10

Pella se marchó de San Francisco llevándose sólo un cesto de mimbre blando con asa de caña. Contenía lo que quedaba de la última vez que había ido a la playa, hacía nueve meses, una inútil colección de objetos —gafas de sol, támpax, gusanos de gominola, arena—, a la que sólo añadió el monedero y un traje de baño negro, diseñado para nadar en serio.

Mientras el avión sobrevolaba el estrecho cinturón industrial que conectaba Chicago con Milwaukee, con la oscuridad del lago Michigan visible por las ventanas de estribor, Pella empezaba a lamentar no haberse llevado una maleta. Era la clase de gesto en exceso enfático que la caracterizaba —o al menos eso pensaba—, y que a su edad debería haber superado. Quizá había pensado que de ese modo la ruptura con David sería más limpia, más fácil, más concluyente: «¿Lo ves?, no te necesito. No necesito nada. Ni siquiera ropa interior». No se había detenido a pensar que en las inmediaciones de la supuesta ciudad de Westish, Wisconsin, no había ninguna tienda decente donde comprar.

Qué tonta se sentía, por estar así de mal, por ver que la vida se desmoronaba a su alrededor y no tener una historia que contar. Sí, en cierto sentido abstracto había una historia, o la habría algún día… «Sí, en otro tiempo estuve casada. Dejé los estudios, me fugué con un tío que fue a mi colegio a dar una conferencia sobre arquitectura. Yo estaba en último curso, acababa de cumplir los diecinueve. David tenía treinta y uno. Al final de la semana que pasó en Tellman Rose, me acosté con él. Alguna de nosotras iba a acostarse con él, eso seguro, y yo, en mi papel de hembra alfa del momento, tenía preferencia. Ya había salido con tíos mayores que yo —tíos casi en la universidad cuando yo empezaba el instituto, estudiantes universitarios cuando yo estaba en Tellman Rose, unos cuantos artistas muertos de hambre en viaje a Boston o Nueva York—, pero David era una experiencia nueva. Un hombre, y punto.

»Un poco blandengue: irascible, maquinador, remilgado. Pero eso es un análisis a posteriori. Por entonces yo sólo veía el encanto y el refinamiento, los ojos oscuros y chispeantes por encima de la barba castaña, el inmenso saber. Y más que todo eso, vi la virtud. Era un hombre que vivía conforme a un código. Creía que el pensamiento clásico era importante y por consiguiente se había convertido en un gran especialista en clasicismo, aun cuando sólo tenía una utilidad indirecta en su profesión. Y eso por sí mismo representaba un modelo de virtud: un intento de crear edificios clásicamente bellos que fuesen, cómo no, ecológicos. Aquél no era un hombre que veía la televisión, iba al gimnasio, malgastaba el tiempo. No comía carne y sólo bebía para alardear de sus conocimientos de enología.

»Yo permanecía atenta a todo sus gestos cuando daba sus charlas vespertinas, cuando peroraba en varias comidas y cenas, a las que siempre me las ingeniaba para ser invitada. Estaba claro que veía en él una especie de papá, incluso más que de costumbre. Poseía las tres cualidades que yo más relacionaba con mi padre —era culto, virtuoso, y yo lo desconcertaba— y las manifestaba mucho más claramente, por no decir pretenciosamente, que éste. Mi padre era un tío enrollado. David era como él, pero no tenía nada de enrollado. Una de las chicas de Tellman Rose, no mi principal rival sino aquella a la que más temía, porque era tan lista como yo, venía llamándome desde hacía años Pellektra. No podía quejarme; era demasiado certero y su tono demasiado despreocupado. “Sólo se es Jung una vez —contesté—. Disfrútalo.”[2]

»Debido a toda esa virtud de David, a la imagen de virtuoso que tenía de sí mismo, me vi obligada a presentarme como la seductora, cosa que hice, y el proyecto culminó la noche anterior a su marcha. Tuve la sensación de que lo había desflorado, no porque fuese inepto en comparación con otros hombres —repito, tenía treinta y un años—, sino porque conservó esa fachada de virtud justo hasta el final. “Qué tieso te noto”, dije, poco antes de besarnos: mi mejor juego de palabras de la noche.

