Henry se frotaba el muslo con la mano derecha, atrás y adelante, atrás y adelante. El dedo índice debía de haberle resbalado en la costura de la pelota. Tenía que haber sido eso. Seguramente había agarrado mal las costuras, el dedo le había resbalado y luego una ráfaga de viento había desviado la bola mucho más de lo que se habría apartado de su trayectoria por algo tan simple como el resbalón de un dedo. Esto sólo podía desviar la bola hasta cierto punto, y lo mismo el viento, pero la combinación de ambas cosas, resbalón y viento, probablemente había ejercido un efecto multiplicador, como fumar maría cuando, además, se ha bebido. Henry rara vez bebía y nunca fumaba maría, y por tanto desconocía ese efecto multiplicador. Pero probablemente había ocurrido algo así, ésa debía de ser la explicación.
Y el resultado era que Owen estaba muerto. Henry lo sabía. Siguió frotándose el muslo con la mano, atrás y adelante, sobre el fresco y almidonado pantalón de punto. Atrás, adelante, atrás, adelante. Le picaba el dedo índice por encima del nudillo, un picor insistente, allí donde le había resbalado la bola.
Owen estaba muerto. Nadie lo había dicho aún, pero Henry lo sabía. No necesitaba acercarse hasta allí, hasta el corrillo de auxiliares médicos, árbitros y entrenadores que se apiñaban en la caseta alrededor del cuerpo. Podía quedarse donde estaba, en el cuadro, solo. Se acuclilló y se frotó contra el muslo el dedo que le picaba. Lo frotó contra la tierra marrón rojizo del cuadro.
El tiro había alcanzado a Owen en pleno rostro. Estaba leyendo un libro, con la lamparilla prendida de la visera de la gorra, y no la vio venir. La cabeza, lanzada hacia atrás, chocó contra la pared de hormigón. Rebotó como una pelota de hueso. Después, por un instante detenido en el tiempo, Owen se quedó en el sitio, tambaleándose pero erguido, con los ojos muy abiertos y en blanco. Parecía mirar a Henry, formularle una pregunta sin palabras. Acto seguido, se desplomó en el suelo de la caseta, donde Henry ya no lo veía.
Schwartz, que un segundo antes corría por la línea de la primera base para respaldar la jugada, se precipitó hacia allí. Lo mismo hizo Cox. Un hombre alto, trajeado —¿era acaso el rector Affenlight?— saltó por encima de la valla baja contigua a la caseta, vociferando a la vez por un móvil. Los dos árbitros bajaron detrás del rector Affenlight por los peldaños de la caseta. Ahora los cinco estaban allí con los auxiliares médicos, agachados junto a Owen. Junto al cadáver de Owen.
Había sido una jugada muy fácil: una bola con efecto que botó a dos pasos a la izquierda de Henry. El tiro le pareció bueno, de rutina, idéntico a centenares de tiros, todos perfectos.
Se encendieron los focos del campo. Henry se rodeó con los brazos y se estremeció. A sus espaldas, el marcador permanecía iluminado. Novena entrada. Uno eliminado. WESTISH 8 VI ITANTE 3. Los jugadores de los dos equipos mascaban pipas de girasol o chicles y observaban en silencio, aunque, por supuesto, el silencio no ayudaba en nada. Henry deseó que gritaran, que levantasen la cabeza y profirieran alaridos de indignación hasta que los auxiliares médicos acabaran de sujetar firmemente a Owen a su artefacto, semejante a una tabla de surf azul claro, y lo trasladaran al depósito de cadáveres. Al menos eso sí habría servido de algo.
Schwartz, enorme, patizambo, salió de la caseta y cruzó el campo sin prisa. Iba con la visera de la gorra hacia atrás y aún llevaba puestos el protector pectoral y las espinilleras. Se volvió para mirar en la misma dirección que Henry y apoyó su manaza en el hombro de éste.
—¿Estás bien?
Henry se mordió el labio inferior y fijó la mirada en el suelo.
—El Buda se ha quedado tieso.
