Henry encendió la luz, dejó la bolsa de deporte en la alfombra y se desplomó en su cama deshecha. Se quitó las zapatillas sacudiéndoselas y se durmió casi al instante. Pero sonó el teléfono. Tenía que contestar. Podía ser algo relacionado con Owen.
—Skrimmer.
—Schwartzy.
Se habían despedido hacía diez minutos, cuando Schwartz lo dejó junto a la plataforma de carga y descarga del comedor.
—¿Has comido?
—Nada desde el almuerzo.
Schwartz dejó escapar un paternal suspiro de reproche.
—Tienes que comer, Skrimmer.
—No tengo hambre.
—Da igual. Tómate un batido. ¿A qué hora irás a hacer estadios mañana?
—A las seis y media. —Henry estaba tendido en la cama, con los ojos cerrados—. Oye, antes me he olvidado de preguntártelo: ¿alguna noticia de las universidades?
Schwartz estaba solicitando plaza en diversas facultades de Derecho, todas centros de primer nivel, como Harvard, Stanford y Yale. Henry llevaba guardada en su bolsa de deporte una botella de Ugly Duckling, el bourbon preferido del grandullón, para regalársela cuando llegara la buena noticia. Henry esperaba que fuese pronto: no era que la botella pesase mucho, pero llevaba semanas acarreándola.
—El correo sólo llega una vez al día, Skrimmer. Te mantendré informado.
—Me han dicho que a Emily Neutzel la han aceptado en Georgetown. Así que tal vez lo sepas pronto.
—Te mantendré informado —repitió Schwartz—. Tómate un batido. Nos vemos en el desayuno.
Henry se levantó —esa vez sería la última, se dijo—, sacó de la nevera una jarra de leche birlada en el comedor y añadió dos medidas de SuperBoost. Desde su llegada a Westish había intentado por todos los medios ganar peso. Había crecido casi tres centímetros y pesaba unos doce kilos más; podía hacer cuarenta repeticiones tanto en pull-ups como en levantamiento de pesas en banco junto con los jugadores de fútbol. Pero su punto débil seguía siendo el tamaño. Los equipos querían monstruos en el centro del cuadro, tipos capaces de batear home runs; aquellos tiempos en que uno podía abrirse camino gracias a la pura genialidad defensiva, como hicieron Omar Vizquel o Aparicio Rodríguez, habían quedado atrás. Ahora había que ser un genio y también un monstruo. Tenía que comer, comer y comer. Levantaba pesas para poder engullir su SuperBoost, para poder levantar más pesas, para poder engullir más SuperBoost, levantar, engullir, levantar, engullir, procurando acumular el mayor número de moléculas posible con el nombre de Henry Skrimshander. Semejante economía no era muy eficiente; para ser sinceros, producía una espantosa cantidad de desechos malolientes, lo que inducía a Owen a encender cerillas y negar con la cabeza con cara de consternación. Pero él tenía que hacerlo.
Varias horas después del partido aún llevaba el suspensorio y el protector. Se los quitó, se desnudó del todo y se metió en la cama. Notó en las sábanas el roce áspero de los pies y las piernas, sucios de deslizarse por el cuadro y lanzarse al suelo.
Sonó el teléfono otra vez. Debía contestar: serían noticias acerca de Owen, o alguien que quería saber si había noticias de Owen.
—¿Henry Skrimshander?
—Soy yo. —Una voz de mujer: no era un compañero de equipo. Probablemente se tratara de la doctora.
—Henry, soy Miranda Szabo, de SzaboSport Incorporated. Por lo que he oído, te mereces la enhorabuena.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¿Por igualar al gran Aparicio Rodríguez, quizá? Ha sido hoy, ¿no?
—Ah, ya, o sea, es… Sí, ha sido hoy.
Cuando un partido acababa en medio de una entrada, situación que en general solía darse a causa de la lluvia, en la estadística oficial se consignaban los datos de la última entrada completa. Oficialmente, pues, los Arponeros habían vencido a Milford por ocho a tres en ocho entradas. Oficialmente, la segunda mitad de la novena entrada no había tenido lugar. Oficialmente, Henry no había cometido ningún error.
—Magnífico —dijo Miranda Szabo—. Oye, perdona que te llame tan tarde y que invada así tu intimidad, pero estoy en Los Ángeles, cerrando un trato en nombre de Kelvin Massey.