»Al cabo de unos días llegaron las vacaciones de Semana Santa. Acababan de aceptarme en Yale. Mis amigas y yo íbamos a ir a Jamaica a beber. Estábamos en el aeropuerto de Burlington, ya bebiendo. Apareció David. Llevaba una bolsa al hombro, dos billetes a Roma en la mano. “¿Nos vamos?”, me propuso. Con su jersey de cuello cisne bajo la chaqueta, sudaba, maquinaba, inquieto ante mi respuesta… en suma, un tío nada enrollado.

»Yo tenía una semana de vacaciones, pero nos quedamos en Roma tres semanas. A continuación fuimos a San Francisco, donde David trabajaba en su último proyecto. Me sentía eufórica, como si hubiera soslayado Yale y la primera etapa de la vida adulta y me hubiera licenciado directamente en el mundo. Cuando recuerdo esas primeras semanas con David entre los edificios en ruinas de Roma, semanas en que me sentía deliciosamente mayor, presa de una sensación de vértigo ante mi propia seriedad, quizá no sea casualidad que no pueda pensar en mi vida sin usar la palabra “arruinada”».

Pella, siguiendo instrucciones, se acabó el whisky y enderezó el respaldo del asiento. Sí, esa parte podía contarse como una historia, como una composición de escritura creativa; incluso se podía rematar con una florida frase final para mantener vivo el interés. Pero eso se debía a que no era la verdadera historia. Lo que significaba que no respondía a las preguntas que más temía: ¿Quién eres? ¿A qué te dedicas? Mejor dicho, ¿a qué quieres dedicarte?

No, los últimos cuatro años —sobre todo los dos últimos, en realidad— habían transcurrido casi como en un sueño, y a nadie le interesaba que los demás le hablaran de sus sueños. Ella no había hecho nada. En cierto momento se había dado cuenta de que su matrimonio era un error, pero no fue capaz de reconocerlo. Había reprimido la idea. Se había aislado de la fuente de su malestar, que resultaba ser toda su vida. Por consiguiente, cayó en una depresión incontrolable, y a David no le importó, porque al tener una depresión incontrolable, dependía de él por completo y, por lo tanto, resultaba poco probable que lo abandonase por alguien de su misma edad, que era siempre el mayor temor de David.

Y así habían pasado los meses: Pella en la cama todo el día en su soleado loft de Buena Vista, yendo a rastras a la farmacia y al psiquiatra, con una somnolencia que fastidiaba a Dave y le daba una misión alternativamente. Hubo acontecimientos, peleas, excursiones, pero nada de eso importaba, nada traspasaba la densa nebulosa en que vivía. «Me arruiné la vida en Roma y viví en una nebulosa en San Francisco». Su vida sexual menguó, y ninguno de los dos hizo el menor comentario al respecto. «Ellos» estaban bien. Ella tenía que recuperarse. ¿Por qué uno de los dos pronombres estaba entrecomillado y el otro no? David le daba consejos para ayudarla a dormir por la noche: nada de cafeína, nada de televisión, nada de luces eléctricas. Cada noche ella se acostaba junto a David y luego, en cuanto la respiración de él cambiaba, se levantaba e iba a la cocina para iniciar su vigilia nocturna, que consistía en beber whisky lentamente y comer pipas mientras sobrellevaba el torturador aburrimiento de estar viva.

Al final, inevitablemente, acabó en el hospital, con palpitaciones a causa de la mezcla de fármacos que tomaba: somníferos sin receta, ansiolíticos, analgésicos con receta, combinados casi al azar, eso añadido al whisky nocturno y los antidepresivos. En el hospital la tuvieron bajo vigilancia por riesgo de suicidio. No había intentado quitarse la vida, aunque eso era fácil decirlo en retrospectiva, ahora que se sentía un poco mejor. Sus pensamientos sobre la muerte siempre habían estado inseparablemente unidos al recuerdo de su madre. Encontraba en ellos dolor y placer, miedo y consuelo, mezclados más o menos a partes iguales. «Son los hombres de la familia Affenlight quienes mueren jóvenes —le había dicho su padre mucho tiempo atrás, en un extraño intento de tranquilizar a la hija de nueve o diez años con la que nunca había sabido muy bien qué hacer—. Las mujeres viven eternamente». Pero si bien su padre se basaba en casos históricos concretos, Pella creía que eso no era aplicable a ella ni —no lo quisiera Dios— a él. Le costaba imaginar que su padre fuese un hombre mortal, y que su propio asidero en este mundo fuera débil.