—¿Tieso?
Le pareció una manera extraña de anunciar que alguien había muerto. Extraña pero eficaz. Al fin y al cabo, tieso era como acababa un muerto.
—Tieso —confirmó Schwartz—. Le has dado un buen trancazo. Mañana le dolerá.
—¿Mañana?
—Sí, ya sabes, el día que viene después de hoy.
Los dos permanecieron allí, uno al lado del otro, en la luz amarillenta e irreal del campo de béisbol, bajo la cual los objetos lejanos parecían hallarse cerca. Al cabo de un momento, Schwartz añadió:
—Al menos, esos dos ojeadores se han marchado antes de que se montase todo este lío.
Esa misma idea le había pasado por la cabeza a Henry, pero se alegraba de no haber sido quien la expresase. Los auxiliares médicos sacaron a Owen de la caseta, extendieron las patas plegables en forma de aspa de la camilla y lo condujeron hacia la ambulancia. Los simpatizantes y los jugadores de Milford aplaudieron. Cuando algo así sucedía en la televisión, el deportista que iba en la camilla siempre saludaba con la mano al público para demostrar que se pondría bien. Para demostrar que el espíritu humano triunfaría ante la adversidad. Owen no lo hizo. Una vez cargada la camilla, el rector Affenlight subió con cierta dificultad a la ambulancia y ésta se alejó con la sirena encendida.
Los árbitros y entrenadores se reunieron en torno a la meta, intercambiaron unas palabras y se estrecharon la mano. Mientras regresaba junto al resto del equipo, Cox llamó con una seña a Henry y Schwartz. Éste apoyó una mano en la espalda de Henry y lo condujo hacia el grupo.
—Hemos decidido dar por concluido el encuentro. —Cox se alisó el negro y recortado bigote y continuó con tono áspero y sombrío—: De modo que enhorabuena por la victoria. Sé que estáis preocupados por Dunne. Pero no puede haber veinte personas rondando por el hospital. Volved a casa y duchaos. En cuanto sepa algo os lo haré saber. ¿Entendido?
Rick O’Shea levantó la mano.
—¿Mañana hay día libre?
Cox lo señaló con el dedo.
—O’Shea, ándate con cuidado. Entrenamiento a las tres. Y ahora marchémonos de aquí antes de que nos congelemos. —Mientras los jugadores se dispersaban, le dio un apretón en el hombro a Henry—. Me voy al hospital. ¿Te llevo?
—Henry y yo iremos en mi coche —intervino Schwartz—. Así después usted podrá irse a casa directamente.
Cox vivía en Milwaukee, a dos horas al sur, e iba y venía en automóvil a la universidad cada día durante toda la temporada.
—Ese puñetero Dunne… —masculló, acariciándose el bigote—. Él y sus puñeteros libros…
Henry aguardó a un lado, tembloroso y con piel de gallina, mientras sus compañeros de equipo recogían sus cosas. Le dieron palmadas en la espalda sin pronunciar palabra y se alejaron hacia el campus propiamente dicho a través del barrizal que se formaba a principios de primavera en los campos de entrenamiento, ahora oscuros como boca de lobo. Cuando ya nadie los veía, ni siquiera Henry a pesar de su aguda vista, éste respiró hondo y bajó a la caseta.
Era una estructura alargada, de techo bajo, y estaba a oscuras. Sus paredes de hormigón rezumaban una siniestra frialdad, como la bodega de esos buques que recorren el Ártico. Un fino haz de luz de contorno difuso y algo más de un metro de largo perforaba la gris oscuridad e iluminaba un trozo de pared: la lámpara de lectura de Owen, todavía prendida a su gorra de los Arponeros. Henry la apagó y guardó la gorra en la bolsa de Owen. Luego se colgó las dos grandes bolsas, la de Owen, con el número 0 estampado a un lado, y la suya, con el número 3, cada una de un hombro. Cuando ya subía los peldaños, se le ocurrió comprobar si se habían quedado allí las gafas de Owen. Se descolgó las bolsas, se puso de rodillas y buscó a tientas debajo del banco por el suelo pegajoso: viscosos escupitajos de tabaco; bolas de chicle con huellas de dientes; tapones de plástico de las botellas de Gatorade con los bordes serrados como pequeñas coronas de espinas, simples terrones de barro. Las gafas de Owen estaban en el extremo más alejado del banquillo, después de que un pie seguramente las hubiese empujado hasta allí sin querer. Henry las cogió y limpió las lentes en su camiseta. Una patilla medio colgaba de la bisagra.