—¿Kelvin Massey? ¿El tercera base de los Rockies?
Miranda Szabo hizo una pausa de medio segundo perfecta y pomposa.
—Kelvin Massey, ahora tercera base de los Dodgers. Pero no se lo digas a Peter Gammons, ese metomentodo.
—No se lo diré —prometió Henry.
—Bien. La prensa no puede enterarse hasta mañana. Todavía estamos con los retoques finales de esta obra de arte. Cincuenta y seis millones por cuatro años.
—Uau.
—¿Qué te parece eso en unas circunstancias de recesión excepcionales? A veces me asombro a mí misma —admitió Miranda Szabo—. Pero vayamos a lo nuestro, Henry. Estoy muy atenta a lo que pasa alrededor, y últimamente no hago más que oír tu nombre. Skrimshander, Skrimshander, Skrimshander. Como un trabalenguas, sólo que mejor. Más melifluo.
—Uau. Gracias.
—Todo el mundo pregunta: «¿Y ese chico de dónde ha salido?». Y nadie lo sabe.
—Llegué aquí de Lankton, Dakota del Sur.
—A eso iba. Nadie sabe de dónde eres, pero todo el mundo sabe adonde vas. Directo a lo más alto en las listas del draft. Estoy oyendo en la tercera ronda, estoy oyendo incluso una ronda por encima de ésa.
—¿Por encima?
—Por encima, sí, eso es lo que he oído. Tercera, segunda, ¿quién sabe? Ahora bien, Henry…
—¿Sí?
—Escúchame con atención. Eres una persona ocupada que intenta compaginar el béisbol y los estudios en una institución prestigiosa. Puede que ahora no nos conozcamos muy bien, pero sí sé lo suficiente sobre ti para darme cuenta de eso. Y también sé que estás a punto de convertirte en una persona mucho más ocupada. ¿Sabes cuál fue la bonificación media por contrato entre los elegidos en tercera ronda el año pasado?
—Pues no.
Hasta ese día, Henry sólo había pensado en el draft del año siguiente, no en el del año en curso —pese a que tanto los estudiantes de tercero como los de cuarto podían ser elegidos—, y su meta para el draft del año siguiente era ser seleccionado en la cincuenta ronda, o tal vez, con un poco de suerte, la cuarenta y nueve. Ni siquiera se había tomado la molestia de soñar despierto con una bonificación por el contrato. No tenía ni la más remota idea de lo que cobraban las superpromesas, los fuera de serie de los institutos y los bateadores de primera línea de Stanford y Miami.
—Adivina —lo instó Miranda Szabo.
—Esto… ¿ochenta mil? —Lo invadió una sensación de bochorno, de codicia, al dar una cifra tan alta, por más que tuviera una relación muy indirecta con él.
—Casi. Te has dejado el tres. Trescientos ochenta mil.
—¡Joder! —¿Cuánto tardaba su padre en ganar eso? ¿Seis años? ¿Siete?—. Uy, disculpe. No quería soltar una palabrota.
—Tú tranquilo, ya puedes soltar lo que quieras. En fin, eso no te sitúa exactamente a la altura de Kelvin Massey, pero es una cantidad de dinero razonable, y creo que es lo mínimo que, razonablemente, puedes esperar, llegado el diez de junio. Y eso significa que más de uno va a quererte a su lado. Es una encrucijada, un momento complicado. Vas a necesitar a alguien que defienda tus intereses. Vas a necesitar representación.
—¿Un agente?
—Exacto. Vas a necesitar un agente. Alguien que te ayude a atravesar la encrucijada, en lo personal y en lo económico. Elegir la representación es una decisión importante, Henry, que no debes tomar a la ligera. Tu agente debe ser una prolongación de ti mismo. Igual que tu guante cuando estás en el campo. ¿Tú confías en tu guante, Henry?
—Claro.
—Pues tienes que confiar en tu agente en la misma medida. Tu agente, si es un buen agente, no se limita a redactar el contrato y desaparecer. El buen agente se convierte en un álter ego tuyo con visión económica y atención a los detalles. Para que tú, Henry, puedas centrarte en el béisbol. Y en los estudios. ¿Me sigues, Henry?