No mucho después del incidente del hospital, le habían recetado un nuevo ISRS experimental: una minúscula píldora azul celeste llamada Alumina, supuestamente en alusión a la «luz» que proyectaría sobre la vida del paciente, pero Pella, al leer el nombre, no podía evitar ver la palabra «Alumna» e interpretarla como un comentario insidioso sobre su fracaso como estudiante. Tachó la etiqueta con un rotulador y la llamó su píldora azul celeste. Pero surtió efecto, más que cualquier otra cosa que hubiera probado. Empezó a leer otra vez. Se sintió un poco mejor; pudo pensar en su vida. Se sentía confusa por haberse adelantado precozmente a sus coetáneas con alto rendimiento y mejor posición económica haciendo precisamente lo que solían hacer sus coetáneas con bajo rendimiento y peor posición económica: casarse, ser ama de casa, no salir a trabajar. Se había adelantado tanto en su recorrido por la curva que al final la curva se había convertido en un círculo y ahora era ella quien se había rezagado.

En los últimos meses padecía menos ataques de pánico y le duraban menos. Cuando David se dormía, ella se abrigaba y salía con una linterna a la terraza llena de plantas. Allí se sentaba en una tumbona y leía durante toda la fría noche de San Francisco, viendo titilar a lo lejos las luces de los puentes y del centro de la ciudad. Sentía que recuperaba las fuerzas lentamente, que lo hacía a fin de llevar a cabo alguna maniobra, aún no sabía cuál. Hasta que un martes a las cinco de la madrugada, con David en Seattle en viaje de trabajo, marcó sin proponérselo el número de su padre. No lo veía desde que había conocido a David, no hablaba con él desde Navidad.

Pella mascaba chicle mientras el avión descendía. Ya en el aeropuerto, se encaminó hacia la zona de recogida de equipaje, no porque llevara equipaje —lo único que llevaba a cuestas era aquel matrimonio fracasado, ¡mecachis!—, sino porque allí era donde solía encontrarse con su padre cuando llegaba del Tellman Rose. Se tumbó sobre tres sillas de plástico y observó la boca de la cinta escupir una sucesión de maletas negras compactas con ruedas. Su padre había dicho que llegaría tarde —qué monótonamente propio de él—, pero no había aclarado cuánto. Las maletas negras desaparecieron, sustituidas por un nuevo lote de otro vuelo, y después por otro. ¿Habría cerca de allí, en el aeropuerto, algún bar? Probablemente, pero estaba tan cansada que no le apetecía buscarlo. La entristecía que su padre empezara así. Las maletas de la cinta comenzaron a desdibujarse y fundirse en una sola ante sus ojos, y los cerró.

—Disculpa —dijo alguien, una voz masculina. El hombre desplegó una untuosa sonrisa—. Creo que no te conviene quedarte aquí dormida. Podrían robarte el bolso.

—No dormía —replicó Pella, aunque era evidente que sí se había dormido.

El hombre sonrió otra vez. De un tiempo a esa parte todo el mundo tenía los dientes muy blancos, incluso en Milwaukee. Señaló la cinta.

—¿Quieres que te ayude con las maletas?

Pella negó con la cabeza.

—Me gusta viajar ligera de equipaje.

El hombre asintió con expresión abstraída, como si esa frase fuera lo más fascinante que había oído en la vida. Tendió la mano y se presentó. Pella le dijo su nombre.

—Vaya, bonito nombre. ¿Es británico?

—Pues no sabría qué decirte, cariño —respondió ella con un forzado acento cockney—. ¿Tú qué prefieres?

El hombre frunció el entrecejo, pero recobró la compostura.

—Bueno, ¿y adónde vas?

—A casa. —¿Qué les pasaba a los tíos con traje? Se comportaban como si fueran los amos del mundo. Pella vio a su padre atravesar el largo vestíbulo, con la corbata oscilando—. Y ahí viene mi prometido.

Su interlocutor dirigió la mirada hacia el hombre, ya de cierta edad, que se acercaba, y luego otra vez a Pella. Volvió a fruncir el entrecejo. Acabarían saliéndole arrugas.