Cuando Schwartz y él llegaron al hospital de Saint Anne, el rector Affenlight, con la cabeza gacha, se paseaba por la sala de espera de urgencias. Recorría el suelo ajedrezado en seis zancadas, daba media vuelta y lo recorría otra vez. Schwartz se aclaró la garganta para anunciar su llegada. La expresión de Affenlight, cansina y vulnerable cuando creía estar solo, se trocó de inmediato en una radiante sonrisa de rector.
—Michael —dijo—. Henry. Me alegro de veros.
Henry no esperaba que el rector supiese su nombre. A menudo se cruzaban en las aceras del Patio Pequeño, porque Phumber Hall estaba justo al lado de las dependencias del rector, pero sólo habían hablado en una ocasión, el primer día de Henry en Westish, mientras éste, mordisqueando su cuarto o quinto perrito caliente, intentaba confundirse con los postes del entoldado para pasar inadvertido en la barbacoa ofrecida a los nuevos alumnos…
—Guert Affenlight —se presentó el rector aquel día y, tras tomar un sorbo de su bebida, le tendió la mano.
—Henry Skrimshander.
—¿Skrimshander?[1] —Affenlight sonrió—. Para ti será la parte setecientas setenta y sieteava, me temo.
Lucía una corbata plateada que hacía juego con su cabello. Llevaba la camisa remangada hasta la mitad del antebrazo, y la manera en que las mangas quedaban sin arrugas desde el hombro hasta el puño, con los pliegues nítidos y bien marcados, inducían a pensar en un hombre a gusto en su entorno. Cuando Sophie le había pedido a Henry que le describiera Westish, la primera imagen que acudió a la mente de él fueron las mangas perfectamente recogidas de Affenlight.
—¿Alguna novedad? —preguntó Schwartz ahora.
—Se ha despertado por un momento en la ambulancia —contestó Affenlight—. Estaba fuera del mundo y de pronto ha abierto los ojos. Ha dicho: «Abril».
—¿Abril?
—Abril.
—Abril —repitió Henry.
—El mes más cruel —apuntó Schwartz—. Sobre todo en Wisconsin.
—Abril. —Henry desmenuzó la palabra en forma de sonidos tan pequeños que perdieron su significado, como si se hubiese adentrado en los amplios espacios que separaban las partes sólidas de una molécula—. Empieza mañana.
Cox entró en la sala de espera. Al igual que Henry y Schwartz, vestía aún el uniforme de rayas finas de los Arponeros. En cada mano llevaba dos abultadas bolsas blancas con el emblema de los arcos dorados.
—¿Se sabe algo?
—Le están haciendo un TAC —respondió Affenlight—. Quieren asegurarse de que no hay hemorragia cerebral.
—Ese puñetero Dunne —dijo Cox, negando con la cabeza—. Si le pasa algo, lo mato. —Se acercó a un rincón de la sala y dejó las bolsas sobre una mesa de melamina—. He traído algo para cenar.
Schwartz y Cox se instalaron ante la mesa y desenvolvieron las Big Macs. A Henry le encantaba la comida rápida, pero esa noche el olor le produjo náuseas. Se desplomó en un sofá rígido y alzó la vista hacia el televisor montado en lo alto de la pared. La pantalla mostraba un primer plano de Cristo en la cruz bajo una luz intensa. La barbilla le caía sobre el hombro huesudo, medio cubierto por una túnica. MÚSICA DE ÓRGANO, rezaba el subtítulo. Luego saltó a unas tomas aéreas de una isla ecuatorial: aguas de color zafiro, una playa rosada, las esplendorosas copas de las palmeras. REDOBLE DE TAMBOR ISLEÑO.
