sonaba muy lejana. Las paredes metálicas de la bañera se estremecían contra los hombros de Schwartz. Desplegó la carta.
—¿Oye? —dijo Henry—. ¿Schwartzy?