—No llevas anillo —señaló él.

—Ahí me has pillado. —A su padre se lo veía dolido, desorientado, perdido; estaba a punto de pasar de largo cuando Pella se inclinó a un lado y le tiró de la manga—. Eh —dijo. El corazón le latía con fuerza.

—Pella.

Se miraron, separados por un último metro de gruesa moqueta azul. Cuatro años. Pella jugueteó con la cremallera de su sudadera. A modo de bienvenida, su padre levantó los antebrazos, con las palmas de las manos hacia arriba, en una actitud de disculpa, casi de impotencia.

—Perdona el retraso.

—No pasa nada.

Obviamente, existía una ventaja evolutiva en ver atractivos a los miembros de la propia familia —así tendían a protegerse más entre ellos de las amenazas exteriores—, pero Pella no concebía que pudiera haber alguien capaz de no considerar apuesto a su padre. Pasaba ya de los sesenta, década asociada normalmente al declive físico, y aun así su aspecto, aparte de cierto aire de confusión y cansancio en la mirada, era tal como ella lo recordaba: el espeso cabello gris veteado de plata, la piel de un tono rojizo caoba que daba credibilidad a los rumores de ascendencia india americana, los hombros tan erguidos y rectos como una prueba geométrica.

—La hija pródiga —dijo ella, mientras se daban un abrazo rápido y envarado.

—Tal cual.

Pella le olió el cuello antes de separarse.

—¿Has fumado?

—No, no. ¿Yo? Bueno, puede que me haya fumado un pitillo en el coche. He tenido un día largo, lamentablemente… ¿Hay que recoger tu equipaje?

Pella echó una ojeada al cesto de mimbre con la frente arrugada.

—En realidad sólo he traído esto.

—Ah.

Affenlight tenía la esperanza de que se quedara durante un tiempo; al fin y al cabo, el billete era sólo de ida. Pero la ausencia de equipaje no auguraba nada bueno. No se atrevió a preguntar; era mejor disfrutar del presente. Quizá si la pregunta acerca de su marcha no llegaba a plantearse, ella se olvidara de que quería irse.

—Bien, pues. ¿Vamos?

La I-43 cruzaba los barrios residenciales del norte de Milwaukee y seguía en dirección norte a través de interminables tierras llanas aún sin cultivar. Las nubes tapaban la luna y las estrellas, y el tráfico en sentido sur era escaso. A la derecha se extendía el lago Michigan, trazando invisiblemente el recorrido de la autopista. Pella esperaba un interrogatorio inmediato —«¿Cuánto tiempo vas a quedarte?». «¿Has roto con David?». «¿Volverás a estudiar?»—, pero notaba a su padre inquieto y preocupado. No sabía si sentirse aliviada o insultada. Guardaron silencio durante la mayor parte del viaje. Cuando hablaron fue en monosílabos, más como los personajes de un relato de Carver que dos Affenlight de la vida real.

El rectorado, con sus acogedores acabados en madera oscura y cuero, se hallaba en el último piso de Scull Hall, en la esquina sudoriental del Patio Pequeño. Todos los rectores de Westish del siglo XX habían vivido en el pueblo, instalados en alguna de las elegantes casas blancas que bordeaban el lago, pero Affenlight, el primer rector del siglo XXI, había decidido recuperar el cometido inicial del rectorado y vivir entre los estudiantes. Al fin y al cabo, no tenía familia, y así sólo una escalera separaba su vivienda de su despacho, y podía bajar furtivamente al amanecer para trabajar tranquilo un rato, vestido de cualquier manera, antes de que llegara la señora McCallister y empezasen las visitas del día.

Sirvió un whisky para cada uno: el suyo con agua, el de Pella sin.

—Supongo que esto ahora es legal —dijo, mientras le daba el vaso.

—Así ya no tiene tanta gracia. —Pella se acomodó en un sillón cuadrado de cuero y encogió las rodillas contra el pecho—. ¿Y cómo va el trabajo?

Él se encogió de hombros.

—El trabajo es el trabajo —contestó—. No sé por qué siguen contratando a profesores de Literatura Inglesa para estos empleos. Deberían poner a gente de Goldman Sachs o algo así. Si consigo diez minutos al día para pensar en algo que no sea el dinero, me considero afortunado.