—Toma —dijo Cox—. Para que conserves las fuerzas.
Henry permaneció inmóvil, con las patatas fritas en la mano. Los colores televisados, los bruscos saltos de una toma a otra, no contribuían a mejorar el estado de su estómago. No veía la televisión desde octubre, cuando terminó la serie mundial.
El rector dejó de pasearse y se sentó en el sofá. Henry ladeó hacia él el envase de cartón rojo. Affenlight, asintiendo en señal de agradecimiento, cogió una patata. Ese gesto le recordó su época de fumador, que, poco más o menos, había acabado cuando regresó a Westish. Al asumir el cargo, acudió a ese mismo hospital para someterse a un chequeo, el primero en quince años, obligado por su nuevo seguro. Esperaba elogios y cañada admiración por parte del médico; recientemente, en Harvard, el equipo de remo universitario lo había invitado a entrenar en la modalidad de ocho con timonel y apenas habían perdido unos segundos respecto a su registro habitual. En cambio, recibió un vehemente sermón plagado de datos estadísticos. Su historial familiar —su padre había tenido dos infartos; su hermano mayor George había muerto a los sesenta y tres de lo que llamaban un episodio coronario— contenía motivos suficientes para la cautela. Un LDL de 200 lo situaba claramente en la zona de riesgo. Su arraigado hábito de fumar tres paquetes por semana equivalía a una nota de suicidio. El médico, tras explotar el patetismo de todo aquello para arrancarle a Affenlight la promesa de que no sólo abandonaría el tabaco, sino que reduciría el consumo de carne roja y alcohol, lo mandó a casa con recetas de Lipitor, TriCor y Toprol XL. Condenado a tomar pastillas de por vida, incluida una aspirina infantil a diario.
Lo más duro de abandonar sus vicios no fue la pérdida de los vicios en sí, sino el hecho de que lo obligara a abandonarlos un joven médico fundamentalista. Por no hablar de la aspirina infantil. Al parecer, era así como trataban a un hombre que había pasado de los cincuenta, aun cuando fuese la viva imagen de la salud. La muerte de George había entristecido a Affenlight sin asustarlo mucho; George era dieciocho años mayor que él, y su relación no había sido estrecha y fraternal sino lejana, más parecida a la que se tiene con un tío. Pero era cierto que compartían las predisposiciones genéticas, y después de un periodo de cierta oposición juvenil, Affenlight decidió someterse, o someterse casi por completo, al régimen del médico, conservando a la vez cierto margen de libertad. Tomaba sus medicamentos y sus aspirinas infantiles cinco días por semana, con interrupciones más prolongadas en verano, como si se tratara de un trabajo que requería un descanso; había dejado el tabaco salvo por algún que otro cigarrillo a escondidas, y se lo pensaba dos veces antes de pedir un entrecot o un segundo whisky, aunque, sobre todo en el caso del whisky, pensárselo dos veces y rechazarlo eran dos cosas muy distintas. La duda era sí realmente todo eso servía de algo, pero desde luego se sentía bien.
Por la televisión, unos jóvenes con camisa negra de manga corta y alzacuellos bajaban por la escalerilla de un avión, entornando los ojos ante el intenso sol. «Bienvenidos a La prueba de la fe —decía el presentador del programa, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón pirata, en actitud pensativa—. Antes de que estos doce hombres sean ordenados sacerdotes, tendrán que pasar por algo mucho más tentador que cuarenta días en el desierto». Salto a fotos de un anuario universitario de chicas con pichis a cuadros escoceses, aparatos en los dientes y flequillo. «Todas estas jóvenes han estudiado en un colegio católico. Todas colocan la fe en un lugar importante en su lista de cualidades deseables en un futuro marido. Ah, y una cosa más —montaje saturado de color a base de recortes de vientres, muslos y escotes bronceados y salpicados de gotas de sudor—: están de muy buen ver».