—Creo que sí.
—¿Se ha puesto en contacto contigo alguien interesado en representarte?
—Pues no.
—Pues lo harán, créeme. El solo hecho de que estés hablando por teléfono con Miranda Szabo significa que te llamará todo hijo de vecino para ofrecerte representación. Siempre pasa lo mismo.
—¿Cómo sabrán los demás que usted me ha llamado?
—Lo sabrán —respondió Miranda Szabo, y suspiró por lo predecible que era todo—. Son animales.
Durante las siguientes horas, mientras escuchaba tumbado en su cama el zumbido de las salidas de aire de la calefacción de Phumber, los pensamientos de Henry giraron en órbitas extrañas. Se le hacía raro no oír la respiración de Owen. Dieron las doce, y la una, y las dos, y si bien no estaba del todo despierto, permaneció consciente del paso del tiempo, de las campanadas de la capilla, que sonaban cada cuarto de hora. A diferencia de la mayoría de sus compañeros, que se pasaban toda la noche de juerga y dormían en las primeras clases, Henry apenas veía u oía esas horas de la noche. Se entrenaba demasiado y se levantaba demasiado temprano, y sólo muy rara vez, en alguna fiesta de fin de semana, se lo veía apoyado contra una pared, sosteniendo cortésmente una jarra de cerveza que derramaría entre los arbustos antes de marcharse. Las ventanas estaban entreabiertas, porque en aquella habitación abuhardillada siempre hacía calor. De vez en cuando, se alzaba desde el Patio un barullo de voces, o alguna que otra ventada sacudía los cristales. El ruido del viento le penetraba en la cabeza y se convertía en la ráfaga que había contribuido a desviar la trayectoria de su tiro. Lamentó no haber visto a Owen esa noche. Aunque hubiera sido sólo un momento, para contemplarlo dormido en su habitación de cuidados intensivos. De ese modo habría sabido que se encontraba bien. Una cosa era que lo dijese la doctora, otra verlo con sus propios ojos. En sus semiensoñaciones, Owen lo miraba fijamente en el instante, detenido en el tiempo, anterior a que se desplomase en el suelo de la caseta, preguntando «¿por qué?» con los ojos abiertos como platos.
El porqué, como Henry sabía por experiencia, era algo que un deportista no debía plantearse. ¿Por qué había hecho un tiro tan malo, tanto que Rick ni siquiera había podido echarle el guante? ¿Había sido por la presencia de los ojeadores? ¿Se había puesto tenso a causa de éstos? No, eso no tenía sentido. Para empezar, los ojeadores ni siquiera estaban: se habían ido al acabar la octava entrada, y él los había visto marcharse. Además, en el fondo, los ojeadores no le daban ningún miedo, o al menos no era consciente de ello. ¿Había sido porque no quería batir el récord de Aparicio, ser él quien borrase el nombre de Aparicio del libro de los récords, porque Aparicio era Aparicio, pero él era sólo Henry? Tal vez. Sin embargo, al menos podría haber alcanzado ese récord antes de pifiarla; así, sus nombres perdurarían el uno al lado del otro. No obstante, sí había alcanzado el récord; el error no contaba. Tendría ocasión de batirlo en el siguiente partido. Si no quería batirlo, debería fallar otra vez. Quizá fallase otra vez. Por eso uno no se planteaba el porqué. Planteárselo sólo servía para sembrar mayor confusión. Pero se sentiría bien por la mañana, siempre y cuando Owen se recuperase.
Schwartz se alegraría al enterarse de la llamada de Miranda Szabo. Se entusiasmaría. Caería en éxtasis. Henry llevaba un tiempo preocupado por lo que le depararía el año siguiente, cuando Schwartz se titulase y se marchara a una facultad de Derecho en la Costa Este, o en la Oeste. Pero a lo mejor para entonces él también se habría ido, a lo mejor habría pasado a las ligas menores un año antes de lo previsto, con dinero en el bolsillo. Pensar en irse le producía una sensación agridulce. Allí estaba muy a gusto, pero el béisbol era el béisbol, y tenía su lógica que Schwartz y él se marcharan al mismo tiempo. Sin Schwartz, no había Westish College. Sin Schwartz, pensándolo bien, ni siquiera había apenas un Henry Skrimshander.