—¿Cómo estás de salud?

Affenlight tamborileó con los dedos sobre el esternón.

—Como un toro —respondió.

—¿Tomas tu medicación?

—Doy mi paseo diario por la orilla del lago. Eso es mejor que cualquier medicamento.

Pella le lanzó una maternal mirada de preocupación.

—La tomo —afirmó él—. La tomo y la tomo. Aunque ya sabes lo que opino de las píldoras.

—Tú tómala y ya está. ¿Te ves con alguien?

—Bueno… —«Ver» era, de hecho, la palabra exacta para describirlo—. Digamos que esta parte del mundo no está llena de mujeres fascinantes.

—Si hay alguna, estoy segura de que le darás caza.

—Gracias —dijo Affenlight con sequedad—. ¿Y tú? ¿Qué tal está David?

—David está bien. Aunque no estará tan bien cuando descubra que me he ido.

—¿No sabe que estás aquí? —La revelación quitó toda importancia a la ausencia de equipaje; Affenlight resistió el impulso de ponerse de pie y alzar el puño en un gesto de entusiasmo.

—Está en Seattle. Por trabajo.

—Ah.

Últimamente tenía la sensación de que los estudiantes eran cada vez más jóvenes; quizá sólo se debiera que él se hacía viejo, o quizá a que la adolescencia se alargaba cada vez más en proporción a la creciente esperanza de vida. Las universidades se habían convertido en institutos, los doctorados en licenciaturas. Pero Pella, como siempre, parecía dispuesta a adelantarse a sus coetáneos. Naturalmente, se la veía mayor de lo que la recordaba —las mejillas menos redondas, las facciones más pronunciadas—, pero de hecho aparentaba más de veintitrés años. Daba la impresión de que lo había pasado mal.

—¿Estás cansada? —preguntó, recordando que no debía decir «se te ve cansada».

Ella se encogió de hombros.

—Últimamente no duermo mucho.

—Pues la cama de la habitación de invitados es magnífica. —Error: debería haber dicho «tu habitación». ¿O con eso se habría delatado? En todo caso, prosiguió—: Y aquí la oscuridad de la noche es algo digno de contemplar. No tiene nada que ver con Boston. Ni con San Francisco.

—Estupendo.

—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, por supuesto.

—Gracias. —Pella apuró el whisky y fijó la mirada en el fondo del vaso—. ¿Puedo pedirte otro favor?

—Adelante.

—Me gustaría volver a estudiar.

—¿Ah, sí? —Affenlight se acarició la barbilla y reflexionó acerca de esa feliz noticia—. Seguro que se podrá arreglar —añadió, intentando mantener un tono lo más neutro posible; mostrar demasiado entusiasmo podía tener efectos adversos—. Ya ha pasado el plazo de matrícula para el primer semestre, claro, pero puedes inscribirte de cara al verano como visitante, y si te apuntamos para el próximo examen de acceso, seguro que lograré convencer al departamento de Ingresos…

—No, no —lo interrumpió Pella en voz baja—. Quiero decir ahora mismo.

—¿Cómo?

—Esperaba empezar ya…

—Pero, Pella, el verano llega enseguida. Estamos en abril.

Ella rió nerviosamente.

—Yo estaba pensando en mañana.

—¿Mañana? —Affenlight sintió un estremecimiento en la columna, en parte por amor a su hija, y en parte indignado por su presunción—. Pero, Pella, estamos a mitad del semestre. No esperarás colarte así sin más.

—Podría ponerme al día.

Él dejó su copa y tamborileó con los dedos sobre el brazo del sillón.

—No dudo que podrías. Eres una estudiante excelente cuando te lo propones. Pero no se trata sólo de ponerse al día. Es también una cuestión de cortesía. Como profesor, te aseguro que no me gustaría que de pronto me dijeran…

—Por favor —lo interrumpió Pella—. Sólo iría como oyente. Sé que no es lo ideal.