«¿Seguro?», pensó Affenlight. Las niñas-mujeres correteaban en torno a una casa de playa en distintos grados de desnudez preparatoria, contoneándose con vestidos veraniegos, agitando la melena. Cogió otra patata. Tenían un barniz de lozanía, sin duda, un lustre de salud sexual. Se las podía describir como limpias, cromáticas, torneadas, lamidas por el sol, y sí, incluso como de buen ver; pero no se las podría definir como deslumbrantes, al menos de la manera en que Owen lo era.
Un novicio con cara de bebé ocupaba la silla de entrevistados y hojeaba una sobada Biblia. Sus tristes ojos hispanos encontraron la lente de la cámara. RODERIGO: «¿Que por qué? Tengo la sensación de que el Señor me ha enviado aquí. Que pretende poner a prueba mi fe, igual que puso a prueba a su Hijo». Salto a una piscina de color azul hielo en forma de riñón. Roderigo jugando al voleibol en el agua con tres mujeres: biquini color melocotón, biquini a rayas, biquini color crema. El crucifijo de oro de Roderigo, colgado de una cadenita, oscila hacia su hombro cuando se yergue para un remate.
—Qué extraña es la televisión —comentó Henry.
Affenlight cogió otra patata, preguntándose qué otras cosas debía de considerar extrañas Henry. ¿Era extraño que el rector de una universidad demostrara tanta preocupación por un alumno? ¿Que entrase corriendo en el campo de béisbol? ¿Que se subiera con él a una ambulancia? ¿Que viera un programa malo de televisión, comiendo una patata frita detrás de otra, en espera de novedades?
—¿Cuánto hace que conoces a Owen? —preguntó.
Henry mantuvo la mirada en la pantalla.
—Somos compañeros de habitación desde primero.
¡Compañeros de habitación! Ah, sí, claro. De pronto Affenlight se acordó: tres años atrás, los departamentos de Admisiones y Deportes le habían pedido que convenciera a Owen de que aceptara un compañero de habitación. El compañero en cuestión había ingresado en la universidad en el último momento, y teóricamente era una especie de fenómeno del béisbol. Poniendo los ojos en blanco, Affenlight accedió; no le gustaba que se concediera un trato especial a los deportistas, ni entendía que un solo jugador pudiera hacer algo por un programa de béisbol tan pobre. Ahora el fenómeno tenía un nombre: era Henry, y lo cortejaban los Cardinals de Saint Louis.
Por entonces, Affenlight sabía quién era Owen sólo porque había presidido el comité de selección del premio María Westish. Admiró la elegancia de los trabajos del joven, la amplitud de sus lecturas; apoyó su solicitud, aunque otros candidatos tenían calificaciones superiores en los exámenes y medias más altas. Pero había sido una cuestión estrictamente profesional, o eso pensó él en su momento. Siempre había evitado cualquier clase de enredo con las alumnas, y un enredo con un alumno del sexo masculino nunca se le había pasado por la cabeza, jamás.
Pero de pronto, hacía dos meses, el grupo ecologista del campus había solicitado una reunión. Una docena de alumnos se congregaron en el despacho de Affenlight. Lo sermonearon sobre los males del calentamiento global. Presentaron un fajo de diez hojas con una lista de universidades que se habían comprometido a eliminar las emisiones de carbono antes de 2020. Exigieron una iluminación con un consumo de energía eficiente, la modernización de las instalaciones, una planta de biomasa construida más allá de los campos de entrenamiento que funcionara mediante la combustión de residuos de madera.
—Habéis venido a verme demasiado tarde —dijo cuando acabaron—. ¿Dónde estabais cuando teníamos dinero?
Tres cuartas partes de esas universidades renegarían de su compromiso; las del cuarto restante estaban podridas de dinero. Además, una docena de estudiantes… ¿No eran capaces de reunir a más? ¿Dónde estaban las firmas, las concentraciones, la indignación? ¿Una planta de biomasa para una docena de estudiantes? Los miembros del consejo de administración se reirían a carcajadas.
Mientras pensaba todo eso, se quedó fascinado por Owen, que estaba apoyado contra la puerta, con las manos en los bolsillos de su holgado pantalón de chándal, mientras sus compañeros gesticulaban y vociferaban. Cuando tomó la palabra, fue con voz baja, apacible, pero los otros guardaron silencio; incluso en sus momentos más estridentes esperaban su intervención.
Esa misma noche, más tarde, mientras pensaba aún en Owen, y en por qué pensaba en Owen, recibió un e-mail:
Querido Guert:
Te agradezco que hayas tenido la gentileza de recibirnos hoy. La reunión me ha parecido edificante, pero demasiado cacofónica y no tan productiva como podría haber sido. No deseo abusar de tu apretada agenda, pero quizá podríamos concertar otro encuentro menos numeroso para establecer las iniciativas que acaso fueran económicamente viables.
Un saludo cordial,
O.
Un «Querido Guert» y la inicial a modo de firma, viniendo de un estudiante, normalmente habrían molestado a Affenlight. En este caso, por la razón que fuese, le pareció más una señal de intimidad que de presunción. Desde entonces, Owen y él se habían reunido varias veces, habían trazado un plan, y un plan para llevar a cabo el plan. El grupo de Owen reuniría las firmas de los estudiantes; Affenlight haría campaña entre el cuerpo docente y buscaría apoyo en el consejo de administración.
¿Lo había sorprendido quizá Owen mirándolo fijamente y había adivinado el motivo? ¿Por eso había escrito ese e-mail? Daba la impresión de que a aquellos ojos, detrás de las gafas de montura metálica, no se les escapaba nada. En sus reuniones posteriores, Owen se mostró seguro de sí mismo, paciente y, a veces, provocador; Affenlight estaba embelesado y deseoso de complacerlo. Después de treinta años de tratar con alumnos, se veía en el lado indebido de un encaprichamiento. Al cabo de unas semanas, la palabra «encaprichamiento» ya no era aplicable.
Affenlight cogió otra patata. Henry tenía los ojos cerrados y apretaba los párpados. No dormía; su expresión parecía más bien una mueca de dolor, tal vez porque se acordaba de su lanzamiento fallido. Estaba espectralmente pálido y aún se le veían en la cara manchas de polvo del campo de béisbol. Salvo por la gorra, llevaba puesto el uniforme completo, incluido el guante, que reposaba sobre una rodilla.
—No va a pasarle nada —dijo Affenlight—. Se pondrá bien.
Henry asintió, no muy convencido.
—Es un joven extraordinario —añadió Affenlight.
Henry contrajo la barbilla, como a punto de echarse a llorar.
—Schwartzy —dijo—, ¿llevas una pelota encima?
Schwartz había sacado su portátil después de comer y en ese momento estaba tecleando, con una pila de fichas junto al codo. Metió la mano en su bolsa de deporte y le lanzó una pelota de béisbol. Henry la atrapó con la mano derecha y la arrojó contra el guante. Como si ese gesto le permitiese hablar, dijo con pesadumbre:
—Lo veo una y otra vez en mi cabeza. Nunca había hecho un tiro así, tan malo. No me explico qué ha pasado.
Schwartz dejó de escribir y alzó la vista; el resplandor frío y submarino del portátil bañó su rostro.
—No ha sido culpa tuya, Skrimmer.
—Ya lo sé.
—El Buda se pondrá bien —aseguró Schwartz—. Ya está bien.
Henry asintió con escasa convicción.
—Lo sé.
—Ese puñetero Dunne. —Cox mantenía la mirada fija en las chicas católicas en biquini que en el televisor ponían a prueba la fe de los novicios dándoles masaje en la espalda—. Voy a retorcerle ese cuello flaco.
Se abrió una puerta.
—¿Guert Affenlight? —llamó una joven con un pijama de quirófano azul claro, leyendo el nombre en una tablilla.
—Sí.
Affenlight se puso en pie y se arregló el nudo de la corbata de los Arponeros.