Affenlight recordó los dos años que siguieron a la muerte de la madre de Pella, lo que podríamos llamar período de adaptación. Al principio probó la guardería —una guardería cara—, pero en cuanto se acostumbró al hecho de que la niña era suya, los hijos de sus colegas profesores se le antojaron una compañía elitista, sin personalidad. Era mejor mezclarla con la plebe, para que los elevase; pero no, eso sería aún peor. Se había planteado llevarla a otro país, Italia, Uganda, cualquier sitio, donde fuese posible criarla como era debido; quiso comprar una parcela de tierra en Idaho o Australia, con montañas y ríos y árboles y rocas y pájaros y mamíferos, donde Pella pudiese vagar y explorar, y él pudiera seguirle los pasos, verla crecer; al mismo tiempo, deseaba dejarla en un orfanato y recuperar su propia vida.

Pero les ocurrió algo, a los dos, en el momento en que la niña aprendió a leer. Cuando Affenlight se levantaba por las mañanas a duras penas, después de quedarse trabajando hasta altas horas, la encontraba despierta, vestida y leyendo, en el rincón del desayuno de su casa de Shepard Street, tal o cual novela —Judy Blume, Trixie Belden, su versión abreviada de Moby Dick—, o bien un libro de ciencias lleno de ilustraciones seleccionado entre las pilas de la librería Widener. Leía con un lápiz de color en la mano, copiando las mejores frases y dibujando esbozos de sus series de organismos preferidas en cartulinas. Affenlight veía los restos de unos Cheerios flotando en un tazón junto a su codo, y los interpretaba como símbolos de total independencia.

Al verse interrumpida cuando él, paternal y cortésmente, se aclaraba la garganta, Pella alzaba la vista y se apartaba un bucle rojizo de los ojos con una expresión que a Affenlight le recordaba curiosamente a la de su supervisor de tesis cuando él se presentaba sin previo aviso en su despacho, y que interpretaba como un studius interruptus. Todavía aturdido y un tanto intimidado por la aplicación de su hija, le alborotaba el pelo, encendía la cafetera y regresaba a la cama. Si las autoridades de la escuela deseaban tanto su asistencia, se decía, ya vendrían a llamar a la puerta.

Los siguientes cinco o seis años fueron idílicos para los Affenlight, père et fille. Los exprimidores de esperma se reeditó varias veces. Pella se convirtió en una novillera perpetua en los colegios públicos de Cambridge, y en una especie de celebridad en Harvard. Deambulaba por el centro del campus con su mochila, repartiendo dibujos y poemas entre los estudiantes que se detenían a charlar con ella. Los alumnos de primero de todas las disciplinas, neuróticamente obsesionados por rivalizar entre sí en todo, pugnaban ferozmente por el afecto de la niña, y en la Asociación de Estudiantes de Primero llegó a ser señal de estatus tenerla sentada a la mesa durante la comida. Pella permanecía en silencio durante las concurridas clases de Affenlight sobre la década de 1840 en América, así como en su seminario de posgrado sobre Melville y Nietzsche, y no parecía diferenciarse demasiado de los estudiantes de posgrado, salvo porque éstos siempre se mostraban deseosos de complacer a Affenlight, en tanto que ella lo hacía sin esfuerzo y, por tanto, podía permitirse pensar por su cuenta.

Cuando Affenlight aceptó el cargo en Westish, Pella y él decidieron que ella no lo acompañaría. En lugar de eso, ingresó en el Tellman Rose, un internado desorbitadamente caro de Vermont. Desde un punto de vista académico, tenía sentido; por entonces, Pella acababa octavo —a eso de los once años había empezado a asistir a Graham & Parks a diario— y el Tellman Rose era muy superior a cualquier colegio de secundaria del norte de Wisconsin. Pero bajo esa racionalización se escondía la verdad tácita y evidente de que a esas alturas eran casi incapaces de coexistir en Boston, y Affenlight se estremecía al pensar en lo que ocurriría en un lugar aislado y desconocido para su hija como Westish. La mayoría de los amigos de Pella eran mayores, y ella también deseaba la libertad de que ellos gozaban. Cada noche volvía a casa más tarde, a veces tanto que Affenlight no conseguía permanecer despierto para averiguar a qué le olía el aliento.

Un día, durante esa primavera de octavo, Pella comentó que estaba pensando en hacerse un tatuaje.

—¿De qué? —Error: daba igual.

—El carácter chino que representa la nada. Aquí. —Se señaló la cadera de potranca.

—Nada de tatuajes hasta los dieciocho.

—Tú tienes uno.

—Hace ya tiempo que cumplí los dieciocho. Además, los estudios de tatuajes son ilegales en Massachusetts.

Eso no era un gran argumento, dado que dependía de un azar geográfico —¿y si vivieran en otro sitio?—, pero al menos planteaba una dificultad logística.

Al cabo de dos semanas, Affenlight entró en la cocina y encontró a Pella de pie ante el fregadero. Pese al frío de marzo, vestía muy intencionadamente una camiseta sin mangas.

—Hola —saludó.

En el brazo izquierdo llevaba un tatuaje en tinta negra de un cachalote emergiendo a la superficie del mar. Torcía la larga cabeza cuadrada hacia la cola, como si se dispusiera a azotar a un impotente ballenero. Alrededor, la piel se veía enrojecida e irritada.

—¿Dónde te han hecho eso? —preguntó él.

—En Providence.

—¿Cómo has ido a Providence?

Affenlight estaba atónito. No por el hecho de que Pella lo hubiese desafiado —en cuanto ella pronunció la palabra «tatuaje», supo que lo desafiaría—, sino por el tatuaje en sí. Se trataba de una réplica exacta del suyo. Incluso las dimensiones eran idénticas, extrañamente idénticas. Habrían podido ponerse uno al lado del otro, juntado los brazos, y los contornos habrían coincidido con toda exactitud.

Aun ahora le resultaba difícil analizar ese comportamiento por parte de Pella. El tatuaje de Affenlight, entonces con treinta años de antigüedad, ahora ya casi cuarenta, había sido siempre una parte de él secreta, sagrada y sentimental. ¿Lo desafiaba Pella en apariencia a la vez que se aliaba con él a un nivel más profundo, más permanente? Ella siempre había venerado El Libro, como ambos lo llamaban, y probablemente, en el fondo, también venerara a su padre. Ése era un lazo que ahora ambos compartían. Por lo que se refería al pelo, los ojos, la tez, no se parecían en nada —Pella era el vivo retrato de su madre—, pero aquello constituía una prueba, una prueba de algo, un parentesco más profundo incluso que el de la sangre…

A menos que ella pretendiera putearlo. Podría ser que estuviese provocándolo, jugando con cosas que para él eran extraordinariamente —incluso ridículamente— importantes, señalando lo que tenían de ridículo sus sentimientos hacia ella, hacia El Libro, hacia todo. «Todo lo que has hecho no es nada, viejo. Cualquiera podría haberlo hecho, de lo primero a lo último. Yo ya lo he hecho, y sólo tengo catorce años».

Affenlight nunca se había enfadado tanto. Cuando Pella era pequeña, él jamás habría concebido siquiera la posibilidad del castigo corporal, y sin embargo en ese momento deseó sacudirla, arrancar de ella hasta el último gramo de insolencia y crueldad, si es que se trataba de eso, aunque, por supuesto, también podría haber sido algo muy distinto.

No obstante, optó por entrar en su despacho y cerrar la puerta con delicadeza.

En cierto sentido, ése fue el final de su relación. Affenlight se marchó a Westish, Pella al Tellman Rose. Ella anuló la mitad de sus visitas programadas a Westish, pretextando compromisos con el colegio o con el equipo de natación. Sacaba buenas notas, pero cada pocas semanas sonaba el teléfono y era un responsable de disciplina, para hablar de algún «incidente».

Y ahora allí estaba ella, pidiendo permiso para asistir a clases en Westish, para ser readmitida bajo el ala de su padre. Affenlight abrió el cajón superior del escritorio y sacó su agenda.

—¿Qué asignaturas tenías en mente?

—Alguna de historia. —Pella se irguió en el asiento. Quería demostrar que iba en serio—. Alguna de psicología. Matemáticas.

Él enarcó las cejas.

—¿Pintura no?

—Papá, por favor. Eso lo dejé hace siglos.

—¿Y de literatura?

Pella bostezó y jugueteó con la cremallera de su sudadera. Se la veía agotada: ojeras, un pequeño tic latiéndole en la comisura de la boca.

—Quizá una.

Affenlight anotó algo y cerró la agenda bruscamente. Pella volvió a bostezar.

—Deberías irte al sobre —recomendó él—. Ya veré qué puedo hacer.