—Soy la doctora Collins. ¿Es usted pariente de Owen Dunne?
—No, no. De hecho, su familia es de… hum…
—San José —intervino Henry.
—Eso —se apresuró a decir Affenlight—. San José.
Había sentido un orgullo estúpido al oír que la doctora pronunciaba su nombre, como si él fuese la persona más cercana a Owen. Ella se volvió hacia Henry:
—Tu amigo está bastante bien, dadas las circunstancias. Según el TAC, no hay hemorragia epidural, que es lo más preocupante en estos casos. Ha sufrido una grave conmoción cerebral y tiene fracturado el arco cigomático; es decir, el pómulo. Sus funciones parecen normales. Lo del arco requerirá cirugía reconstructiva, que, supongo, intentaremos practicar de inmediato, mientras lo tenemos aquí.
La doctora Collins, que a pesar de sus marcadas ojeras no aparentaba más de veinticinco años, se interrumpió para tirarse del cuello en pico del uniforme, sobre el que destacaba su piel pecosa, de un rosado irlandés. Affenlight vio, o creyó ver, que posaba los ojos cansados en Henry con cierto interés.
—¿Puedo verlo? —preguntó éste.
La mujer negó con la cabeza.
—La conmoción cerebral ha sido bastante aguda, y esta noche vamos a dejarlo en cuidados intensivos. Según parece, sufre una pérdida de la memoria inmediata, problema que, suponemos, será sólo pasajero. Mañana podrás verlo todo el tiempo que quieras. —Le dio unas palmadas de consuelo a Henry en el brazo.
Affenlight notó la vibración del móvil en el muslo. El número, con un prefijo 312, no le resultaba conocido. Pero sabía quién era. Tras dirigir un gesto de disculpa a la doctora, que ni lo advirtió, salió al pasillo.
—Pella, cariño. ¿Dónde estás?
—En Chicago. Ya he hecho el enlace. Estamos a punto de embarcar, así que debería estar allí a la hora prevista. —La voz llegaba débil y entrecortada a través de las interferencias del teléfono público—. Quizá podríamos ir al Bau Kitchen.
Era el restaurante preferido de Pella en Milwaukee, donde habían celebrado su decimosexto cumpleaños. Si en ese momento Affenlight hubiese estado en la interestatal 43, circulando a toda velocidad camino del aeropuerto, con una ópera italiana en el reproductor de CD del Audi, esa proposición, que sonaba a gesto de paz, lo habría animado. Pero, vista la situación, llegaría inevitablemente con retraso y no podía por menos de preguntarse si Pella no se olería su descuido, o lo que inevitablemente parecería un descuido, y había decidido castigarlo con su actitud solícita.
—Excelente idea —contestó— pero, sintiéndolo mucho, llegaré un poco tarde.
—Ah.
Decepción, fragilidad, la frase «seguimos donde lo habíamos dejado»: eso y mucho más llegó tumultuosamente a través del silencio de la línea.
—Estoy en un hospital —explicó Affenlight, intentando conjurar todo aquello—. Hemos tenido un accidente en la universidad. Llegaré en cuanto pueda.
—Claro —dijo Pella—. Cuando sea.
Affenlight abandonó la sala de espera y, antes de salir del hospital, se detuvo para comprar un paquete de cigarrillos —Parliament, su marca de siempre— en la tienda de regalos. Un hospital que vendía tabaco: le dio vueltas a esa idea en la cabeza, dudando si interpretarlo como un mal augurio o como un motivo de esperanza, mientras dejaba un billete de veinte sobre el mostrador para pagar a la dependienta canosa. Se metió el paquete en el bolsillo e intentó marcharse sin el cambio, pero ella lo llamó e insistió en contar, con una lentitud exasperante y quizá a modo de reproche, un billete de diez, cinco de uno y varias monedas. Cox lo llevó hasta su coche, y él salió disparado por la interestatal casi desierta, con las ventanillas bajadas y Las bodas de Fígaro a todo volumen.